Tierra Adentro
Fotografía por Miko

La noche de los conjurados
todos los bailarines comprendimos el día y la hora
ya que el por qué estaba de sobra justificado
en la inmensa cuantía del sufrimiento humano.

Leopoldo María Panero

 

No podía creer que la publicidad estuviera a la vista de cualquier alma inocente. No me dejé seducir por su Freddie Mercury cadavérico, como si lo acabaran de extraer de su sepulcro para modelar ante el diseñador. Supuse que en el fondo ocurriría un acto pagano, olvidado por nuestra sociedad.

¿Quiénes eran los chavo rukos? ¿Cuáles eran los territorios y rituales de esta tribu? ¿Por qué nadie sospechaba que se estuviera organizando un Chavo Rukos Fest? Dichas preguntas asaltaban mi mente cuando me acercaba, en metro, a aquella ceremonia nocturna; y esto gracias a las redes sociales, donde averigüé que los chavo rukos era peligrosos para los jóvenes. Pero, déjenme decirles, la información era superficial y podía resumirse en que son adultos que se camuflan entre nuestra generación flamante para pertenecer a la atmósfera de la juventud y, así, negar su decadencia.

¿Acaso soy el único que piensa que este es el disfraz perfecto para cometer un acto ominoso? Quería preguntarles a los viajeros del vagón. ¿Este asunto no tiene algo antinatural? Sentía que mi responsabilidad era averiguarlo.

Me encontré con una hilera de feligreses que esperaban su turno para entrar. El santuario estaba decorado con unas telarañas blancas que, sobre la fachada del edificio, parecían jaulas de concreto para un felino colosal que, en cualquier instante, saldría para descuartizarme con sus garras y dientes afilados; aun así, mantuve la compostura y me quedé en mi lugar, observando a las personas impacientes. La mayoría iban vestidos como si acudieran a una fiesta común, no reconocía en ellos la vestimenta de un clan.

Entrada al santuario. Víctor del Valle

Fotografía por Miko

 

En un sujeto vi un pendiente, una chamarra de cuero y un par de lentes oscuros, al grado de que casi parecía la definición de lo que hallé en línea; mas no lo volví a encontrar durante la fiesta. A lo mejor entendió la magnitud de lo que se avecinaba. A un costado de la fila, caminando como sacerdotes atentos a su congregación, iba alguien disfrazado de Darth Vader, seguido por un trío de stormtroopers, y, detrás de ellos, dos hombres, uno caracterizado como Slash; el otro, como Freddie Mercury. Los asistentes se acercaban a ellos para tomarse una fotografía. ¿Por qué querían guardar un recuerdo de esa noche? Es algo que aún se me escapa.

Finalmente entramos. A lo largo del techo, había cobertores color plata, como la decoración de una boda o de unos quince años, trampas para despistar; en el centro se extendía un gran cubo Rubik con el que también, hordas de engañados, llegaban a tomarse fotografías antes de pasar a sentarse en las mesas. Al fondo, junto a los baños, montaron una carpa que vendía alcohol y golosinas. Al costado izquierdo, un escenario sin instrumentos ni bocinas. ¿Acaso el ritual no conllevaría música? Luego observé que, a un lado de la entrada principal, se encontraba otro clérigo con una consola para reproducir discos de acetato.

Fueron inteligentes, he de reconocer, y fingieron desorganización. El tipo disfrazado de Freddie Mercury corría a todos lados hablando con el staff. ¿A quién querían engañar con eso?, me pregunté y descubrí que la gente empezó una fila para comprar sus bebidas, discutían entre ellos. La falta de sentido común: ¿por qué algunos no alcanzaron mesa?, ¿por qué no encontraban un modo más eficaz de distribuir las botellas? Los escuché con piedad. Deambulaba a su alrededor mientras oía sus charlas sobre sus trabajos; se quejaban de sus compañeros o de su familia. Yo solo pensaba en un grupo de becerros a lo largo del corral, ignorando el camión que llega por ellos para llevarlos al matadero.

En la antesala del rito. Víctor del Valle.

Fotografía por Miko

Salí un momento del salón y caminé por los alrededores porque quería aire fresco. Continuaba sin encontrar un patrón entre los asistentes: así como había jóvenes vestidos para asistir al templo nocturno de su elección, había cincuentones que tomaban asiento en alguna mesa para mirar a los bailarines. ¿Para qué se arriesgan? Me hubiera gustado reclamarles a gritos. No podía averiguar nada con solo mirarlos. Entonces, ¿estos serían los organizadores? Nada en la fiesta cumplía mis expectativas para desentrañar su misterio.

Al regresar, el rito ya había iniciado. Algunas personas bailaban en la pista. Unos lucían inspirados, otros siguieron la inercia. Pero hubo alguien que se volvió mi objeto de estudio: un hombre delgado, con camisa fajada, que no se sentaba cuando terminaban las canciones: danzó al ritmo de Guns N’ Roses, a Madonna, cánticos ancestrales que hablaban de una vida y un apareamiento que ya no era parte de nuestro mundo. Entonces, él estaba en comunicación con su dios. Entendí que era el sumo sacerdote, camuflado como un feligrés cualquiera y que fue el primero en bailar. Ahora conducía al rebaño hacia el barranco.

El sacerdote. Víctor del Valle.

Fotografía por Miko.

En un momento se detuvo el carnaval. El hombre no se sentó, sino que caminó hacia la salida, quizá para hablar con las manos que jugaban con nuestra existencia. Ahí me acerqué con el pretexto de que quería entrevistarlo y, al principio, el hombre desconfió de mí, mas aceptó hablar.

Saqué la grabadora y le pregunté por qué había ido a aquel evento.

–Mi nombre es Agustín. Vine porque esa fue mi década. Yo he tenido una vida difícil y me casé muy chavo, me perdí todo lo bueno. Ahora estoy recuperando el momento, lo vivo y lo disfruto. Yo bailo las canciones, te las puedo nombrar todas. Me dejo ir, mi espíritu es aventurero.

Antes de marcharse, sonrió. Me ocultaba algo. Así que comencé a explorar el sitio para acercarme a los demás. Por la tornamesa me dirigí hacia unas señoras con enormes lentes de plástico, rosas o amarillos, y faldas de encaje con medias; les pregunté, poniendo cara de niño bien portado, por qué decidieron acudir.

–Porque nos agrada la música de los noventa y la de los ochenta: Madona y la música energy, el pop, el rock. Las canciones como “La cita” de Polymarchs, las de Flans, lo que era el rock en español. El evento nos gustó, pese a las fallas en la organización. Esperemos que a la próxima se mejore. Ojalá que se repita.

Continué entrevistando gente porque nada de lo que respondían me era útil. Otra mujer, llamada Lourdes, me dijo:

–Decidí venir porque ponen música de mi época. Me gustan las canciones de Madonna, electrónica, dance. Es parecido a aquel entonces, cuando las fiestas podían ser en alguna casa o en alguna calle, de vez en cuando en algún salón. Me traslado a ese lugar, todavía me siento de veinte, diecisiete años.

En ese momento entendí que estaba condenado. El ritual de los chavo rukos consistía en retroceder el tiempo a una edad en que sus ocupaciones eran un futuro lejano y ni las arrugas ni las deudas se acumulaban fatalmente.

La noche de los chavo rukos hacía que el santuario, como una gran máquina del tiempo confeccionada con concreto (¡eso era la telaraña exterior!), regresara los asistentes a cuando idolatraban a estos íconos desde las revistas de espectáculos, cuando pasaban infinitas tardes de juventud creyendo que esa música sería, por la eternidad, el presente. Se trasportaban a aquella fiesta en la que conocieron a su pareja, a la última salida nocturna con los amigos que no volvieron a ver, a esa tarde en que desconocían que, a ellos también, la vida no iba a perdonarles su voluntad de continuar. Por eso acudían a aquel templo: para cantar sus himnos como la primera vez que lo hicieron. Y, maldita curiosidad que me arrastró a esta trampa de la que no hay escape.

De pronto ocurrió lo indescriptible. Todas las luces se apagaron y descubrí que el escenario, que otrora encontré inservible, se iluminaba. En ese momento salió Cindy Lauper de la parte trasera de una mampara. Ahogué un grito. ¿Cantaba a destiempo o era mi imaginación? No encontraba en donde esconderme. Eran los dioses de la noche de los chavo rukos, y venían para destruir a los infieles; llegó el momento en que tendríamos que besar la pezuña de la cabra que dirige los percances del mundo, a quienes sus adeptos invocaban con sus danzas del recuerdo. Cindy Lauper desapareció y luego Billie Idol apareció, cantaba sobre los ojos sin rostro: lucía un poco más gordo, hasta los demonios sufren el paso del tiempo. Si ellos no se salvan, ¿cómo podría yo?

Las deidades de la noche. Víctor del Valle.

Fotografía por Miko.

Me acurruqué en un rincón esperando que el festejo acabara, que corriera toda la sangre menos la mía. Y en ese instante percibí un un ritmo elíptico, las olas de bajo que marcaban el paso lunar del líder de aquellos seres del averno. Me tapé los oídos, desesperado. Debía aislarme del agudo grito de guerra que lanza el demonio de los guantes blancos, el rey y señor de esa noche, o yo tampoco querría regresar.


Autores
Sergio Ceyca (Culiacán, 1990) ha publicado la novela No tendrás perdón (ISIC, 2018) y el libro de cuentos Magia moribunda (Ediciones del Olvido, 2021). Estudió leyes en la Universidad Autónoma de Sinaloa y se ha desempeñado como reportero en diversos medios electrónicos. Participó en el primer Curso-taller para jóvenes creadores de la Fundación para las Letras Mexicanas, con sede en Xalapa; y ha sido beneficiario del Programa de Estímulos para la Creación y el Desarrollo Artístico de Sinaloa durante 2018, así como de la beca de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en el periodo 2019-2020.

Ilustrador
Miko
(1993,CDMX) Artista visual multidisciplinario. Su obra es muy variada en temas y materiales, como podemos apreciar en sus cuentas de Instagram, en las cuales se observa el uso de: fotografía análoga y digital, dibujo con distintos materiales, dibujo digital, tatuaje, modelado con cerámica y otras pastas, diversas instalaciones, atrapasueños, y readymades. @fuego.secreto @666perritos @900_099
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Fotografía cortesía de la autora
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