Tierra Adentro
“Verano nostálgico”, fotografía de Dani Vázquez. Recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0

En el delicado y misterioso entramado que se teje en nuestro cuerpo, el sentido del olfato y la memoria tienen un vínculo estrecho. Gracias a que la amígdala y el hipocampo (las regiones cerebrales encargadas de procesar las emociones y los recuerdos, respectivamente) están conectadas con la nariz, tenemos memoria olfativa. Este magnífico puente que une la amígdala, el hipocampo y la nariz, nos permite viajar en el tiempo, al identificar un aroma de nuestra infancia; también, es el encargado de que nuestro corazón brinque al reconocer el perfume de un ser amado, o que nuestros ojos se llenen de lágrimas al percibir un olor que creíamos que estaba perdido para siempre. En la biblioteca afectiva de cada persona hay cientos de botecitos que contienen destilados de los olores que más atesoramos: aquella vela con extracto de pachulí que alumbró tantas noches en nuestra habitación; el jabón de rosas, que recuerda a los cachetes suaves de las abuelas; la humedad del clóset de blancos, que remite a una casa de la infancia; el aroma de aquella crema que utilizamos al inicio del verano, que marcó nuestras vidas para siempre.

***

Hay algunos momentos en la vida que se sienten como un gran caleidoscopio que revela un sinfín de posibilidades de manera simultánea. Una corazonada toma posesión del cuerpo y en apenas un segundo, todo, absolutamente todo, cobra sentido. Uno de mis profesores más queridos de la licenciatura aseguraba que existen dos o tres momentos de esta índole, en la vida de cada persona, aunque yo creo que para quienes ejercitamos el músculo de la creatividad, estas pequeñas epifanías suceden con más frecuencia.

El verano en que me mudé a Nueva York para estudiar una maestría en Poesía, atravesé una ruptura amorosa que me dejó en la ruina emocional durante varios meses. El calor del verano me ahogaba. Los dos o tres conocidos que tenía en la ciudad pronto se mudarían de regreso a su ciudad natal. Me encontraba frente a una soledad insondable y, a la vez, increíblemente emocionante, aunque, de tan grande, a menudo me hacía sentir perdida en un laberinto de oscuridad que parecía no tener salida.

Por las noches, las piernas me punzaban, cubiertas de picaduras de mosquitos. Daba vueltas en mi cama sin poder dormir, entre la tristeza, la comezón y la humedad que me ceñía la garganta. El olor de las tuberías del baño tampoco ayudaba; necesitaba un remedio rápido y económico, si quería mitigar ese tremendo tufo que tomaba posesión de mi cuarto por las noches. A los pocos días de llegar, me dirigí a la tienda de la esquina de mi casa y compré un Febreze de lavanda, para lidiar con el mal olor. Este aroma a lavanda sintética me acompañó durante meses de profunda aflicción y se convirtió en un pequeño oasis olfativo para mis penas. Cada vez que olía ese perfume tan poco sofisticado, creado seguramente por un grupo de ingenierxs en un laboratorio con luces blancas, me invadía un sentimiento inexplicable: un amasijo de éxtasis sensorial, con un regusto de vergüenza. Por más que intentaba cubrir el olor a caño con las partículas de lavanda sintética, detrás estaba siempre el olor a desagüe viejo, igual de nítido que mi tristeza.

¿Por qué insistimos en cubrir lo que nos incomoda? ¿Acaso no seríamos personas más plenas, con mucho más vigor, si no desperdiciáramos esa energía vital en intentar cambiar el estado natural de las cosas? Por el momento no tengo la respuesta a estas preguntas, pero algo en el fondo de mi ser me dice que están íntimamente relacionadas con la sociedad hiperconsumista en la que vivimos, obsesionada con nuestra imagen.

***

Un olor nunca denota una sola cosa, como ejemplifica magistralmente Leila Guerriero, en una de sus columnas compiladas en Teoría de la gravedad:

No era un perfume: era el aroma que tienen los vestidos y las medias y las cajitas de música y los polvos de maquillaje —y las cajas con fotos y los rosarios de primera comunión y las imágenes de yeso de la Virgen Niña— (…): el aroma de mi abuela.

Este pasaje refleja la esencia polisémica y profundamente poética del olor. El aroma, al igual que el poema, nunca es una sola cosa: siempre remite a una multiplicidad de afectos y situaciones.

Hay algo hermosamente inefable que une ambas cosas (poesía y aroma): una hermandad basada en la fugacidad y en la capacidad de abrir portales hacia aquello que de otra suerte sería incomunicable. Cuando leo un poema que me cala por dentro y reconfigura mi forma de ver el mundo, percibo un efecto similar al del reconocimiento de un recuerdo olfativo. Ambos procesos son sumamente íntimos y acontecen, al menos para mí, en el plano de la intuición.

Mi cabeza se estremece con todo el olvido.
Intento decir cómo todo es otra cosa.
Hablo, pienso.
Sueño sobre los tremendos huesos de los pies.
Siempre es otra cosa, una
sola cosa cubierta de nombres.
Y la muerte pasa de boca en boca
con la leve saliva,
con el terror que siempre hay
en el fondo informulado de una vida.1

Este poderoso fragmento, del poeta portugués Herberto Helder2, apunta de manera precisa lo que mencionaba anteriormente: a pesar de las limitantes del lenguaje, el poeta hace un intento por enunciar aquello que de otra forma quedaría innombrado. El poema se convierte en el medio más adecuado para enunciar la falta de un lenguaje que registre cabalmente la experiencia humana. La magia de la poesía reside en que el poema existe a pesar de esa limitación. No hay nada más poético y rebosante de vida que la existencia a pesar de, aunque esta afirmación debe tomarse con una pizca de sal, cuando se trata de experiencias de vida que han sido políticamente marginadas.

No me sorprende que Leila Guerriero haya utilizado el mismo mecanismo retórico que Helder, para hablar del olor del perfume de su abuela. La negación es una vía fértil para nutrir el campo semántico de lo indecible. ¿Cuántas veces, ante la indecisión, no nos han recomendado enunciar aquello que NO queremos? El poder del no puede ser tan enérgico como el del .

***

Al empezar la maestría, me parecía contraintuitivo no escribir sobre mi reciente ruptura. Intenté escribir varios poemas que acabaron conmigo; tomando una copa de vino y llorando sola en mi estudio. Una rabia insondable me tomaba presa cada vez que releía las versiones que plasmaban tan toscamente la ruptura. En ellas, mis palabras hacían lucir a mi expareja como un villano malvado, que tenía la moral tan corrompida como un asesino serial. En el fondo, yo sabía que eso no era cierto: mi expareja era un ser humano con sus propios traumas, deseos y limitaciones, quien, a pesar del daño que sus acciones me causaron, me había regalado de los momentos más bellos de mi vida. Este enfrentamiento conmigo misma me hizo pensar en el tipo de escritora que quería ser, y decidí nunca más escribir de una persona para humillarla o degradarla moralmente. Curiosamente, una vez que empecé a hacer las paces con mi dolor, mis poemas comenzaron a acercarse más a los poemas que admiraba: aquellos que problematizan y reflejan la complejidad de la realidad humana de manera honesta.

Así que, lección aprendida: el tiempo lo cura casi todo, incluso la miopía que se desata cuando estamos inmersxs en una emoción. Sé que hay personas que pueden escribir en el ojo del huracán, pero ese no ha sido mi caso hasta ahora.

***

Así como mi recorrido poético en Nueva York comenzó con el olor a Febreze, para André Aciman la vida comenzó “en algún lugar con el olor a lavanda”. En el ensayo que forma parte del libro Alibis, el escritor italoestadounidense describe su deseo inconmensurable por encontrar un perfume que replicara el olor a lavanda de su infancia. Para Aciman, la búsqueda de la “lavanda ideal” es una pesquisa fútil, aunque inevitable, ya que en el fondo sabe que el olor que tanto anhela está enterrado en el tiempo, junto con las tardes de su infancia en las que sus papás le aplicaban el aceite esencial que le confería una calma sin igual.

Este entendimiento no lo detiene de pasar tardes en las perfumerías probando distintos modelos de fragancias con despuntes de lavanda. La esperanza de dar con la nota exacta es suficiente para continuar con la misión olfativa. Para quienes sufrimos la condena del síndrome del recuerdo nostálgico, ensayos como el de André Aciman son un abrazo al corazón: textos que convierten la ausencia del tiempo pasado en una pulsión creativa.

***

Pienso en la mujer que fui aquel verano en que llegué a Nueva York y me invade una ternura inmensa. Atravesar esa temporada fue definitivamente un reto enorme en mi vida, las personas que estuvieron cerca de mí lo saben. Aún tengo muchas cosas que aprender y me he tropezado varias veces en el camino, pero confío en que mi capacidad para atravesar la oscuridad es infinita.

Siempre he pensado que escribir es una forma de hacer las paces con nosotrxs mismxs. Si no vivimos, nos equivocamos y cambiamos; no tenemos de qué escribir. Así como si no quitamos las ramas que cubren el corazón, no hay espacio para que florezcan emociones nuevas.

Una nostalgia cálida me tiñe al escribir las últimas palabras de este ensayo que solo pudo gestarse gracias al paso del tiempo. Es domingo de Pascua por la noche. La primavera se empieza a manifestar lentamente después de un invierno largo y sumamente arduo. En agosto cumpliré dos años en esta hermosa y compleja ciudad. Pienso, una vez más, en aquella mujer que fui al llegar a Nueva York. Hay pocas certezas en mi vida, pero algo que puedo afirmar sin titubeos es que, aquel verano, el Febreze de lavanda me salvó la vida.

  1. Para leer el poema completo: https://poesia.uc.edu.ve/herberto-helder/
  2. Este es un pequeño corte comercial para hacerle una mención honorífica a Sebastián, mi amigo del alma, quien me regala las mejores referencias literarias y fílmicas. Leila y Helder no habitarían el espacio de este ensayo si no fuera por él.