El Rey del Rock Escrito
La nueva música clásica
En 1985 dos cosas sacudieron la existencia de los mexicanos: el temblor del 19 de septiembre y la publicación de La nueva música clásica. El slam tectónico nos dejó una cicatriz nacional y el libro de José Agustín nos reveló la historia y el universo contracultural del rock. Lo triste es que, al parecer, este pequeño gran libro no volverá a reeditarse por decisión del Maese.
Lo decidió cuando surfeaba en la cresta de la ola por los cincuenta años de su novela De perfil y la película Me estás matando, Susana, del director Roberto Sneider, basada en la novela Ciudades desiertas. En una conversación sobre De perfil con Andrés Ramírez, el asunto se desvió hacia La nueva música clásica. El texto es una especie de Start Me Up del periodismo musical, escrito por el primero en escribir sobre rock en México. Cuando Andrés comentó que a José Agustín no le latía la idea de reeditarlo por razones estéticas, mi mundo se derrumbó. Es el libro que me cambió la vida cuando lo leí en 1985, a los quince años, y seguramente se las cambió a dos o tres más. Saqué mi ejemplar de un librero, desconcertado porque un libro tan poderoso no volverá a publicarse. En el rock hay discos que no se consideran esenciales en la discografía de un grupo, pero son las joyas que forman parte de la historia personal.
Releí el bookie de un jalón. Y, como la primera lectura a los quince, me electrificó otra vez.
Pero antes de pasar a exponer por qué lo considero un libro esencial en una biblioteca roquera, el anuncio parroquial de la semana: quienes posean la edición de La nueva música clásica de la editorial Universo, con una fotografía muy mala del grupo canadiense Saga en la portada, atesoran un ejemplar de colección. Se trata de un texto experimental, único y duro de clasificar, que se mueve con un ritmo innovador. José Agustín cuenta una historia personal del rock, su desarrollo, desde el inicio que bailó en esqueleto propio en los años cincuenta, hasta mediados de los ochenta, en Estados Unidos, Inglaterra y México. Es una fusión veloz, alucinada y muy divertida del ensayo, la autobiografía, el nuevo periodismo, el gonzo y la onda.
Existió una primera versión en el remoto sesentaiocho, una conferencia que dio en Ciencias Políticas de la UNAM en la que planteó que el rock tiene la estatura de arte, “un puente maravilloso entre la alta cultura y la cultura popular”, publicado en los Cuadernos de la Juventud del Injuve que editaba René Avilés Fabila. Ese fue el primer libro sobre rock que se publicó en español en México. Un español con sus propias reglas: “Este no es exactamente un ensayuco sobre rock; y aquí la hacen otras leyes”, advierte el Maese.
La nueva música clásica es un libro cuyo efecto conduce a consumir otros autores y otros músicos. Sería un estupendo libro de texto en cada secundaria porque tiene la magia eléctrica de abrir otras puertas musicales, literarias, físicas y netafísicas . Lo encontré por accidente en una eficaz estrategia de mercadotecnia juvenil. Crecí en Ciudad Satélite en los setenta y los ochenta escuchando el rock en La Pantera, Radio Éxitos, Radio Capital, Universal y más tarde en WFM, Rock 101 y Stereo Joven. Grababa montones de casetes, iba a las tocadas caseras satelucas y leía las revistas de acá y de allá. Las nacionales, como Conecte, Rock Pop, Sonido y Acústica, las encontraba en los puestos de periódicos. Las gringas las hojeaba en Sanborns, no tenía dinero para comprarlas, pero me sobraba el tiempo para leerlas ahí. Una tarde que iba de salida del Sanborns de Plaza Satélite, junto a las revistas de rock colocaron un exhibidor de “novedades juveniles” y el libro me atrapó como la canción de los Kinks, casi pude escuchar el riff que me enganchó: José Agustín. La nueva música clásica, en tipografía ochentera de neón azul y roja. No sabía de José Agustín, pero el título me hizo clic como cuando prendes un foco. El libro me sonó, de inmediato supe que era sobre rock y que unía dos mundos. Me detuve a hojearlo y empecé a leer:
“El rock me llegó como un relámpago, sin que me diera cuenta. Tenía diez años de edad, vivía en la frontera norte de la colonia Narvarte, o medianía, según Pasto verde, y desde siempre la música había sido alimento sagrado para mí”.
En ese momento me fulminó algo nuevo, era música en palabras eléctricas: “Algo con naturaleza propia que estuviera lo más cerca posible del rock: rock escrito”. Un lenguaje con el que conecté desde la primera línea. Como Jenny al encender el radio en la canción Rock & Roll de Velvet Underground, el universo contracultural del rock se me reveló y quedé alucinado. Algo brilló en mi cabeza, como el rayo que ilumina la Stealie de Grateful Dead, entonces todo cobró sentido: los programas de radio, los discos, las revistas, los casetes, las tocadas y a partir de La nueva música clásica, los libros. Hasta ese momento todo estuvo disperso como piezas de un rompecabezas que se arma en una rola. A través de sus páginas roqueras descubrí que leer es un placer. Y eso fue lo que detonó mi curiosidad por la lectura y la escritura.
En el capítulo final, “La tierra de las mil transas”, al hacer un recuento del rock nacional el Maestro escribió: “O la picardía, el ingenio y la mexicanísima cara dura de Rodrigo González, un verdadero cantor popular, para solo citar unos poquísimos ejemplos de un panorama efervescente y caótico, pueden colocarse ya en este territorio denso y riesgoso, verdaderas arenas movedizas para el crítico o el observador atento”. Dos meses después de leer esto sucedió el terremoto en el que murieron más de cuarenta mil personas, entre ellas el Rockdrigo. Lo recuerdo. Y también lo que pensé al terminar de leer La nueva música clásica: quiero escribir un libro así.
¿A cuántos más encaminó José Agustín por la ruta de la literatura, el periodismo, la música y la contracultura? Solo sé que somos un chingo. El periodismo musical en México cambió desde 1965, cuando empezó a publicar un artículo sobre rock a la semana. Sin duda, era y será el Rey del Rock Escrito.
Ante la satánica majestad
La posibilidad de conocer a José Agustín en vivo se materializó en Acapulco en la primavera de 1989. Durante un reventón de tres días tan movidos como tres acordes punks, un tipo llamado Claudio se ostentaba como su legítimo sobrino ante la incredulidad del respetable. Para demostrarlo le roló al Galleta un trozo de papel con las indicaciones y la dirección precisa, concisa y maciza de José Agustín. Un mapa del tesoro rockero en Cuautla. Una semana después, el Galleta me llamó el viernes por la noche, me propuso lanzarnos a Cuautla y caerle al Maestro para entrevistarlo. ¿Así nomás, de huevos? Pos, qué otra. Galleta quería entrevistarlo para un trabajo semestral universitario y sabía que José Agustín era mi héroe, por nada del mundo dejaría pasar la oportunidad de conocerlo. Quedamos en salir el sábado temprano para movernos al metro Taxqueña, a la Central Camionera del Sur, y de ahí viajar al reino de Cuautla, Morelos, para visitar a nuestra satánica majestad.
Pero a falta de morralla para los pasajes, Galleta optó por llevarse el coche de su jefe sin avisar. Era un Caribe color café con autoestéreo. Así que enfilamos al amanecer por la carretera libre a Cuernavaca, escuchando mixtapes de rock chingón y sintiéndonos Sal Paradise y Dean Moriarty. No era un asunto menor, habíamos llegado a Kerouac, a los beats y a otros tantos autores por la vía de José Agustín. Salimos confiados en el mapa del “sobrino” con una mochila donde cargamos la radiograbadora, casetes, el cuaderno, cigarros, una pluma, la cámara fotográfica, el encendedor y dos gallos gordos para el camino, uno de ida y otro para el retorno. Además, yo llevaba mi ejemplar de La nueva música clásica para pedirle que lo firmara. Lo que no llevábamos era un quinto para gasolina e íbamos con medio tanque. Por supuesto, aterrizamos en Cuautla con el último aliento de combustible. Papelito en mano preguntamos aquí y allá, descubrimos que José Agustín es muy rockstar en Cuautla y casi todo el mundo sabe decir dónde está su casa. Logramos llegar a la dirección indicada con el puro vuelo, a punto de empujar el coche.
Nos estiramos brevemente y con todo el valemadrismo de los años maravillosos tocamos la campánula. Nuestros corazones latían tan fuerte que podíamos escuchar los latidos del otro. Momentos después, una mujer que desbordaba sabiduría y bondad al andar se asomó sonriente:
—¿Sí?
—Hola, ¿aquí es la casa de José Agustín? —dijo Galleta.
—Sí, ¿tienen cita con él?
—No, un amigo que se llama Claudio nos dio sus datos y pasamos a ver si es posible entrevistarlo.
—Ah, ¿y de dónde conocen a Claudio?
—Lo conocimos en Acapulco.
—¿Vienen de Acapulco?
—No, de la Ciudad de México. Bueno, del Estado, de Satélite.
—Aaah, sí, tenemos unos parientes ahí.
La mujer nos miró profundamente con sus ojos verdes, sonriendo beatíficamente. Yo creo que le dimos ternura: flacos, pachecos y sin desayunar. Era la legendaria Margarita Bermúdez, midiéndonos las vibras, antes de invitarnos al backstage. La seguimos a través del exuberante jardín hasta una terraza a la entrada de la casa donde se ven el resto del jardín y la alberca. Alguien estaba leyendo un grueso libro recostado en el pasto.
—Voy a ver si ya se levantó —dijo ella—, ¿quieren un café?
Ambos asentimos:
—Gracias.
Nos quedamos sentados mirando en todas direcciones, tratando de asimilar el lugar, luego nos miramos: “No mames, todo es cierto. Claudio sí es su sobrino y el mapa es real”. Pero a mí me temblaban las gónadas y yo creo que a Galleta también. Entonces nomamesnomamesnomames de pronto apareció José Agustín como si nada, despeinado y curioso, poniéndose los lentes. Vestía pantalón azul, camisa blanca desfajada y huaraches de llanta. Un bolígrafo asomaba del bolsillo de la camisa. Se acomodó el fleco y nos enfocó sonriendo:
—¿Qué onda, chavos?
Se nos pusieron los ojos de vinil nomás de la impresión. Ahora sí, estábamos ante el rey en su mero templo. Después de saludarnos y presentarnos, el Maestro se rio del sobrino cabrón que nos había dado el santo y seña para llegar. Siendo honestos, le confesamos que estábamos ahí tras una discusión de borrachos con el sobrino en cuestión. ¿Quién era el mejor escritor contemporáneo de México? José Agustín. “Pues lo conozco, es mi tío…” ante la incredulidad de los presentes hizo el mapa para respaldar su palabra. Y mientras Galleta le explicaba en qué consistía la entrevista, yo sacaba la grabadora, el cuaderno y la cámara sobre la mesa redonda de la terraza. Estuve a punto de sacar el ejemplar de La nueva música clásica, pero me contuve para el final en la laguna. A los veinte años éramos un par de estudiantes inoportunos en plena abolición de su privacidad.
Pero acostumbrado a lidiar con paracaidistas de toda laya, el Magíster de volada nos hizo sentir el calor de hogar. Apareció Margarita con el café y en seguida la casa se animó con el rock clásico que emergía de la sala: Bob Dylan, Rolling Stones, Doors, Cream, Pink Floyd. El Maestro bebía café y fumaba Delicados mientras tratábamos de hacerle preguntas interesantes. Más prendido que Light My Fire habló sin tapujos sobre rock, contracultura y, but of course my horse, la Revolución Cubana, la Sandinista en Nicaragua y el golpe de Estado en Chile. Se picaba en las respuestas, uno podía sentir cómo disfrutaba conversar y compartir sus conocimientos y experiencias. Yo podía ver que las palabras salían de su boca como letras de oro que nos iban a marcar para siempre. Mientras tanto, le tomábamos fotografías en todos los ángulos posibles: fumando, sorbiendo el café y recordando…
Hasta que apareció de nuevo Margarita con una charola y tres platos:
—¿Quieren desayunar?
Nos leyó el apetito pacheco que traíamos. Eran huevos a la mexicana con frijoles negros y tortillas, quizá los más deliciosos que haya comido por el momento que estábamos viviendo, encendido por el café levantamuertos del que te pone brillante y filoso el pensamiento. Después del desayuno caminamos por su jardín, escuchándolo hablar sobre literatura, drogas, música y la loquera roquera con Parménides. Estuvimos a punto de sacar el gallo e invitarle unos jalones, esperábamos alguna señal, una bacha en el cenicero, un comentario insinuante o de plano que él sacara para poder decirle: “De ninguna manera, Maestro, déjenos invitarle este humilde gallito”. Pero no hubo tal señal. Lo más seguro era que no tuviera dope, pero nos faltó confianza. Cuando el sol calentó macizo al mediodía volvimos a la terraza. Bebimos unos refrescos muertos y terminamos la entrevista. Creo que grabamos tres casetes de noventa minutos y todavía conservo algunas de aquellas fotografías que revelamos en la universidad.
No queríamos irnos, pero se estaba haciendo tarde y a nosotros el final nos esperaba en la carretera. Galleta le había dado baje a su jefe con el coche y seguramente la cosa se iba a poner fea. Lo peor era que no teníamos gasolina y menos dinero, así que con la pena le pedimos prestado a José Agustín. Y en un gesto de empatía y buena onda, se mochó con el yo ni cash para nuestro regreso. Eso sí fue un abuso; salimos con la gorra puesta, pero fue la única forma de volver. Cuando le poníamos gasolina al Caribe me di cuenta de que olvidé sacar La nueva música clásica para que lo firmara. Qué pendejo. Subimos el volumen del estéreo, era un mixtape especial para la carretera. Prendimos el gallo y agarramos el camino sin creernos lo que había sucedido. Todavía le debemos esa lana. Galleta y yo seguimos siendo amigos nivel With A Little Help From My Friends, versión Joe Cocker, solo que ahora soy el padrino de su primogénito, Mateo, que tiene más o menos la edad que teníamos cuando nos lanzamos a conocer a José Agustín. Nuestra admiración por su obra, su ser luminoso y su generosidad solo ha crecido desde entonces. Lo que nunca terminaremos de pagarle es que nos haya puesto en esta ruta y abierto tantas puertas de conocimiento.
Que la música nunca se detenga
En abril de 2009, arrastrado por una corriente de seguidores enfebrecidos, José Agustín cayó como un rayo en el foso de los músicos del Teatro de la Ciudad en Puebla. Un golpe de Timón en el viaje de su vida y de su tripulación. Poco se supo de él hasta 2018, cuando Agustín Ramírez Bermúdez comenzó la bitácora autobiográfica Memorial de nuestra amnesia, publicada por entregas en elblogdejoseagustin.blogspot.com. En ella describe lo sucedido desde entonces en la nave del escritor.
Sobrevivió con una lesión craneal, seis costillas rotas y severas contusiones en el cuerpo. Un mes después, lo primero que hizo al llegar a su casa en Cuautla fue ponerse su traje de baño y sumergirse en la alberca como “un ritual que le recordaba sus días de niño”. Volvió a bautizarse, el inicio de una nueva vida, sabía que “jamás volvería a ser el mismo, a partir de esa noche, tan oscura para su alma”. Existe una posibilidad de que algún día la genialidad y la fuerza vuelvan como súperpoderes al Rey del Rock Escrito. Aun en terapia intensiva su mente maestra seguía escribiendo. Escribía en voz alta su novela en curso, La locura de Dios, título que surgió en una tormenta mental. Pero la lesión perforó el casco y le causó hidrocefalia, en 2015 le colocaron una válvula para drenar el agua. Lo más trágico es el temor de que “nunca más podrá volver a escribir”.
Agustín es pintor e ilustrador, su arte alucinante es célebre en la contracultura nacional, durante años ha colaborado en la revista Generación y en el Multiforo Alicia. La escritura también le fluye natural y briosa por las venas. Perteneciente a una familia de compositores, pintores y escritores, heredó el gen artístico. Su blues parece una versión de la parábola del hijo pródigo en la que se invierte la trama. La relación con su padre atravesaba el peor momento cuando, solo y roto, el hijo tuvo que volver a la casa paterna. Antes de partir a Puebla, José Agustín le había pedido que por favor le llegara. En seguida ocurrió la caída y ya no fue a ninguna parte, se quedó con Margarita Bermúdez, cuidando al capitán del barco. Empezó a escribir para “arrojar un poco de luz en esa oscuridad psíquica que nos envolvió a partir de aquellos trágicos eventos”.
Inicia sus memorias por la caída con final sinfónico de unos músicos imaginarios en el foso. Luego traza un mapa familiar y ubica a José Agustín como capitán de la tripulación, del personal y del movimiento juvenil, la contracultura, la literatura y el rock. Una vida vertiginosa y una trayectoria literaria a prueba de balas, hasta que la caída lo embarcó en un malviaje. “Como la estrella azul que había sido siempre, ahora se extinguía finalmente, dejando en el centro de la familia y nuestra casa un abismo negro de incertidumbre, y un silencio sepulcral, como de alguien que nació en una Tumba”.
Los recuerdos de Agustín, en colisión con la nave que pilotea con su jefa, permiten atisbar en las fibras de un hogar lejanamente parecido a una comuna japi tugueder. Como todas las tripulaciones del mundo, la de José Agustín es un universo complejo, con sus códigos y relaciones entramadas, sus claro-oscuros y episodios de belleza y tristeza. Las memorias descubren zonas de la personalidad del escritor que resultan reveladoras: su carácter peleador, su tendencia a la autodestrucción, sus facetas religiosas, el misticismo poético que conduce su espíritu libre y la defensa, contra viento y marea, de sus hábitos.
La Luz interna y la Luz externa de José Agustín se apagan lentamente. En ese fade out lee y escucha los discos que los diyeis de la tripulación le ponen. Mira al techo en silencio. Recientemente sufrió una caída que lo volvió a depositar en la cama. La hidrocefalia avanza. “Ingresó a un mundo de sombras, de oscuridad interior, casi prisionero… en las ruinas del castillo mental de naipes”.
Dolió hacer esta reseña porque José Agustín es el escritor que más ha influido en mi vida, el que me encaminó y abrió las puertas del conocimiento en la adolescencia. Tuve la oportunidad de conocerlo el siglo pasado y me pareció un ser luminoso, sencillo y generoso. Y porque vi morir a mi papá de hidrocefalia y parkinson. Pasó los últimos cinco años de su vida temblando en una cama, perdido en un limbo del que no lograba regresar, al cuidado de mi mamá y mío. Los dos hombres más importantes y antagónicos de mi vida, unidos como los extremos que se encuentran en el mismo mar: agua en el cerebro, un océano mental sin brújula.
José Agustín indigestaba a mis padres por socialista, psiconauta y egresado de Lecumberri, los atributos que cubrían de gloria al escritor que me electrocutaba con sus letras. No lo sabía entonces, pero lo que me atrapó fue la espiritualidad y la musicalidad de su escritura. Hoy visito a mi madre y le cuento sobre esta colaboración, y ella se conmueve, se solidariza con Margarita Bermúdez, a quien considera “heroica”, y pone en oración a José Agustín y a toda la tripulación Ramírez Bermúdez. Mi jefa y su fe son inquebrantables. Compartimos lo que escribe Agustín, el drama familiar, la dedicación 24/7, las carreras a los hospitales, los tratamientos, la ruina económica, la soledad cuando hay que cargar al enfermo a las tres de la mañana. Y, sobre todo, el acercamiento entre el padre y el hijo, ese fenómeno que sucede en esta circunstancia, distanciados hasta que la tragedia los reúne. Viví algo similar, incluida la conexión musical que perdura después de la muerte, como los cables que unen a dos postes de luz para siempre. “Cuidarlo ha sido una misión de la divina providencia, una prueba de vida y una bendición oculta”. El amor de la familia y la música son los instrumentos que le quedan a José Agustín para navegar en el océano de la mente. Love is love and not fade away. Como escribe Agustín invocando a los Doors y a Grateful Dead: “Que la música nunca se detenga”.
***
El dieciséis de enero de 2024 el rock de José Agustín dejó de sonar. Ya era su tiempo de abandonar este plano y descansar. A través de sus letras nos dio sentido y propósito. No solo revolucionó la literatura nacional, también le prendió fuego al periodismo musical. Que en paz descanse nuestra Satánica Majestad.