Tierra Adentro
Zócalo de la CDMX en la Celebración de Muertos 2017. Fotografía de Milton Martínez/ Secretaría de Cultura CDMX. CC BY-SA 2.0
Zócalo de la CDMX en la Celebración de Muertos 2017. Fotografía de Milton Martínez/ Secretaría de Cultura CDMX. CC BY-SA 2.0

A menudo he caminado por las calles de nuestra capital y me he maravillado. Me he preguntado si su diseño y construcción responden a preceptos que desconozco; si acaso recorrerla es recorrer una historia viva; si alguno de esos intelectuales de antes se atrevió alguna vez a intentar ordenar su caos —tan solo un momento, tan solo en la mente— para estudiarlo y comprenderlo.

Y es que, con más de 21 millones de habitantes, la zona metropolitana del Valle de México es la aglomeración urbana más grande de América y la quinta más poblada del mundo. Se trata del núcleo urbano más grande de nuestro país, con el 7.3% de la población nacional total. Estos datos, por sí mismos, nos hablan de la importancia de este sitio y su debido análisis. Si bien las estadísticas pueden ofrecernos información sobre su situación financiera, turística y empresarial, mi ensayo tiene un interés distinto: el aspecto social y cultural.

¿Por dónde comenzar? ¿Desde qué tipo de teoría podría acercarme? Según Exequiel Fontans, hay tres puntos fundamentales en los estudios sobre cultura en América Latina: el interés por lo popular y lo popular masivo; la preocupación por encontrar en el estudio de la cultura una vía para comprender las grandes lógicas de nuestra sociedad; y la interpretación de la identidad en el marco de la heterogeneidad. Pues bien, La ciudad letrada de Ángel Rama es una especie de premonición o predecesor del estudio del espacio en la literatura y se inscribe en los últimos dos puntos, aunque no ahonda en el primero. De hecho, en el ámbito de lo popular, la referencia por excelencia es la obra de Carlos Monsiváis. Por eso busco conjugar las propuestas de ambos autores y, así, ofrecer un panorama sociocultural de nuestra capital como “ciudad ordenada” y “ciudad del apocalipsis”, además de ilustrar la dicotomía de la “ciudad letrada” y la “cultura popular”. 

En primer lugar, para explicar los desafíos actuales de la metrópoli, tanto Rama como Monsiváis se remontan a la formación misma de las ciudades. “Instalada sobre la destrucción de un imperio”, escribe Monsiváis, “la Ciudad de México encontró en este hecho (un hacerse entre ruinas) su primera y última definición”. Estas son las palabras con las que abre su ensayo “México, ciudad del apocalipsis a plazos”, rastreando los orígenes de la configuración de la urbe hasta los horrores de la Conquista. Al igual que él, en La ciudad letrada, Ángel Rama parte del supuesto “descubrimiento” de América para explicar la formación de la ciudad americana como la primera realización material del sueño europeo de una nueva era. Es esto a lo que él llama “la ciudad barroca”.

Para explorar el concepto de la “ciudad barroca” que propone Rama, recordemos primero que los siglos XV y XVI se caracterizaron, entre otras cosas, por lo que el mismo autor llama una “transportación al universo de las formas”. La mención de las “formas” es importante, por un lado, por su connotación filosófica —es decir, su relación con el neoplatonismo como forma de pensamiento imperante en la época—; por otro lado, en su sentido literal —especialmente como una configuración externa, gráfica, material—. Resulta indispensable tener estas dos definiciones en mente para comprender la ciudad como una creación o construcción simbólica.

Cabe destacar que los conquistadores no reprodujeron el modelo de la metrópoli de la que provenían; su visión no respondía a los modelos reales y conocidos, sino a los modelos ideales y racionales del neoplatonismo. Tenían un proyecto utópico que solo se podía llevar a cabo en las tierras “vírgenes” del Nuevo Mundo: el espacio urbano como principio ordenador. Así pues, partir de un modelo ideal implicaba la preexistencia de la ciudad como una representación simbólica y racional, basada en palabras que se convertirían en normas y diagramas gráficos que delimitarían los estratos sociales. En otras palabras, la “ciudad ordenada” es una ciudad diseñada antes de su creación, desde el pensamiento, y con el expreso objetivo de acomodar al poder absoluto que la funda. De ahí que el eje de su diseño sea la subordinación de cualquier disciplina o sistema clasificatorio al “orden” (activamente desarrollado, en distintos momentos históricos, por la Iglesia, el Ejército y la Administración).

La razón ordenadora se manifiesta en la transposición de un orden social jerárquico en un orden distributivo geométrico. Por eso, tras un arduo proceso de edificación (basado en la clarificación, la racionalización y la sistematización), dice Rama que “no es la sociedad, sino su forma organizada, la que es transpuesta; y no la ciudad, sino su forma distributiva”. ¿Qué significa esto? Es el pensamiento hegemónico que heredamos como latinoamericanos (y, en nuestro caso, como mexicanos) lo que determina la distribución de nuestros espacios. Básicamente, la forma de la urbe es la forma de su población; las estructuras de ambas son equivalentes, “permitiendo que leamos la sociedad al leer el plano de una ciudad”.

Aunque usa otras palabras, Carlos Monsiváis concuerda con Ángel Rama en esto y, además, identifica las construcciones de nuestra capital como símbolos urbanos íntimamente relacionados con un discurso de poder. Monsiváis logra desentrañar el mensaje detrás de la decoración obligatoria de plazas y avenidas, con monumentos que divinizan a artistas, caudillos y mártires. También critica las “mansiones a modo de delirios aristocráticos”, así como las construcciones diseñadas para proclamar el vigor irrefutable del Estado y transmitirle un sentido de insignificancia a los paseantes, por el simple hecho de pertenecer a la ciudad sin prestigio. Ese es, precisamente, el mensaje de nuestro Zócalo: cada 15 de septiembre, sus edificios se cubren de decoraciones que recuerdan la gloria de una historia heroica, sagrada, mítica, pero que se siente falsa a la luz de las desigualdades sociales heredadas por la Colonia. Según Monsiváis, especialmente desde el Porfiriato, cada piedra del Centro Histórico anuncia el esplendor de un gobierno mudo, con los ojos demasiado elevados para voltear hacia “los Intrusos (los pobres, los miserables) cuya sola presencia afea y calumnia a la única zona del país capaz de librarse del primitivismo”. En su propio lenguaje arquitectónico, nuestra capital pretende ignorar, aislar —y, así, invisibilizar— la pobreza que aqueja a, aproximadamente, el 70% de sus habitantes. Insisto en que esto no es nada nuevo: Monsiváis asegura que los mismos conquistadores añadieron al paisaje americano “la munificencia de edificios que son apetito de grandeza, en medio de la así llamada barbarie”.

Partiendo de esta última cita, no debería sorprendernos que la aversión a la supuesta “barbarie” haya permeado la configuración de nuestra capital desde sus inicios. Tampoco está de más recordar que el mismo Domingo Faustino Sarmiento, en su famoso Facundo, presenta la ciudad como el único receptáculo posible de las fuentes culturales europeas —y, por ende, como el foco “civilizador”—. Sin embargo, si conjugamos las perspectivas de Rama y Monsiváis con respecto a la ciudad, queda claro que no hablamos de un proyecto equivalente a la civilización, sino de un poder perfecto que, inevitablemente, genera guetos bajo otros nombres: “ciudades perdidas”, “colonias populares” o “cinturones de miseria”, por la forma en que rodean las zonas más privilegiadas. 

¿Y por qué sucede esto? Ángel Rama apunta que el modelo urbano transpuesto en nuestro continente es específicamente circular, ya que sitúa al poder en el punto central y distribuye a su alrededor, en sucesivos círculos concéntricos, los demás estratos sociales. Monsiváis coincide con él y afirma que “el orgullo estético es argumento prescindible ante la mayor razón de ser de la ciudad: este es, y que a nadie se le olvide, el centro político, religioso y social, cultural, de un país donde la única justicia es la grandeza de su clase dirigente”. No obstante (y al contrario del proyecto utópico europeo), la clase dirigente está lejos de ser la única que habita la Ciudad de México; su organización centrífuga solo ha fomentado la migración masiva desde las afueras (lo cual abordaré a detalle más adelante).

Continuemos con el análisis del lenguaje simbólico de la ciudad. Otro punto en común es que tanto Rama como Monsiváis abordan los cambios traídos por la Modernidad en el siglo XIX. Sin embargo, sus enfoques son distintos. Por un lado, Monsiváis se concentra en el “afán” de imitar a otras naciones. Asegura que “el carácter de la ciudad depende de su capacidad para asimilar los modelos europeos”; “no importa cómo se vea, pero que se vea como de otro país”. Hace mucho que este aparente instinto de imitación se manifestó en los teatros y centros recreativos, en los mas prestigiosos espacios y medios de entretenimiento, en las zonas (y en el gusto mismo) de las clases altas. Efectivamente, el Progreso se asumió como un concepto puramente externo cuando se dejó de ensalzar la educación estética para dar paso a la fascinación por lo nuevo. Esto pronto trajo, como consecuencia, el arrasamiento ecológico, el desbordamiento urbano y tecnológico: el inicio de la crisis o, como dice Monsiváis, del “apocalipsis”.

Por otro lado, Ángel Rama se enfoca en una característica distinta —aunque igualmente importante— de “la ciudad modernizada”: la desaparición de la exclusividad eclesiástica de las letras y la consecuente incorporación de estas en los centros de poder económicos, políticos y académicos. Esto significa que, al —ya revisado— orden gráfico y espacial de la ciudad, se le agregó un nuevo orden social cuyos límites estaban definidos por el acceso a la educación y el manejo de la lengua. Este punto nos ayuda a transitar de la distribución de la urbe al estudio de su definición de “cultura”, estrechamente anclada en una cuestión lingüística. Hemos llegado, pues, a la segunda sección de nuestro análisis: la dicotomía de la “ciudad letrada” y la “cultura popular”, una brecha abierta gracias a la relación que se estableció entre el lenguaje y el privilegio, entre el habla y la cultura, entre la palabra y la propiedad. 

Antes de ahondar en este punto, debemos comprender cómo se originó. Regresemos en el tiempo. Recordemos que, para fijar el orden colonizador, fue necesario un grupo de intelectuales —conformado, en gran medida, por varios sectores eclesiásticos— que estuviera a cargo de producir y difundir su pensamiento jerárquico. Este grupo inició lo que Monsiváis llama “la alta cultura” y se instaló en lo que Rama denomina “la ciudad letrada”: el centro desde el cual se pretendía “educar” y “evangelizar” rumbo a la transculturación. Los intelectuales de la Colonia necesitaban un mecanismo para divulgar su razonamiento y eligieron la palabra escrita —por supuesto, en el idioma del conquistador—. Esto fue posible porque, paradójicamente, la ya mencionada desaparición de la exclusividad eclesiástica de las letras resultó en la “sacralización” de estas. Así, comenzaron a ser utilizadas con fines ordenadores y, aun más, se convirtieron en la base para la instauración de la propiedad privada. En suma, la palabra se convirtió en una herramienta de poder; el conocimiento, en una posesión y un privilegio de pocos. Hablamos aquí del principal vehículo hacia una vida digna en nuestra capital, donde la educación determina las oportunidades laborales; donde las variaciones dialectales pueden ser —desgraciadamente, suelen ser— motivo de discriminación; donde la palabra es la materia prima de contratos y decretos, así como de leyes que pueden torcerse y volverse en contra de quien las desconoce. Limitar el acceso al conocimiento es, por lo tanto, una manera efectiva de preservar la jerarquía (y lo ha sido desde la fundación de nuestra capital).

Lo anterior explica por qué la primera norma en el pensamiento de Sarmiento (eternamente obsesionado con la idea de “civilización”) era, justamente, la educación letrada. Los españoles fueron los primeros en educarse, mientras que los mecanismos políticos se encargaron (muchos de ellos, hasta la fecha, se siguen encargando) de que los indígenas y todos aquellos sin acceso a una formación académica no lleguen al poder. En este punto, es necesario preguntarnos: ¿a qué vida pueden aspirar los desposeídos? ¿Qué cambio pueden exigir en un sitio donde todo lo que se tiene, se tiene por escrito? Así habla Ángel Rama sobre la importancia de la escritura: 

[A la escritura] se le confería la alta misión que se reservó siempre para los escribanos: dar fe […]. Esta palabra escrita viviría en América Latina como la única valedera, en oposición a la palabra hablada que pertenecía al reino de lo inseguro y precario […]. La escritura poseía rigidez y permanencia, un modo autónomo que remedaba la eternidad. Estaba libre de las vicisitudes y metamorfosis de la historia pero, sobre todo, consolidaba el orden por su capacidad para expresarlo rigurosamente en el nivel cultural.

La cita de Rama sitúa la escritura por encima de la oralidad. ¿Y por qué esta última es importante? Porque nuestra lengua, nuestro (propio) español, es inseparable de nuestra filosofía y autonarrativa; con los años, se ha vuelto una herramienta de construcción de la identidad latinoamericana. Sin embargo, la “metrópoli lingüística” sigue siendo un régimen que impone ciertas lecturas del mundo mediante la erradicación de ciertas lenguas o de otras formas de expresión y, por ende, de sus cosmovisiones. La conquista de la forma de expresión es, a la vez, la conquista del pensamiento. Aun hoy vemos, por ejemplo, el intento de la Real Academia Española de instaurar o imponer una forma de lenguaje, un “orden lingüístico”, siempre en vinculación con el centro cultural. Hay formas “correctas” o “incorrectas” de hablar y escribir, que tienen un impacto directo en las oportunidades económicas, sociales y políticas que se le abren a cada persona. Por consiguiente, en esta ciudad, quien tiene la palabra, tiene la cultura; quien tiene la cultura, con frecuencia tiene el poder. 

Tras esta revisión de la “ciudad letrada”, debemos analizar su contraposición: la cultura popular, extensamente analizada por Carlos Monsiváis. Esta dualidad parte de todo lo que hemos revisado hasta este punto del ensayo: el papel del espacio y el lenguaje en la organización social. Por lo tanto, quien se aleja del centro y el conocimiento, se vuelve ajeno a la “intelectualidad”. ¿A qué se debe esto? Como dice Ángel Rama, a partir de la colonización del continente, se ejercieron “rígidos principios: abstracción, racionalización, sistematización, oponiéndose a particularidad, imaginación, invención local”. Se invalidó entonces todo aquello que pudiera amenazar el proyecto europeo; se suplantó gradualmente la cosmovisión autóctona del continente; se “rebajó” y despreció toda voz que no proviniera de la élite, todo modo de vida que no se ajustara a sus ideales. Cabe destacar que, en un intento por corregir esa situación, Monsiváis hace espacio en sus escritos para una multitud de voces —particularmente, para aquellas silenciadas por el discurso oficial—. Con ese objetivo, toca una variedad de temas políticos, artísticos, religiosos y culturales. Su proyecto parecería estar ligado a la creación de un nuevo imaginario urbano, basado en la realidad escondida tras la fachada de orden y lógica: la verdadera ciudad, la de la gente común, la “popular”.

¿Cómo podríamos definir este término? “Lo popular” se había concebido tradicionalmente como lo otro, lo ajeno a la “verdadera” o “alta cultura”. Con el tiempo, no obstante, este concepto se ha transformado en la base para la construcción del “ser nacional” y, de igual manera, en un eufemismo de lo clásico marginal. Por eso, la reflexión en torno a este tema también se ancla en la modernización de América Latina: fue entonces cuando desaparecieron los conceptos de “gleba” y “plebe” y surgió la idea de “lo popular”, que se expresó mediante el dialecto literario —una vez más, mostrándonos el papel de la oralidad— y se relacionó con el cine, el surgimiento de ídolos y el trato desenfadado de la sexualidad, entre otras cosas. Es más: todo lo que convive y se funda en las urbes era y sigue siendo llamado “cultura pop”; especialmente, todo aquello propio de una vida de carencias. En las palabras de Carlos Monsiváis: “Estos mismos escenarios, unos años antes, hubiesen resultado amenazadores, escalofriantes. Ahora resultan típicos, y el término incluye el deseo de salir del arrival, de la pobreza y la certidumbre de que la pobreza ya es inofensiva”. Por ende, este autor afirma que la “alta cultura” vivificó al pueblo renombrando —y, en este mismo acto, disfrazando— los factores de una íntima escasez. 

Monsiváis sugiere que, actualmente, lo popular también admite otra definición: lo masivo. Esto se debe a que, entre 1920 y 1960, la fe en el Progreso desbarató cualquier ilusión de “orden civilizado” u organización racional. La ciudad se extendió entonces hasta incluir todo el Valle de México, transformándose en una cadena de ciudades, una megalópolis. Pero, lejos de resolver los problemas sociales, este proceso solo los propagó. Por eso, a mediados de los años setenta, se intensificó la idea del “apocalipsis” capitalino, sustentado en la noción despreciativa del Tercer Mundo, así como en el miedo a las masas.

Desde entonces, los habitantes crecen, el centro del país se desborda y la pobreza reclama cada vez más tierra. “En el terreno visual, la Ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente”, escribe Monsiváis. Esta gente satura vecindades y azoteas; vive en los resquicios de la ciudad, con temor a perder el mínimo espacio que le es concedido. El resultado es que la configuración espacial de la ciudad, las estructuras físicas urbanas que antes la definían, ya no son tan visibles como sus habitantes, que prácticamente cubren o “disuelven” el terreno físico. Sin embargo, ¿qué podíamos esperar de un proyecto enfocado desde sus inicios en un centro radiante y una periferia miserable? ¿Si todo está en la capital, a dónde más puede irse su gente?

Ahora bien, como resultado de lo masivo, dice Monsiváis que “se institucionalizan las dos ciudades: la que cada quien elabora por su cuenta: la geografía personal del hogar, el trabajo y los (cada vez más escasos) sitios de esparcimiento; y la otra ciudad, la del anonimato sin excepciones”. Por un lado, esto significa que la urbe no se genera con la “ciudad letrada”, sino con los ciudadanos que conocen su realidad; aquellos que, mediante prácticas cotidianas, son capaces de crear una cartografía individual y única de su espacio. Por otro lado, la cita de Monsiváis delata el anonimato que conlleva lo masivo, la razón por la que “el pueblo” llega a ser visto en la literatura y el arte como una alegoría (es decir, como una zona de arquetipos y abstracciones en la que toda persona es emblemática y representativa del resto). Podríamos pensar, por ende, en la figura del citadino promedio: aquel que soporta carencias y defiende con los dientes los pocos metros bajo su nombre, simultáneamente cerca y lejos del centro nacional, condenado a ser ajeno al poder y la comodidad, pero eternamente optimista si eso significa que no tendrá que irse.

En suma, la Ciudad de México, como muchos de los grandes centros urbanos de nuestro continente, se creó a partir de un proyecto de “orden”. Esto resultó en una correspondencia entre la distribución funcional de los espacios y la estratificación social: en el centro, se concentra el poder y el privilegio; en la periferia, prevalece una miseria que pretende invisibilizarse, pero realmente conforma el mayor porcentaje de sus habitantes. Asimismo, junto al poder, en la médula de nuestra capital, reside la “alta cultura” (aquella relacionada con la palabra escrita, la formación académica y la asimilación de los modelos europeos); mientras que, desde los círculos externos, desde los bordes, la educación se vuelve, muchas veces, inaccesible, como lo hace también el éxito laboral, la propiedad privada, la participación política y, en general, la vida digna. La ciudad consiste, entonces, en un proyecto que, más allá de intentar organizar a los hombres dentro del paisaje urbano, enmarca su destino y los aprisiona en una determinada clase.

A esto se suma otro dato: los mismos círculos concéntricos que, según Ángel Rama, conforman nuestra capital, son también los que, hasta la fecha, hacen prácticamente imposible abandonarla. En consecuencia, la gente se vuelve multitud, una “masa” que diluye (y se diluye en) el espacio urbano. De ahí el caos que Monsiváis retrata y, de alguna manera, denuncia. Lejos del núcleo “civilizador”, aun se sufre la condena heredada de la “barbarie”, un desprecio que se ha arrastrado desde la primera amenaza a la planificación europea, utópica y fracasada. Y hablamos aquí de un fracaso de la utopía porque, a pesar de los esfuerzos de colonización, la llamada “alta cultura” está lejos de definir al ciudadano mexicano. Aunque parezca paradójico, lo más despreciado, lo clásico marginal, se ha convertido también en lo típico, lo más común, aquello que constituye la base del “ser nacional”. He aquí la complejidad de la “cultura popular”.

En definitiva, tanto Ángel Rama como Monsiváis nos ofrecen un panorama de la situación social y cultural de nuestro hogar —que amamos y, porque lo amamos, debemos conocer—. Como ya revisamos, ambos autores parten del mismo suceso (la Conquista) para identificar y rastrear, hasta cierto punto, las mismas problemáticas. Sus propuestas se conjugan y complementan con facilidad, de manera que contamos ahora con una visión más integral de nuestra capital: una que abarca la distribución del espacio y la riqueza, el vínculo de lo histórico con lo cotidiano, así como la decodificación de dos lenguajes: el arquitectónico simbólico y aquel del que dependen el patrimonio y la élite. Espero, pues, que este ensayo haya logrado presentar la Ciudad de México bajo una luz distinta —quizá poco convencional, pero necesaria—, más fiel a su cartografía y, sobre todo, a su gente.

Referencias

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Prólogo de Hugo Achugar, Editorial Arca, 1998. 

Monsiváis, Carlos. “México, ciudad del apocalipsis a plazos”, pp. 73-86. 

Fontans Álvarez, Exequiel Aarón. “La visibilidad de La ciudad letrada de Ángel Rama en la 

literatura de corriente principal”. Encontros Bibli: Revista Eletrônica de Biblioteconomia e Ciência da Informação, vol. 20, núm. 44, septiembre-diciembre, 2015, pp. 89-104. Redalyc, www.redalyc.org/pdf/147/14742630007.pdf.

Franco, Bridget V. “La ciudad caótica de Carlos Monsiváis”. Ciberletras: Revista de Crítica 

Literaria y de Cultura, núm. 20, diciembre de 2008. Lehman College

www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v20/franco.htm. 

Organización de las Naciones Unidas (ONU). “The World’s Cities in 2018: Data Booklet”. World 

Urbanization Prospects: The 2018 Revision, 2018. United Nations

www.un.org/en/events/citiesday/assets/pdf/the_worlds_cities_in_2018_data_booklet.pdf.