La era del SIDA: entre el acceso a la salud y la discriminación
El pasado 14 de mayo Mike Ryan, director de Emergencias Sanitarias de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaró que el nuevo coronavirus Sars-CoV-2, causante del COVID-19, tiene el potencial de convertirse en un virus endémico y “no irse nunca”, como sucedió con el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), el cual provoca el cuadro de infecciones oportunistas denominado Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).
“Es importante poner este asunto encima de la mesa: (el COVID-19) podría convertirse en otro virus endémico de nuestras comunidades, y estos virus pueden no irse nunca. Creo que es importante que seamos realistas y no me parece que nadie pueda predecir cuándo desaparecerá la enfermedad”, declaró el epidemiólogo irlandés.
De acuerdo con los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos, endémico significa la constante presencia y/o habitual prevalencia de una enfermedad o un agente infeccioso en una población de un área geográfica. Es decir, se trata de enfermedades endémicas presentes de manera permanente en estas zonas, con las que se debe convivir y que son, en ciertos casos, incurables.
A 39 años del inicio de la era del SIDA, inaugurada el 5 de junio de 1981, Ryan planteó que tendremos una relación similar con el COVID-19 al exponer que estos virus no desaparecen, pero “hemos encontrado la forma de convivir” con ellos.
“Encontramos tratamientos y métodos de prevención y las personas no se sienten asustadas como se sentían en un principio y podemos garantizar la vida de quienes conviven con el virus”, comentó.
El origen de una pandemia
De acuerdo con la OMS, el SIDA pudo originarse en África. La teoría más reconocida sostiene que derivó del llamado “virus de inmunodeficiencia en simios” (SIV, por sus siglas en inglés) que provoca síntomas similares al SIDA en otros primates. Un estudio publicado por la revista Science en 2014 apunta que el virus se transmitiría a los seres humanos por primera vez en 1920, en el centro del territorio.
Sin embargo, fue hasta la década de los ochenta cuando, en el sur de California y Nueva York, se analizaron los primeros pacientes enfermos de Sarcoma de Kaposi y neumonía por Pneumocystis carinii, cuya aparición conjunta detonó el interés de los científicos. Desde el comienzo, el caso incluyó juicios parciales y discriminatorios: Gay-related immune deficiency (Inmunodeficiencia asociada a la homosexualidad) fue una de las denominaciones que se consideró. Popularmente, la prensa bautizó a la enfermedad como la “peste rosa”, atribuyendo su origen a los homosexuales y en referencia al color de las manchas que aparecían en la piel.
Los científicos tardaron poco en identificar que la transmisión también sucedía entre usuarios de drogas y durante las transfusiones sanguíneas; asimismo entre haitianos y heterosexuales del África Subsahariana, donde hasta la fecha enfrentan una de las mayores crisis de salud. La denominación final fue Acquired Immune Deficiency (Síndrome de inmunodeficiencia adquirida), registrada oficialmente en 1982.
Actualmente, de acuerdo con la ONU-SIDA, que recopila datos de 2019 y 2018 en su último informe sobre el virus, hay 37.9 millones de personas con VIH en el mundo. En los últimos meses del 2018, fallecieron 770 mil personas a causa de enfermedades relacionadas con el SIDA. En tanto, al final de junio del año pasado, 24.5 millones de pacientes tenían acceso a la terapia antirretrovírica. Desde el inicio de la epidemia hasta el cierre de 2018, se registraron 79.9 millones casos de VIH, mientras que, en el mismo periodo, el número de muertes ascendió a 32 millones.
Sobre el tratamiento, al cual tienen acceso más de 24 millones de pacientes, se le denomina antirretroviral (TAR). El TAR es una combinación de medicamentos contra el VIH que se consumen diariamente y cuyo fin es reducir la carga viral de una persona a un nivel indetectable. Cabe recordar que la enfermedad destruye las células CD4 del sistema inmunitario que combaten las infecciones, lo que dificulta al cuerpo combatirlas junto con ciertos tipos de cáncer relacionados con el VIH.
Así, la función de los medicamentos es evitar que el virus se replique y reducir su concentración en el cuerpo. Con una menor acumulación, el sistema inmunitario tiene más posibilidad de recuperarse y de producir más linfocitos CD4 para reforzar al sistema inmune.
De esta manera, en caso de tener un tratamiento con resultados positivos, la aglomeración del VIH en la sangre es demasiado baja para detectarla con la prueba de la carga viral. Las personas seropositivas que mantienen una carga viral indetectable “realmente no presentan riesgo de transmitir la infección por el VIH a sus parejas seronegativas durante las relaciones sexuales”, aclara InfoSida.
Según un estudio publicado el 10 de marzo de 2020 en la revista médica The Lancet HIV, el venezolano Adam Castillejo es la segunda persona en curarse de la enfermedad tras permanecer más de dos años sin el virus activo. Como parte del tratamiento, Castillejo se sometió a un trasplante de células madre; su donante portaba una mutación clasificada como CCR5-delta32, que lo habría hecho resistente al VIH. La primera persona en tomar este tratamiento fue Timothy Rain, con la diferencia de que él se sometió a varios trasplantes de células madre.
“Nuestros hallazgos muestran que el éxito del trasplante de células madre como una cura para el VIH, reportado por primera vez hace nueve años en el paciente Berlín (Timothy Rain), puede ser replicado”, informó Ravindra Gupta, el autor principal de la investigación.
“Es importante tener en cuenta que este tratamiento curativo es de alto riesgo y solo se utiliza como último recurso para pacientes con VIH que también tienen neoplasias hematológicas, potencialmente mortales. Por lo tanto, este no es un tratamiento que se ofrecería ampliamente a los pacientes con VIH que reciben un tratamiento antirretroviral exitoso”, agregó.
El Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH y el SIDA (Censida) señala que en México se han notificado un total de 210 mil 931 casos de VIH y SIDA entre 1983 y el 2019. Los estados con la mayor tasa de casos nuevos son: Campeche, Quintana Roo y Yucatán. De acuerdo con el último informe, uno de cada tres pacientes seropositivos no sabe que está infectado.
El SIDA en Yucatán
Más de 30 años después de la primera muerte por SIDA registrada en el estado de Yucatán, el activista Carlos Méndez Benavides, de sesenta años, está sentado en la cocina del albergue Oasis San Juan de Dios, ubicado en el municipio de Conkal, el cual atiende bajo su dirección a los portadores de VIH y SIDA provenientes de los 106 municipios del estado.
Carlos Méndez es un hombre rollizo, canoso, alto en relación con la estatura promedio de los yucatecos. Usa una playera polo roja, y una cruz católica gigantesca cuelga de su cuello coriáceo. La cocina huele a medicamentos. Al fondo del pasillo una gata reposa dentro de un huacal con sus crías pegadas al vientre. Tres niñas la observan y le ofrecen alimento. El sitio, pese a todo, rezuma vida.
“Hubo navidades donde no teníamos abasto. Estábamos en la cena de navidad y teníamos gente recién fallecida en cada uno de los cuartos. Cinco, siete, varios. Las familias celebrando navidad y velando sus pérdidas. Lloraban, luego pasaban a cenar. Llegamos a registrar siete muertos por mes a finales de los años noventa”, cuenta cálido, acostumbrado a los temas que conciernen a la tristeza y el olvido.
Ante un repunte en los índices de personas infectadas de VIH en Yucatán, que ha alcanzado el tercer lugar por nuevos contagios a nivel nacional, el testimonio de Carlos Méndez habla sobre un problema de salud que vislumbraban desde hace veinte años activistas y organizaciones no gubernamentales, y que fue ignorado sistemáticamente por las autoridades.
Él, vinculado con activismo a nivel internacional y con médicos especialistas de la OMS, señala que los nuevos casos registrados (poco más de 400, según el último informe de la Secretaría de Salud del estado de Yucatán, publicado en 2019) son falsos. Sostiene que, de acuerdo con la curva epidemiológica y considerando los contagios no registrados —pues hasta la fecha los archivos clínicos se manejan por entidades federativas y no existe una base de datos general y digital—, la cantidad debe ser entre cuatro y cinco veces mayor. Estima que actualmente hay por lo menos 40 mil casos de VIH en el estado, lo que contrasta con los apenas 2 mil reconocidos oficialmente.
La historia de Carlos Méndez podría vincularse a Salón de belleza (Tusquets Editores, 1999), de Mario Bellatín. Catalogada como una de las mejores cien novelas en español, el libro narra el declive del personaje principal, quien trabaja en un salón de belleza donde, tras una serie de sucesos trágicos, termina volviéndose un “moridero”, es decir, una especie de albergue para las personas en fase terminal por el SIDA. Las únicas condiciones del personaje para recibir a los pacientes es que sean hombres y estén a punto de morir.
En la novela, el virus nunca fue nombrado; aunque las descripciones de los síntomas (las manchas en la piel, la pérdida del sistema inmune, así como la transmisión por vía sexual) delatan al SIDA como el causante. “No sé dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido es tratar de apartarlo a cualquier precio de las garras de la muerte”,1 sentencia el narrador.
En ese sentido, y como parte de un largo anecdotario de historias de discriminación, Carlos Méndez cuenta el caso del residente keken (palabra maya que significa cerdo). En 1991 recibió una llamada. Escuchó que una familia de la comisaría de Sitpach encadenó a uno de sus hijos a un gallinero. El sujeto comió —durante un año completo— desde un bote plástico en el que se guardaría un litro de yogurth. Con ese mismo recipiente recogía agua de lluvia para bañarse. Ninguno supo, en primera instancia, si podía responder en español.
Carlos Méndez exigió a la familia que lo soltaran. “Sí”, contestó su madre, “pero le va a costar 200 pesos”. Entre lágrimas, Méndez pagó.
El sujeto, identificado como Gerardo Chan, se infectó en su primera relación sexual, a los 17 años. Tras vivir en condiciones inhumanas, se expresaba como un animal, se asumía como uno. Según el activista, repetía constantemente: “Soy un keken, soy un keken, me lo merezco. Dice mi mamá que me lo merezco”. Pasaron meses. En el albergue, a la hora de la comida, Carlos salía a buscarlo al interior de los gallineros donde el hombre insistía en comer directo de la tierra, casi desnudo y con las manos. Gracias a las terapias especializadas, tomó conciencia de las vejaciones que vivió y, luego de una serie de depresiones, tratamientos con retrovirales e intentos de suicidio, salió adelante. Se enamoró e independizó, agradeció a Don Carlos -a quien los niños que viven allí llaman “Papá Carlos”- y abandonó el albergue.
Como escribió Susan Sontag en El SIDA y sus metáforas (1996), la interpretación de la civilización y la medicina sobre la enfermedad ocurre desde un plano metafórico, casi siempre bajo la retórica militar y con el fin de incentivar su erradicación. El virus como el enemigo, como un invasor sacado de la ciencia ficción. Este método de interpretación nos ha obligado a considerar a los enfermos de SIDA como “enemigos” de la salud pública, desde una mirada conservadora, y retomando la crítica de Sontag: gente infectada; cuya condición inmunológica es culpa de su propio libertinaje sexual.
Otro registro literario es Loco afán. Crónicas de Sidario (LOM Ediciones, 1996), en donde el chileno Pedro Lemebel (1950-2015) aborda la mística y la proliferación del SIDA en los años ochenta. Los homosexuales de los arrabales de Santiago salían a las calles transitadas en busca de encuentros que al paso de los años se volvieron una ruleta rusa. Lemebel narra, bajo la cadencia que lo caracterizó, los casos de personas cercanas que fallecieron por la enfermedad y, a su vez, aborda las incongruencias que proliferaron en la cultura machista chilena.
El escritor además fue un destacado activista sobre el tema. En una fotografía icónica, tomada en 1994, aparece en la marcha del orgullo gay en la Ciudad de Nueva York. Viste una corona de jeringas en la cabeza y levanta un letrero que reza: “Chile returns AIDS (Chile devuelve el SIDA)”.
En la crónica La Regine de aluminios el mono, el otrora integrante de Las Yeguas del Apocalipsis narra la historia de un grupo de “milicos” que frecuentaba un centro de prostitución de travestis; una parte de ellos se infecta de VIH y, como es de suponerse, contagia a sus parejas heterosexuales. Sin embargo, pese a la enfermedad, un soldado se enamora de La Regine, la protagonista de la historia, la prostituta más solicitada y maternal, y permanece con ella hasta que fallece por las infecciones oportunistas. En otras, como en La Muerte de Madonna, el cronista refiere que para los travestis de la época el VIH-SIDA representó una suerte de mística por el acercamiento a la muerte. El propio Lemebel, cuando describe a La Madona, de origen Mapuche, habla de una suerte de belleza e, incluso, una capacidad paranormal de videncia en su cuerpo apergaminado y enjuto.
El acoso contra la infancia
Los niños que viven en el albergue lo apodaron “papá Carlos” como una forma de reponer la ausencia paternal. Pero uno de esos niños, -”los hijos del bicho (bicho/SIDA)”, como los llamó el conductor del transporte público— ya no está aquí. Se fue hace dos años a Morelia.
El chico, originario del centro del país, era hijo de un policía de la extinta Procuraduría General de la República (PGR). El hombre, dice Carlos Méndez, trabajaba para un grupo de choque, un comando policial cuyo fin era entrar por la fuerza a casas de seguridad, asesinar a las personas en el interior, robar los objetos de valor y salir previo al peritaje.
Por lo tanto, a su llegada, el hombre tenía un reloj de oro, una cadena costosa en el cuello, y vestía una última muda de ropa de marca.
“El hombre y su esposa contrajeron la enfermedad. Al paso de los años, el estado de salud de la pareja se deterioró y circularon por otros estados del país, haciendo trabajos pequeños en tiendas, en construcciones; ocultaban su identidad”, cuenta.
Terminaron en el albergue Oasis San Juan de Dios. El hombre falleció a los pocos meses. En pésimo estado, ofreció la cadena y el reloj a Carlos. Sucedió lo mismo con la mujer y ella también trató de pagar con los objetos, como una retribución mínima por proteger a su hijo.
Huérfano, el niño fue criado por el activista. Como otros infantes en esa situación, lo inscribieron en la primaria del municipio de Conkal. Pero dada la ignorancia, los estigmas perpetrados por un sistema de salud precario, su educación se truncó por el acoso.
Carlos cuenta que el hijo del alcalde, un chico de ocho años que estudiaba con el menor, le dijo en un arranque de superioridad: “Eres como la mierda de caballo. ¿Sabes por qué? Porque, aunque te limpies, aunque te echen cloro, siempre olerás a mierda”.
El niño se encerró un día completo. Por la noche, luego de percatarse, Carlos Méndez intentó abrir su puerta a la fuerza. No pudo. Uno de los residentes, un expandillero en las etapas finales de la infección, con un tatuaje de la Sur 13 entre los omóplatos, logró abrir la puerta. Adentro el niño se había defecado encima; con sus propias heces escribió en la pared: “Soy como la mierda del caballo”. La sensación de sentirse como animales. La intolerancia como una pared que cae y aplasta cualquier resquicio de dignidad. Al final fue adoptado por una tía, quien se lo llevó a Morelia.