Tierra Adentro

La cuarentena nos ha obligado a valorar  nuestra relación con el espacio que habitamos y los objetos que nos rodean. Si bien los hogares eran un lugar de privacidad máxima, ahora surgió la necesidad de comprenderlos como algo nuevo. Una mezcla entre el ocio y el trabajo, la pasión y la mesura, todo en búsqueda de una sustitución temporal de lo que el exterior nos aportaba. Tras dos meses en el encierro, es imposible ignorar que la soledad siempre ha sido relativa. Solo toma un segundo en ocio para percatarse de cómo nos acompañan los objetos que nos caracterizan, que nos proporcionan una identidad compartiendo una pizca de la suya.

Los retratos de Irving Cabello cuentan historias silenciosas que se desarrollaron en las casas de quienes aguardan el final de la pandemia. Y, como son relatos, solamente se pueden transmitir a través de las emociones que evocan. Sin embargo, detrás del escondite característico de la cuarentena: la mascarilla, perdimos los signos que pueden ser expresados por medio de una sonrisa, una contracción de la mandíbula o un sutil movimiento lateral de los labios.

Salir a la calle es igual a extraviar la identidad más básica con la que nos relacionamos en el mundo: el rostro. De esta manera, las fotografías no hablan a través de los gestos. Los retratos, irónicamente, ignoran un poco al sujeto, pues deben ser comprendidos en correspondencia con los objetos que escogieron.

Entre la persona y su posesión se construyen las historias que nos han surgido en la pandemia. ¿Qué dice de ti el libro que aún no terminas y no piensas retomar?, ¿qué contarán los controles que usas día y noche para matar el ocio?, ¿una radiografía que te hiciste al poco tiempo de encerrarte?, ¿una cámara que acumulaba polvo como adorno y ahora conmemora los momentos más significativos de tu cotidianidad? Tal vez, la cuarentena reveló que, en el fondo, no somos lo que presentamos al exterior sino lo que nos rodea en privado.

Tal y como las fotografías sugieren, por lo tanto, los objetos decidieron contar su breve relación con su sujeto.

Una pluma comienza a dudar si la línea vale la pena ser pintada. Su sentido de deber flaquea frente a la decisión de la mano de declararle la guerra. Se calientan la punta y la tinta, pero su molestia toma forma en un frío antipático que detiene el trazo, profundizando la discordia en el hogar. La lección está dicha: “No es cuando tú quieras”. La ofensa ante el olvido volcado en atención súbita es una herida profunda para ella, y debe haber un tipo de represalia. Se cobran impuestos codiciosos porque alguien no la valoró cuando existían opciones.

La radiografía acostada sobre la mesa quiere atención. Se regodea en ella como Narciso frente al agua, y como él, tiene un orgullo indomable. “Psst, ey, ¡ey! ¡Aquí estoy! ¡Ven a verme otra vez!” Grito tras grito, eventualmente lo logra. Se eleva de la mesa, y siente un soplo de aire en el costado que premia con una imagen nítida de la impresión. No muestra nada nuevo, lo sabe, pero es irrelevante: “Hacer favores nunca estuvo en mis planes, ¿sí?”, pregunta, encantada. Representar la salud de un individuo en medio de una pandemia que ha contagiado a más de 8 millones de personas, la hace sudar de emoción. La radiografía contenta frente al individuo confundido.

Despiertan con un golpe y se dan cuenta que es hora de otro ensayo. Unas baquetas viejas cumplen con su tarea a regañadientes. Los platillos y la tarola saludan efusivamente, no reciben respuesta. “La peor parte”, grita una de ellas al golpear el tom de suelo, “es que llega de la nada, ni calienta y cree que así vamos a responder bien”. La otra, estoica, solo contesta “al menos es un ritmo nuevo”.  Después de diez minutos regresan al reposo, y se preguntan qué haría su dueño si al menos no pudiera entretenerse con ellas. Entre la constancia y el olvido queda disciplina; la forma por excelencia para superar cualquier peligro.

De la misma manera que las baquetas, la pluma, la radiografía, la cámara o una botella de alcohol quieren contar cómo se relacionan con su entorno y las personas con las que comparten su espacio, es válido intentar escuchar. Las historias de la cuarentena de Irving Cabello no pueden limitarse a ser vistas, sino que formulan una invitación para el —posiblemente—, último trecho de este encierro. Debemos voltear a ver nuestra cotidianidad en exclusión con el mismo asombro que tenemos por el mundo inaccesible. Relatar y percibir las historias que narran en silencio los objetos, pues hablan de sí mismos, pero más de nosotros.

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