Tierra Adentro
Ilustración por Alec Dempster

Para Emilio García Cuevas, por nuestro pequeño cruce

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. 

Yo soy el lugar de sus apariciones.

Juan José Arreola, “Cuento de horror”

 

 

43

 

¿Cómo hablar de Ayotzinapa, de los niños perdidos, del retorno hegemónico? Francisco Goldman escribió que los 43 normalistas desaparecidos son un símbolo, una condensación; tras ellos yacen los miles y miles de ausentes que se han extraviado desde el ascenso de Felipe Calderón en 2006. La noche de Iguala es un fenómeno que está lejos de haber llegado a su fin: la investigación no ha terminado, los familiares de las víctimas siguen en la búsqueda del pedazo que les fue arrancado; por otra parte, los 43 jóvenes nos hablan de nuestra radical vulnerabilidad. Todos podemos ser objeto de violencia: nosotros mismos, o peor, los seres a los que amamos. Nuestros lazos, nuestros afectos, son la fibra más frágil cuando se vive bajo la política de la muerte.

 

Sucedió en la noche del 26 de septiembre de 2014. Un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa acudió a Iguala, Guerrero. Buscaban recaudar fondos, viajar a la Ciudad de México y llegar a la marcha que cada año conmemora la matanza estudiantil de 1968. Como en años anteriores, los jóvenes tomaron el control de varios autobuses. Sin embargo, cuando intentaban volver a la escuela, fueron interceptados por varios elementos de la policía local, que les dispararon. También acribillaron a una mujer, un niño y un equipo de futbolistas adolescentes, Los Avispones de Chilpancingo. Julio César Mondragón, uno de los normalistas, apareció desollado el día siguiente. Murieron cinco estudiantes, alrededor de veinte resultaron heridos y desaparecieron 43. El episodio fue tan confuso que aún hoy es difícilmente discernible en todos sus detalles. ¿Qué pasó esa noche?, ¿quienes son los responsables?, ¿dónde están los desaparecidos?

 

Ilustración por Alec Dempster

El Estado pretendió imponer una verdad histórica. Poco después de la masacre, la Procuraduría General de la República arrojó conclusiones cuestionables. De acuerdo con su versión, los estudiantes fueron asesinados por miembros de un grupo criminal y quemados en el basurero de Cocula. El gobierno de Enrique Peña Nieto argumentó que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su pareja, María de los Ángeles Pineda Villa, tenían relaciones cercanas con el cártel Guerreros Unidos. El relato oficial sostiene que Abarca temía una irrupción estudiantil en un evento público y que, por lo tanto, ordenó la detención.

 

Los familiares de las víctimas, inconformes con el dictamen de la PGR, recurrieron a la organización civil. Su actuación se tradujo en la inclusión del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), integrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Durante su estancia en nuestro país, el Grupo elaboró dos informes. Sobresalen tres conclusiones:

 

– Es muy poco probable, incluso inverosímil, que se haya realizado un incendio masivo en el basurero de Cocula.

 

– Hay evidencia de que muchos de los detenidos confesos declararon bajo tortura.

 

– Iguala es una zona importante de tráfico de heroína, su traslado suele hacerse en autobuses; así pues, es posible que uno de los vehículos tomados por los estudiantes llevase un cargamento valioso.

 

La verdad histórica sufrió una crisis significativa ante las declaraciones del GIEI. La ciudadanía, estupefacta ante la brutalidad del crimen, tomó cartas en el asunto. Durante los meses posteriores a la masacre, miles de mexicanos salieron a las calles para protestar por el crimen de Estado. Ayotzinapa se erigió como el paradigma de lo insoportable, los estudiantes muertos y los desaparecidos se convirtieron en la demostración inequívoca de la atrocidad del régimen. Cada uno de esos niños podría ser el nuestro, cada joven devorado removió nuestros afectos más poderosos. Si el gobierno no iba a asumir la responsabilidad, nosotros tendríamos que hacerlo.

Ilustración por Alec Dempster

La vena distintiva del viejo priísmo salió a relucir en la administración de Peña Nieto: granaderos, macanas, gas lacrimógeno, balas de goma, arrestos arbitrarios. El 20 de noviembre de 2014 fueron detenidas once personas. Pasaron algunos días encerradas en un penal de máxima seguridad. El gobierno, acusado de una agresión abyecta e innombrable, no tuvo reparos en usar la fuerza bruta (otra vez) sobre los civiles bajo su tutela y su manto.

 

 

Nayeli García, escritora, editora y activista mexicana, realizó un trabajo arduo de investigación de los hechos. También acompañó a los familiares de las víctimas y difundió los hallazgos y saberes que surgieron del evento. A ella debo casi toda la información que utilizo en este ensayo. García recupera una leyenda escrita en un muro de la Escuela Normal: “Bienvenidos a lo que no tiene inicio, bienvenidos a lo que no tiene fin, bienvenidos a la lucha eterna. Unos la llaman necedad, nosotros la llamamos esperanza”. Resistir a la imposición de una verdad estatal significa, me parece, levantarse contra el borrado histórico-institucional de nuestras voces, relatos y seres amados. La búsqueda del esclarecimiento es un acto de subversión: la narración oficial no basta, la oquedad no se colma con basura en llamas.


Intermedio: pérdida y retorno

Henry Purcell estrenó Dido y Eneas en 1869. El libreto, escrito por Nahum Tate, está relativamente basado en el cuarto canto de la Eneida. La ópera habla de Dido, reina de Cartago, y su trágico amor por Eneas, que debe alejarse de ella y acatar un falso mandato divino.

 

 

La partida de Eneas significa la irremediable muerte de Dido. En brazos de Belinda, la reina se deja morir.

 

Recuérdame, recuérdame, recuérdame,

pero olvida mi destino…

 

Recuérdame. En ese ruego yace la última y más genuina demanda de amor. Un fantasma es la figura idónea de la memoria infecciosa. El duelo abre una dimensión de espíritus que deambulan entre nosotros y nos poseen. Cada pérdida puede concebirse como la inauguración de un espectro. ”Cuento de horror”, de Juan José Arreola, es una mini ficción que hace honor al lamento de Dido. “La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.”, o bien: sí, te recuerdo.

 

 

El diablo es un animal nocturno

 

La vuelta del viejo régimen fue, sobre todo, un siniestro viaje en el tiempo. El pasado encarnó en las balas, la policía, la sangre y los autobuses tomados. El martillo volvió, era el mismo y a la vez era otro. La noche de Iguala se convirtió en la marca de una nueva modalidad de autoritarismo: el cuchillo monolítico del Estado se multiplicó y adquirió un estatuto aberrante. Hoy por hoy, el brazo del crimen organizado es un innegable operador político.

 

Las condiciones de víctima y victimario no son atributos ontológicos, sino funciones ejecutables por todos. En este sentido, en México no existe un monopolio estatal de la violencia, como tampoco un gobierno libre de sombras. En años recientes se descubrió que el Estado utilizó un malware para espiar defensores de derechos humanos y periodistas. El GIEI fue uno de los objetivos. El Grupo, que reportó una falta de colaboración gubernamental en la investigación del caso, encontró evidencias de que los detenidos confesaron su culpa bajo tortura. Lo anterior se comprobó hace un par de meses, cuando un video se viralizó en internet. La grabación muestra a un hombre sometido e interrogado con violencia. Su nombre es Carlos Canto Salgado.

 

 

Alejandro Encinas, actual Subsecretario de Derechos Humanos, Migración y Población, confirmó la autenticidad de la imagen. El uso de la tortura en interrogatorios no es una novedad en este país. La violencia física y el amedrentamiento son excelentes fábricas de culpables. No es nuevo, pero sigue siendo escalofriante. La verdad histórica, la narración hegemónica no pudo imponerse mediante su sola enunciación, fue necesaria su inscripción en el cuerpo. La represión a la protesta civil da cuenta de ello: si prefieres no creer mi relato, entonces debo escribirlo sobre tu carne, mi página en blanco.

 

 

Las investigaciones de Nayeli García hacen hincapié en la vena política de la Escuela Normal de Ayotzinapa.

 

“Las normales rurales fueron creadas para educar a los hijos de gente dedicada al campo, que vive en condiciones precarias. Muchas de estas escuelas imparten las clases en español y en alguna lengua originaria, en atención a las comunidades que las rodean. La mayoría del estudiantado normalista no tenía otras opciones para recibir una formación profesional y conseguir trabajo. Por su historia y por su composición social, estas escuelas promueven una formación política en sus estudiantes. En ese sentido, responden a una de las demandas de la Revolución mexicana: abolir la desigualdad social por medio de la educación. A final de cuentas, se trata de futuros profesores que tendrán que enseñar en contextos violentos y de escasos recursos.”

 

Por ello, dice, la relación entre los normalistas y la fuerza pública siempre ha sido ríspida. Sin embargo, un evento específico reconfiguró y radicalizó las tensiones: la Guerra contra el narcotráfico, emprendida por Felipe Calderón en 2006. El proceso, lo sabemos, dio inicio a la era más violenta y dolorosa de la historia reciente de México.

 

Sus efectos no han terminado, pero sí se han vuelto normales. La tierra se convirtió en un escenario de carnicería diaria: cadáveres destrozados en las avenidas, fosas repletas de cuerpos anónimos, ejecución cotidiana del horror. La vejación del cuerpo, como su exhibición, se erige como la escritura y la realización de una ley: el poder somos nosotros, los autores de esta piel hecha jironesEl chivo expiatorio, ahora destazado, no es un elemento exclusivo del Estado o del crimen organizado; ambos pueden beber de su sangre cuando precisan (re)establecerse como amos. El conflicto tiene consecuencias directas sobre nosotros: secuestros, extorsiones, toques de queda, desapariciones, asesinatos.

 

Ilustración por Alec Dempster

Ayotzinapa es el punto culmen de un modo específico de violencia: el Estado, a través de la policía local, actuó como un cártel y ejerció una agresión intolerable sobre estudiantes desarmados. Por su parte, el crimen organizado reclama el control político y económico de regiones enteras del país. Los grupos delincuenciales, en ocasiones, funcionan como agentes de desarrollo en zonas marginales que las instancias federales desconocen: han construido escuelas, negocios, carreteras. La miseria de la que el Estado es gran medida responsable es resarcida de esa manera. Así, la delincuencia gana una batalla política fundamental: la batalla por la legitimidad. Los grupos criminales se comportan como entidades estatales.

Ojalá sepamos pronto cuál fue la verdadera función de Guerreros Unidos, si la hubo, en la matanza y desaparición de Iguala. Mientras tanto, es preciso cotejar minuciosamente su inclusión en la verdad histórica de Peña Nieto. Más allá de su valor de verdad, es elocuente en tanto revela, sin querer, un fenómeno contemporáneo: la brutal porosidad entre los intereses del Estado y las operaciones de la delincuencia. En la escena pública se dicen enemigos, en la esfera privada sus relaciones son más complejas.

 

 

Algunos sectores del gobierno han establecido alianzas con el crimen organizado. Las razones son bien conocidas: las jugosas ganancias que produce el tráfico ilícito; la protección que pueden brindarse mutuamente; el financiamiento de campañas de elección pública; mujeres. Las relaciones entre el Estado y ciertas células delictivas son peligrosas por motivos que rebasan la ilícita repartición financiera. Es posible, me parece, que ambos encuentren un enemigo común, un agente que ponga en jaque su estabilidad y sus respectivos estados bancarios. Pienso en la sociedad civil, en los actores de la protesta, que no solo sufren los estragos de la represión policial, sino que se exponen a la desaparición forzada ejercida por cualquier grupo armado, estatal o no. Un cártel puede servir como brazo político contra la oposición, sobre todo para un régimen que ha ejecutado el horror con el fin de asegurar la continuidad de su proyecto: Tlatelolco, Acteal, Aguas Blancas son solo algunas manchas en un largo historial de brutalidades y abusos cometidos sobre civiles.

 

Hace unos meses acudí a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, fui a escuchar una conferencia de Pilar Calveiro, académica argentina. El tema fue la desaparición forzada y la transformación que la misma ha sufrido desde los años setenta hasta nuestros días. En la época de la Guerra sucia en México, la desaparición era una operación estatal que buscaba deshacerse de las conciencias subversivas. A partir del final de la Guerra Fría, y con la implementación atómica del neoliberalismo, la práctica cambió su estatuto y su fin: más que silenciar a la oposición, busca nutrir mercados negros, tráficos ilegales y abyectos. Como la trata de blancas, por ejemplo. Un mecanismo político se convirtió, con el tiempo, en una siniestra actividad económica. La vena criminal del Estado puede adquirir semblantes diversos, pero siempre se encuentra allí.

Ilustración por Alec Dempster

Ayotzinapa parece un evento de sentidos múltiples. Los normalistas buscaban conmemorar una matanza de Estado. El ataque pudo haber sido producto de su espíritu subversivo. Por otro lado, existe la hipótesis de que el horror fue consecuencia de una preocupación mercantil: la policía buscaba recuperar una carga de heroína que estaba escondida en los autobuses, una carga de la que los estudiantes no sabían nada.

 

La indefinición vigente es un síntoma. Detrás de la niebla se esconde una certeza: el Estado mexicano ha cometido crímenes innombrables, se ha erigido como una célula delictiva caníbal motivada por los intereses más sórdidos. El precio lo pagamos nosotros: un régimen de lo atroz se distingue, sobre todo, por vulnerar nuestra forma de amar.

 

Fantasma

 

Trotski condenó a Martov al basurero de la historia. La expresión es ampliamente utilizada por gente de todo tipo. “Ya estás en el basurero de la historia”, dice un payaso a otro todos los días. Su repetición es preocupante. Concebir la historia como basura significa obturar, con senda imbecilidad, la forma en que el pasado nos atraviesa, nos habita y habla a través de nosotros, aunque no lo sepamos o no lo deseemos. La verdad histórica del “nuevo” PRI se cimienta en un basurero en llamas. La versión oficial es una fábrica de desecho: la voz de los familiares, así como el paradero de los estudiantes, son borrados por completo. Y cuando nos resistimos a ese borrado, se nos anula a golpes. Cocula es el basurero de la desmemoria donde el Estado pretendió abandonar el caso y, con él, la historia de uno de nuestros fallos más graves. No conocemos aún los detalles específicos de lo que ocurrió esa noche, pormenores vitales para los que amaban a esos 43 niños y para todos nosotros.

 

La manifestación colectiva, la toma de las calles y la organización civil son elocuentes: la aceptación de la verdad histórica es inadmisible, el olvido es el enemigo. La historia no es un basurero, sino un trozo de la carne que nos sostiene. Recordar es resistir, es negar el relato del Estado y sus efectos amnésicos. El motor de la lucha, me parece, está en el amor.

Ilustración por Alec Dempster

Recuérdame, recuérdame, no olvides mi destino, no dejes que me arrojen al basurero de la historia. En el ejercicio de la resistencia, el amor más hondo debe ponerse en acto, o mejor, debe asumirse como un operador político. Es que, al final, cuando vivimos bajo el yugo de un régimen de la muerte, cada adiós puede ser el último.

 

La resistencia dependerá siempre de una decisión vital: debemos elegir el fantasma que tomará nuestra posesión. En nosotros queda la opción del espectro hegemónico, de la sangre sobre el asfalto y el silenciamiento de nuestras lágrimas, o bien, la posibilidad de la memoria subversiva: la reconstrucción de las voces, la risa; la reelaboración de la mirada, de los labios que besamos alguna vez y que no hemos terminado de perder.

Ilustración por Alec Dempster