Formas de encerrarse en casa
El primer libro que leí, con esa conmoción egoísta que a veces sentimos algunos lectores, cuando creemos que un relato fue escrito exclusivamente para nuestros ojos, ya no como un deber, sino por pura adicción a las palabras y en libre complicidad, fue la novela Un hombre, biografía de Oriana Fallaci sobre el revolucionario griego Alekos Panagoulis.
Debía tener diez u once años cuando mi papá me regaló el libro y me quedé absorto con la historia de ese joven que intentó ponerle fin a una dictadura mediante un atentado fallido, tras el cual fue encarcelado y torturado por el régimen. De los 29 a los 35 años, Panagoulis se vio sometido a un estricto aislamiento solo interrumpido por crueles torturas físicas y psicológicas: cada mañana lo llevaban al pelotón de fusilamiento e interrumpían su ejecución un segundo antes de gritar ¡fuego!
Fallaci relata minuciosamente cómo se distraía Panagoulis para reinventar las cuatro paredes de su celda: escribía poemas con sangre, intentaba resolver un viejo problema matemático de sus años universitarios, concebía nuevas y más ingeniosas ofensas para sus torturadores con el fin de desmayarse cuanto antes y no sentir todo el dolor que querían infligirle.
En el año de 1975, Panagoulis salió en libertad. Obtuvo inmunidad gracias a un cargo en el congreso, pero nunca dejó de habitar esa horrorosa prisión en su cabeza y no dejó de luchar para derrocar a la dictadura. Pese a las constantes amenazas, se negaba a tener escolta o a ir armado (decía que su pipa estaba lo suficientemente afilada para usarla cual cuchillo). Un año más tarde, iba caminando “libre” por la calle cuando el régimen al fin se deshizo de él con un fingido accidente automovilístico.
El día de hoy, en mi cumpleaños 29, pienso en Alekos Panagoulis. Mis padres tenían un perro alaska llamado Alekos que murió poco antes de que yo naciera y, casi en sustitución, me heredó el nombre en su versión castellanizada. Pienso en los 1500 días que pasó en aislamiento. Pienso en los 27 años de encierro de Nelson Mandela y los 12 años de José Mujica. Por mi parte, llevo menos de 20 días en cuarentena en una ciudad europea, con internet, alimentos, música, medicinas, una biblioteca fantástica a mi alcance, y ya me estoy volviendo loco, y noto cómo enloquecen todos a mi alrededor.
Tal vez nos falta una causa. O es verdad que pertenecemos a una generación débil. Los días ya no tienen sentido, los confinados habitamos la semana de colores de Elena Garro, en la que podían suceder tres domingos juntos o cuatro lunes seguidos. ¿A quién le importa el orden? Se supone que ya entró en vigor el horario de verano en España; el anuncio me sonó a una broma de mal gusto.
Me conecto otra vez a la red de neurosis. Además de Jeff Bezos (dueño de Amazon), parece que los grandes triunfadores de esta terrible tragedia son los filósofos de cuarta, que se pelean por quién presagiará con más tino la caída del sistema capitalista o la instauración de un nuevo régimen ultra-totalitario. Forrest Gump tiene coronavirus. En Madrid se habla de tomar por asalto los hospitales privados. Hay decenas de miles de doctores, enfermeros y camilleros contagiados. Todos tenemos síntomas de quién sabe qué bicho, no sabemos cuál, porque ya solamente hacen pruebas a personal sanitario, policías y famosos. Sólo nos queda preguntarnos cuánto tiempo faltará para volver a esa normalidad que antes aborrecíamos.
En mi caso, soñar se ha vuelto más importante que vivir. Al fin y al cabo, ¿de qué tratan mis días? Despertar, temer que el carraspeo matutino sea un síntoma, comer sin ganas, fumar con miedo, paralizarme ante el nuevo record de contagios y muertes, lavar mis manos, rendirle pleitesía al imperio del cloro, distraerme con entretenimientos cada vez más idiotas. Todo suena tan banal. La gente de las películas se abraza, se besa, prueba con el dedo el guiso del almuerzo, soplan las velas de un pastel, y uno siente ganas de refrenarlos: ¡Oigan! ¡Respeten la sana distancia! ¡Lávense las manos por al menos veinte segundos, tallen cada dedo hasta que salga espuma!
En mis sueños, en cambio, habito un pasado caricaturesco que en ocasiones me sorprende con una sonrisa al despertar. Esta sonrisa dura de uno a cinco minutos, hasta que veo las noticias y pierdo toda esperanza. Temo que mis sueños también se opaquen con la psicótica parafernalia de atender cotidianamente a una pandemia global.
La red nos mantiene alerta con su caudal de información, donde el amarillismo opinólogo calla los estudios científicos bien documentados. De cualquier forma, mi ansiedad no quiere saber nada de lo uno ni de lo otro, sino que anhela el pastelazo absurdo, el meme rotundo, el videíto chusco, lo que sea que me relaje por un instante durante esta pandemia que ha puesto en jaque imperios todopoderosos, y que, en última instancia, terminará jodiendo, como siempre, a los más pobres, los que no tenían nada aun antes del caos.
Me recuerda a una situación en la CDMX después del terremoto de 2017. En un parque de Taxqueña se organizó una fila para darle apoyos de renta a todos aquellos que hubieran perdido su casa con el sismo. Se presentaron decenas de miles, la gran mayoría gente en situación de calle que ni siquiera tenía un techo que perder.
Basta de dramas. Los confinados no quieren más derrota, injusticias ni temores, sino buenas noticias: Una viejita italiana de 95 años venció al coronavirus. La letalidad en enfermos que rondan la edad de Panagoulis es prácticamente nula, entonces, ¿por qué no estamos allá afuera ayudando? Si te recuperas quedas inmune. Como no se hacen pruebas, se estima que no sólo el porcentaje de contagios, también el de recuperados debe ser diez veces lo que indican las cifras oficiales.
El problema es que los que nos curamos en casa no sabemos de qué fue: ¿resfriado común?, ¿influenza?, ¿AH1N1?, ¿Coronavirus clásico?, ¿coronavirus murciélago?, ¿otra enfermedad que se creía extinta?
En México —nunca conforme con una sola tragedia—, a la par que el coronavirus, surgió un inusitado brote de sarampión. Tengo un grupo de amigas que eligieron precisamente este momento para contraer paperas. Me pareció muy retro de su parte, como quien se aferró a la música disco en la epidemia del reggaetón.
Debe ser lindo conocer el nombre de tu enfermedad, sobre todo al superarla. Por primera vez en mucho tiempo, Yahoo respuestas no puede contestarme: ¿Cómo sé si me curé de coronavirus y no de otra cosa? Silencio. La respuesta no está allá afuera. Los medios audiovisuales tampoco tienen nada que ofrecer en este aspecto. Tal vez la respuesta esté en la literatura.
¿Será un buen momento para releer La montaña mágica? Lo que Thomas Mann te enseña en su novela sobre el sanatorio de tuberculosos es a resignarte a convivir naturalmente con la enfermedad. Si todos estamos enfermos, entonces ninguno lo está, solo es una nueva condición, hay que inventar nuevas dinámicas y aceptar que a partir de ahora seremos un poco más vulnerables.
Encuentro calma en la película Trono de sangre, adaptación de Kurosawa del Macbeth de Shakespeare, en particular en aquella escena en la que Lady Washizu se restriega las manos para borrar la sangre de su crimen. Y la sangre no se borra.
Esta película ya la vi, no me refiero a la historia shakesperiana, sino a la película de mi vida en cuarentena. Me resulta familiar porque la última novela que escribí trataba de un joven que pasaba un año entero encerrado en una habitación madrileña. La titulé Agenbite of inwit, frase que solía murmurar Joyce cuando alguien se lavaba las manos de culpa. Yo quería rendir homenaje a Oblómov —novela rusa de 500 páginas en la que el protagonista jamás sale de su habitación— y a la felicidad pascaliana —“la desgracia humana se debe a que nadie sabe quedarse tranquilo en una habitación”—, pero ni el ruso ni el francés tomaron en cuenta el factor cibernético, la herramienta más útil y desquiciante del nuevo milenio.
Es posible que los nombres de los días sí sean importantes y solo baste con ajustarlos un poco. En vez de astros y dioses romanos podríamos rebautizarlos con nuestros síntomas cotidianos: día de la flema ambigua, día de la tos desértica, día de la amígdala gorda, día del pulmón apachurrado.
Merkel lo anticipó desde un comienzo al afirmar que al menos un 70% de la población se contagiaría. Cuanto antes aceptemos esta enfermedad, más pronto aprenderemos a domesticar el miedo sin permitir que nos paralice. Aunque no siempre resulte positivo remover los síntomas sin curar las causas.
Recuerdo que en México pasó algo semejante con la guerra del narco. De pronto pasamos de 20 a 100 asesinatos diarios y nadie dejó de cantar Cielito lindo cada que el Chicharito anotaba un gol. En dos sexenios acumulamos casi tantos muertos como la población de Islandia y nadie supo qué hacer.
A lo mejor lo único que nos queda es concentrar todas las energías en encontrar la cura. Ninguna idea es mala. Un amigo a la distancia (ese amigo jalifeano que todos tenemos) me cuenta que, según el virólogo de Harvard en Guerra Mundial Z, “a veces el aspecto más terrible de una enfermedad es también su punto débil”. ¿Y cuál es el aspecto más terrible del coronavirus? La tos. Entonces nuestro mejor escudo será fingir que tenemos mucha tos para que el virus se despiste y se vaya a otro lado.
Con esta necedad y todas las que rondan mi cabeza, descubro que el verdadero factor que debemos cuidar durante esta temporada de encierro es la cordura. Hay columnistas que insisten en que se debe preservar, ante todo, el sentido del humor. Como mexicano, me parece una estrategia creativa y simpática, pero inestable. La evasión puede ayudarte con una tediosa jornada de trabajo o una ruptura amorosa, pero poco aportará a tu serenidad en prolongadas guerras invisibles.
Hay quienes recomiendan distraerse con tramas detectivescas y conspiraciones concretas. El escritor Jesús Zomeño exhorta a la lectura de Sherlock Holmes, como un sistema cerrado para aferrarnos a una brújula narrativa coherente. Zlavoj Zizek recomienda las series policiacas escandinavas.
Yo me entretengo con actividades aún más absurdas y esperanzadoras. Ahora mismo estoy redactando futuras críticas literarias y cinematográficas de las posibles novelas y películas sobre el coronavirus que triunfarán en el 2022.
La película será el último papel de Tom Hanks antes de pasar al retiro. Toda su trayectoria se ha preparado, aislado en islas, naves, aeropuertos, barcos, para este rol, que además será un documental cuya producción ya debe haber comenzado. La dirige Steven Spielberg a través de un dron que ronda por el domicilio de la familia Hanks ahora mismo.
La novela la escribirá un autor de Madrid o Barcelona. Será un mosaico polifónico de cientos de voces estancadas en el abismo de la enfermedad, pero tendrá por protagonista a una enfermera de la clase baja que lucha incansablemente por salvar a un enfermo migrante sin tapabocas ni ventiladores.
Estos “futuribles” son lo más parecido a la esperanza que me queda. Además de mis tramas derivadas, la otra actividad que me evita la angustia mortuoria es una que quizá resulte perturbadora a primera vista: pensar en el suicidio.
Puedo garantizar que se trata de una actividad infalible para mejorar los ánimos en tiempos de pandemia. El libro de Camus que debería estar leyendo la gente no es La peste, sino El mito de Sísifo, o como mínimo, La caída. El confinado, sobre todo el ansioso y el hipocondriaco, encontrará entre sus páginas un remedio insólito para lidiar con el miedo a una muerte azarosa.
Adueñarse de la tragedia, poner la muerte a la merced de nuestra voluntad, paradójicamente, nos ayudará a sobrevivirla. Bien lo decía el filósofo rumano Emil Cioran, quien pasó todos los días de su vida imaginando su suicidio y tuvo una muerte sabia y serena a los 84 años: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado”.
Hasta aquí mis propuestas tras veinte días de encierro. No quiero imaginarme qué cosas me atreveré a pensar el próximo mes. ¿Qué diría Alekos Panagoulis? Tal vez sea cierto que pertenezco a una generación frágil; para bien o para mal, este es nuestro momento.