Los días y las horas adentro
Sé que es lunes porque la obra del edificio en construcción frente a mi casa, después de dos días de silencio, reanudó su actividad, los taladros chirriantes y martilleos de siempre; labor que ha perdurado a pesar de la contingencia sanitaria y los avisos de las autoridades.
Últimamente, me cuesta saber qué día es. Sé que mientras escribo esto, es lunes, porque mi clase de portugués recién terminó mediante una video llamada de WhatsApp con mi profesora particular, a quien regularmente veía en un café cada semana; ahora solo tengo clases virtuales y ejercicios que le mando por correo.
Eliseo Diego diría que: “La eternidad por fin comienza un lunes / y el día siguiente apenas tiene nombre”, si pudiera preguntarle qué día es hoy. Y que eso, lejos de animarme, me pondría triste porque el verso siguiente es aún más lapidario, oscuro, razón suficiente para abstenerme de una consulta al poema.
Y si consultase los números para tener una certeza de mi encierro, me dirían que llevo una treintena de días adentro, con un par de escapadas al supermercado para reabastecer la casa de despensa y provisiones que, por supuesto, incluyen cerveza y comida para perro. Solo un par de días hemos salido. Al hacer una resta, el resultado fue de 28 días en cuarentena. Decir que ese periodo ha sido extraño, es poco y sería incluso una reiteración. Sin embargo, lo ha sido. Y aun así, resulta ridículo compadecerse de uno mismo si consideramos otros encierros para salvar la vida.
Confinamientos como el que vivió Ana Frank durante 1942 y 1944 en el refugio dispuesto por su padre para esconderse de los Nazis durante la Segunda Guerra Mundial; en esa condición y durante días enteros, la familia de la protagonista permaneció inmóvil, silenciosa, aterrada por la latente posibilidad de ser descubiertos y llevados a los campos de concentración, donde el Tercer Reich exterminaba a los judíos.
Ante la anécdota de esa reclusión, esta pérdida de la rutina entre la oficina, los trámites, las filas en los bancos y las citas que se quedaron ahí, suspendidas, parece un juego de niños, algo menor. Estamos adentro con un aislamiento que amaina con maratones de Netflix, salidas al balcón para oír las ambulancias pasando por la avenida, fiestas por Zoom con los amigos escritores y transmisiones por Facebook Live.
Estamos adentro, es cierto, pero con la posibilidad de escuchar música y beber cerveza mientras trabajamos en lo que aún se puede. Esto no es una guerra y afortunadamente no estamos cerca. No somos Ana Frank, nuestro perímetro parece más generoso y alegre, si consideramos que afuera los coches siguen pasando y aún tenemos Wifi, aunque quizá el miedo y la incertidumbre de nuestro futuro nos hacen carne del mismo cuerpo.
Sobre nuestras cabezas no llueven bombas, como caían sobre Ámsterdam en 1944 mientras los Frank vivían sus horas más oscuras; pero a veces, también a nosotros nos bombardean con otro tipo de explosivos que se manifiestan a través de las fakenews que la tía más escandalosa comparte por Facebook o WhatApp bajo la consigna de la prevención, pero logra lo contrario: infecta, contagia, persigue. Nos impacta.
Y entonces queda aparentemente poco por hacer, porque no hay peor batalla que aquella contra algo intangible; eso que no se sabe, pero que se siente en el pecho, presionando por las noches, quiero decir: la ansiedad y muchas veces, la impotencia.
En estos 28 días, las cifras también son un ancla en el paso del tiempo, un reloj que nos marca con otro tipo de minutos. El mundo se contagia de Covid-19 y de miedo, de incertidumbre, paranoia, amargura. Y eso me asusta lo mismo, quizá más, que oír la palabra “pandemia” en las noticias.
Quiero decir, me atemorizan sus palabras anunciando el fin; diciendo que el virus es un castigo divino, una advertencia de Dios o un plan maligno de los iluminati para cambiar el orden económico del mundo. Sus palabras caen en la poca calma que logro reunir al ver el calendario en mi teléfono y corroborar que hoy es lunes, que no pasa nada interesante allá afuera de lo que me esté perdiendo. Resisto arbitraria, como dice la periodista Leila Guerreiro y me aferro a “soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada”, aunque mis proyectos de escritura estén marchando a cuenta gotas, pues cuentan que en 1606, durante la cuarentena que provocó la peste, Shakespeare escribió El Rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra, y yo solo he podido leer la primera parte de Suave es la noche, y he escrito tres o cuatro versos decentes o que al menos me gustan.
Estos días adentro, respirar tranquilamente ya en sí me parece una tarea, una afrenta importantísima en contra del miedo. Dormir sin tener pesadillas, tener apetito, bañarse y cambiarse de ropa, usar sostén, como para encima tener que soportar pensamientos erráticos ajenos o la presión de aquellos que llaman a intentar escribir grandes obras como si este encierro fuera un retiro de escritura.
En mis redes sociales están dejando de caber los amargados, los pesimistas, los negativos. Me declaro incompetente para soportarlos. Por salud mental, he silenciado a todos y todas aquellas que comparten noticias falsas, amarillistas. He mandado callar a los que socarronamente nos critican por hacer videítos leyendo poemas, por descargar tiktok, por transmitir en YouTube, por tener un poco de fe.
Me refugio en las cosas chiquitas. En mis pequeñas certezas: hoy es lunes. Afuera los obreros siguen trabajando.
Acaricio al perro que me viene a pedir que me acueste con él. Que deje de escribir esto.
Me dejo contagiar por su ternura, por las cosas simples, por los días adentro.
Con frecuencia me pregunto si saldré y esos mismos silenciados y silenciadas en mis redes sociales lo estarán en la vida apenas vuelva todo a la normalidad.
Quiero pensar que sí.
Que como dice Machado: “Hoy es siempre todavía”.