Memorias de un cubrebocas
No tengo recuerdos de mi primera infancia, destellan algunas luces amarillas y el ruido de las máquinas me ensordece antes de mi llegada al hospital. La Unidad de Medicina Familiar número 2 del IMSS, cerquita del Museo del Automóvil. Cómo me gustaba ver las horas pasar, a través de la ventana, admirando un Mercedes Benz color aceituna del año 59. La primera voz que oí fue la de una doctora rubia, de ojos verdes, que rondaba los cincuenta años. Tomó mi envoltorio y me ofreció a un joven despeinado. El joven dio las gracias y me guardó en la bolsa externa de su mochila gris junto a dos paquetitos de chicles Trident y una bandeja de paracetamol a medio uso.
La siguiente vez que vi la luz fue cuando el joven apretujó en la bolsa un pase de abordar recién impreso. Nos pasaron por una banda de inspección con rayos X y el ruido de un motor furioso me hizo comprender que estábamos despegando por los aires hacia una tierra lejana.
Aterrizamos en Madrid poco antes de la llegada de la primavera. En el aeropuerto pensé ingenuamente que el joven por fin me sacaría del empaque, pero tan solo cogió uno de los paquetitos de chicles y devolvió el envoltorio desgarrado. Más que dolor sentí envidia, envidia de esa libertad oxigenada que le permitió al chicle saborear y ser saboreado por el mundo, aunque fuera tan corta su experiencia.
Los primeros días en Madrid el joven me llevaba en la mochila a todas partes. Visitamos la Biblioteca Pedro Salinas, las librerías de Callao, la Casa de América frente a la Cibeles. Hasta que un día, sin dar mayor explicación, el joven ya no salió más. Se recluyó en su habitación, algo le pasaba, parecía deprimido. Hasta en el baño o en la cocina lo oía moverse con miedo. Limpiaba con precisión robótica todas las superficies de la alcoba; lo sabía por el olor a cloro que me recordaba al aroma de la clínica del IMSS.
En una ocasión el joven abrió la mochila para sacar un paracetamol, y debía estar distraído o angustiado porque se olvidó de poner el cierre. Fueron días bellos y luminosos. A través de un resquicio podía observar su habitación melancólica, adornada con unos pocos libros y una maceta de plástico. También pude escuchar las noticias que salían de la computadora. Se hablaba de una enfermedad extraña que inflamaba los pulmones, el corazón y el tracto digestivo, de muertos que se contaban por miles y la inevitabilidad del contagio. Hablaron de mí y me arrugué de nervios, ¿qué tenía que ver mi minúscula existencia con una noticia de interés mundial?
Al parecer no había un consenso claro. Había quienes tildaban mi existencia de meramente decorativa. Otros nos consideraban indispensables, sobre todo en las tierras lejanas de Oriente. El joven parecía respaldar la primera teoría pues nunca me prestaba la más mínima atención, antes se comía un chicle o un paracetamol. A mí ni me pelaba. Tiempo después supe que durante esas semanas estuvo realmente enfermo. Yo lo oía ahogar toses en la almohada, pero creía que era culpa de sus incesantes cigarrillos, ni idea tenía de que había pasado tres noches consecutivas con fiebre.
Pasaron las semanas, los meses, hubo días en los que me hacía a la idea de que ese empaque de plástico también sería mi tumba. Si mi vida no iba a tener ninguna función trascendental más me valía ocupar el tiempo en reflexiones. Pensaba en mi textura, mis lazos, mi color azul clarito, un poco más eléctrico que el del cielo. Recordaba los ojos verdes de la doctora y el ronroneo del avión que me trajo a otro continente.
Uno de los últimos días de la primavera abrí los ojos tras una breve siesta y me encontré con la viva cara de la traición. A pocos centímetros de mi apertura, sobre la mesa empolvada por cenizas de tabaco, vi a otro de mi especie, uno muy parecido a mí con la diferencia de que era blanco, ligeramente obeso y tenía escrito en el costado derecho la inscripción KHN-95. Me es difícil articular la tristeza que ensombreció mi orgullo. Me habían relegado por un modelo gordo y paliducho. ¿Qué había de malo en mí? ¿Por qué el joven me ignoraba con tal vileza y alevosía?
Aunque me juré que jamás perdonaría al usurpador, he de confesar que tengo un espíritu blandito y no se me da bien el rencor. No pasaron muchas horas antes de que me animara a contestar a sus lamentos; eso porque el otro, en cuanto recuperó la conciencia, no hizo más que quejarse.
—Cállate que vas a despertar a todos —le dije.
—Tú no sabes —me dijo—, no sabes lo mal que está allá afuera.
—No seas llorón, duérmete otra vez.
—Eres afortunado —susurró entrecortando las palabras—. Yo… Una vez fui como tú. Ahora estoy deshecho.
—No exageres —le dije—, yo no te veo tan mal. Por lo menos conoces el mundo.
—Y es horrible —agitó la cabeza—, lo vi, sí que lo vi y es horrible.
Le temblaron los listones y profirió un agudo grito de dolor.
—Oye, ¿a dónde fuiste? —le dije—. Ey, vamos, cuéntame más del mundo.
Pero el otro ya no despertó. Me sumí en la más amarga de las confusiones. Por la mañana el joven arrojó su cadáver al basurero, le hizo un nudo a la bolsa y me miró con ojos codiciosos. Supe que había llegado mi hora.
Un golpe de oxígeno petrificó mis lazos en cuanto abrió el empaque, fue una sensación agridulce que no tardó en convertirse en un suplicio. El joven tronó mis vértebras acoplándolas a su nariz y resopló en mi interior una bocanada de aire caliente. Qué olor tan espantoso. Salimos del edificio de cara a un día soleado. Me mareé con la cabeza del joven que evitaba mirar de frente a los demás transeúntes. En vistazos diagonales distinguí cuerpos mórbidos y atemorizados; susurros recriminatorios, ninguna sonrisa, ningún buenos días, tan solo cabeceos negativos, la prisa submarina del buzo que desea retornar cuanto antes a la superficie.
—Espera a que la limpie —dijo un mesero señalando una mesa.
El joven contestó gracias y la palabra traspasó mi cuerpo como si yo mismo la hubiera pronunciado. No sabía si era yo el que se expresaba o tan solo hacía de filtro a los deseos que proferían los labios que protegía, pero al quedarme quieto se me antojó un café con leche y cuál fue mi sorpresa cuando el joven se lo pidió al mesero.
—¿Algo de comer?
«No», dije y pensé en sincronía con la cabeza del joven, «aún es pronto para consumir alimentos en el exterior». Vi con asco los cubiertos, la servilleta, el sobrecito de azúcar que acompañaba al café. El virus podía estar impregnado en cualquier utensilio, más valdría seguir la regla que dictaban en el noticiero de no llevarse las manos a la cara. Sin embargo, el joven era fumador por lo que no tardó en enrollar un cigarrillo y me jaló hacia los pelos de su barba para inhalar el humo.
—Dicen que ponerse la mascarilla en el cuello es como ponerse un condón en los huevos —bromeó el mesero.
—Qué le vamos a hacer —respondió el joven—, al final todos nos vamos a contagiar.
—Ya sé, tío, antes nos jodían con lo de quedarse en casa y ahora que no nos contagiamos lo suficiente.
—Yo no me he hecho la prueba. Espero tener anticuerpos.
A penas dijo esto, al mesero le cambió la cara, dio dos pasitos atrás, ajustó los lazos en sus orejas y se alejó espantado. Cuando trajo la cuenta lo hizo con la misma actitud incómoda, prácticamente lanzó el recibo a la mesa. El joven dejó una moneda de dos euros y no esperó su cambio.
Volví a cubrir su boca y me emocioné vaticinando los nuevos sitios a los que me llevaría. Para mi sorpresa, emprendimos el camino de vuelta, así de corto el viaje. Intenté atesorar todas las imágenes que se cruzaban por mi paso: niños jugaban cada uno con una pelota sin intercambiar pases, banderas nacionales y moños de luto en los balcones, un hombre y una mujer se debatían jaloneando a sus perros, un pastor alemán y un cocker, que querían a toda costa olfatearse, un viejo solo en silla de ruedas gritaba que todo era mentira, el virus era mental.
Capté un incremento en las palpitaciones del joven que, en un brusco ademán, intentó apretar mis lazos, pero jaló con demasiada fuerza y resentí un desgarro que me dejó pendiendo de una de sus orejas. ¡Me rompió el lazo! La crispación me envolvió en círculos desequilibrados de nubes, zapatos sucios, tapabocas con la bandera nacional y viejos locos.
Recuperé la conciencia frente al portón del edificio. El joven me mantenía fijo en su oreja derecha mientras intentaba abrir la cerradura con la otra mano. «Pinches tapabocas del IMSS», dijimos conforme nos enervábamos más, porque la cerradura no abría y contorsionábamos el cuerpo para no darle la cara a los peatones que nos veían con ojos policiacos.
—¡Me dejas pasar! —exclamó una madre enfurruñada que llevaba a cuestas una carriola doble.
—Sí, disculpe —El joven olvidó la llave en la cerradura y, sin dejar de sostenerme en su oreja, cruzó la calle para despejar el camino.
En cuanto pasó la gente, inhaló una larga bocanada, exhaló un suspiro hastiado y dijimos por última vez en conjunto: «A la mierda». Me desenredó de su otra oreja, me apachurró en su puño y me arrojó a un enorme basurero gris con tapa naranja. La última imagen que conservo de él es ese instante en el que se encaminaba de nuevo hacia el portón, no supe si consiguió acceder, encerrarse nuevamente. Yo imagino que sí, espero por su bien que lograra entrar cuanto antes, ya que se le vía muy nervioso y desacostumbrado.
Mi destino fue similar, caí en una superficie blanda con un intenso olor a fruta podrida. De vez en cuando oía la queja de un peatón que arrojaba un pañuelo o un envoltorio, alguno que escupía a la distancia y el gargajo se quedaba colgando, viscoso, en el único recuadro de luz que le queda a los inservibles.
Por la noche me recogió del bote un viejo barbudo con el cuerpo tapizado por chamarras y me remendó el bracito con un clip. Me llevó a su cara y comencé a pensar en un idioma carrasposo. La mierda del vigilante nos dirá que vamos tarde, dije refunfuñando calle abajo, con rumbo al río. Entramos a un albergue donde nos tomaron la temperatura y nos obligaron a lavarnos las manos y la cara.
—Son las diez menos cuarto, Mihail, la próxima vez no entras —dijo una señora.
—Sí, joder, ya sé, mierda de vida —respondimos sin levantar la cara.
—¡Cuidado! —nos advirtió la señora—. Una más y te vas a la calle.
Mihail la ignoró y siguió de frente hacia el lugar donde estaba su cama. En cuanto tomó asiento en el colchón me arrancó de su cara y me lanzó a una almohada.
—¿Te jodió la policía? —le preguntó a Mihail un gordo vestido de mayas color azul y rojo.
Nos carcajeamos y Mihail le tendió un papel arrugado.
—¡100 euros por no llevar mascarilla! —dijo el gordo—. Yo por suerte llevo la máscara de Spiderman y me dejan en paz.
Al día siguiente, la vigilante nos despertó temprano y mandó a todos a desayunar. Mihail se fue sin mí, pero al rato volvió y me buscó entre la almohada porque la vigilante no lo dejó salir sin tapabocas. Me colocó otra vez entre los pelos de su bigote que olía a pan tostado y aceite de oliva. Salimos a caminar por las calles de Madrid, Mihail se detenía en cada bote de basura en busca de alimento o algún objeto metálico que le fuera útil.
Entramos a una tienda y a la salida me subió a su nariz para darle tragos a una pequeña botella de vidrio. Cuando me bajaba su aliento olía dulce pero quemaba. Deambulamos cabizbajos rumiando maldiciones, y yo me entretenía buscando clips, piedritas coloridas, colillas de cigarro. De repente creí ver de ladito un coche como el mercedes del 54 que me hipnotizaba en la clínica, y en efecto se le parecía, pero era una versión más moderna y lustrosa. No sé si Mihail quería voltear, creo que fui yo el que lo distrajo, pero de pronto alguien grito ¡Cuidado!, y las llantas del coche hicieron un ruido estridente, el conductor se zarandeó dentro del vehículo y Mihail y yo salimos volando por los aires.
Caímos sobre el asfalto, nadie se nos acercaba, el conductor bajó del coche y sacó su teléfono. Sentía que mis pensamientos se extinguían, la vida se iba de mí y Mihail, petrificado, expiraba débilmente un idioma con olor a sangre que me empapaba el cuerpo tiñéndome de rojo.
—Está muerto —dijo un paramédico que me arrancó de su rostro y me echó a una bolsa de plástico.
Después me tiraron en otro bote de basura, uno más oscuro que el primero donde me echó el joven. Los de aquí rumoran que a partir de ahora hay de tres sopas: o nos entierran, o nos prenden fuego o nos llevan en barco a la isla prometida. Todos hablan de esa isla en medio del océano donde terminan muchos que son como nosotros y por las noches, a la luz de la luna, cuentan historias de cómo llegaron ahí. Yo no quiero ya contar historias, me conformo con que me suban al barco, a ver si en una de esas de despistan y me echo un clavado al mar, espero que la corriente me lleve de vuelta a casa. Si no, mejor que de una vez me quemen o me entierren, yo ya no quiero oír historias, esta vida no se la deseo a nadie.