Tierra Adentro
Volkswagen combi t2
“Furgoneta Volkswagen T2 camper de 1980”, fotografía de Marin Irazu. Recuperada de Flickr

Esa mañana del 23 de mayo de 1982, luego de abrir infructuosamente y por última vez el buzón de su casa en el 4 rue Martel, en París, Julio Cortázar y Carol Dunlop entendieron que dos semanas eran más que suficientes para responder a la modesta petición que habían hecho al Señor Director de la Sociedad de las Autopistas. Se miraron a los ojos, se estrecharon la mano con energía y dijeron al mismo tiempo: “¡Co-expedicionario, mañana a las cuatro de la tarde ponemos proa hacia nuestro destino!”.  

Una vez que salieron de la rue Martel, tomaron por la rue des Petites-Écuries en dirección de la République, de ahí a Austerlitz, y luego de franquear la distancia hasta la Porte d’Italie, se introdujeron en la autopista del Sur para iniciar con la primer etapa de su expedición a la altura de Corbeil. Habían trazado una ruta con tal antelación y exactitud que, especialistas en perder el rumbo, no les hubiera sorprendido encontrarse de pronto en la autopista del Este o en la Place des Victoires. Sucedió lo contrario: ya podían sacar el primer sándwich y sentirse solos, increíblemente solos, en una aventura que los reuniría más allá de la autopista. 

En una carta enviada el 9 de mayo de 1982 al 41bis Avenue Bosquet, sede de la Sociedad de las Autopistas en París, Julio Cortázar expuso los pormenores del viaje: “Junto con mi esposa Carol Dunlop, igualmente escritora, estudiamos la posibilidad de una ‘expedición’ un tanto alocada y bastante surrealista, que consistiría en recorrer la autopista entre París y Marsella a bordo de nuestro Volkswagen Combi, equipado con todo lo necesario, deteniéndonos en los 65 paraderos de la autopista a razón de dos por día, es decir, empleando algo más de un mes para cumplir el trayecto París-Marsella sin salir jamás de la autopista”. 

Simultáneo a la aventura, los expedicionarios pretendían la escritura de un cuaderno de viajes que contara en forma literaria, poética y humorística las etapas, acontecimientos y experiencias de una peculiar excursión, cuya protagonista principal sería la autopista. El título de dicho libro es Los autonautas de la cosmopista —no París-Marsella en pequeñas etapas, como sugirió Julio Cortázar en su carta—, y se ideó en el otoño de 1978 con las siguientes reglas: 

1. Cumplir el trayecto de París a Marsella sin salir ni una sola vez de la autopista. 

2. Explorar cada uno de los paraderos, a razón de dos por día, pasando siempre la noche en el segundo sin excepción. 

3. Efectuar relevamientos científicos en cada paradero, tomando nota de todas las observaciones pertinentes. 

4. Inspirándose en los relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado, escribir el libro de la expedición (modalidades a determinar). 

De común acuerdo, decidieron además que les estaría permitido aprovechar todo lo que pudieran encontrar en la autopista: restaurantes, tiendas, hoteles, etcétera. Al Volkswagen Combi lo llamaron Fafner y lo equiparon con las provisiones adecuadas según el diario del capitán Cook: whiskey a granel, vino, huevos, agua, queso, manteca, aceite, vinagre, mostaza, nescafé, postres, jamón, atún, sardinas, mayonesa, corned beef, maíz y otros cereales, sal, pimienta, mermelada, bizcochos, arroz, espagueti, verduras y productos de limpieza.   

A lo largo del viaje, en Los autonautas de la cosmopista, tanto Julio como Carol utilizaron sus nombres de pila para dialogar entre ellos o aludirse recíprocamente, aunque lo cotidiano sucedía a partir de sus vocativos más privados, aquellos que confían al lector en pos de la expedición y la vida personal que sustentan: Osita y Lobo. Fafner —tercer autor de la bitácora, alias “el dragón”— completaba  una tríada que no solo se servía de sus nombres silvestres por razones íntimas, sino que a lo largo del viaje se fue identificando cada vez más con los paisajes, la fauna y los colores del mundo oculto en la autopista. Un cuento de hadas, una ecología inocente, la pequeña felicidad de un par de viajeros y su cicerón en pleno fragor capitalista, el cual anulaban a partir del amor, su relato y la descripción en su bitácora de viaje.  

“Recibimos la enfermedad de Julio como una advertencia”, cuenta Carol Dunlop en los “Prolegómenos” a Los autonautas de la cosmopista. “De alguna manera, probar que podíamos llevar a cabo ese viaje era probarnos que teníamos armas contra lo tenebroso”. Cortázar sufrió una hemorragia estomacal en agosto de 1981, cuando vivía en el sur de Francia, y se contagió de un retrovirus entonces no identificado, a causa de una transfusión de sangre contaminada. Por ello, al salir de la convalecencia en el hospital de Serre, Julio y Carol decidieron comenzar con una expedición que habían pospuesto los últimos cuatro años. 

Partieron un domingo bajo la lluvia y a las 14:47 entraron en la autopista del Sur a bordo de Fafner o el dragón. Iban también sus libros, varias cámaras fotográficas y decenas de casetes. Uno de los elementos fundamentales de la expedición —y principio esencial de las reglas de un juego cuyo tablero idearon Carol y Julio en la autopista París-Marsella— era la escritura. Teclear tomándose el tiempo necesario para que los acontecimientos se convirtieran en palabras. Antes de abrir sus máquinas de escribir, sin embargo, decidieron leer el tarot, esperando descubrir pautas del juego y pensando que en cierto sentido verían las grandes líneas del viaje que tenían en puerta. Con todas las cartas boca abajo, echaron tres en el orden siguiente: El Carro de Hermes, el Bufón y el Emperador. 

Primeros signos del azar en el paradero de Achères-la-Fôret, transfigurados en el mensaje que les venía del tarot. Carol fungió como oficiante, los dos medio asustados, Julio lo tomó como un augurio positivo: “Cuando di la vuelta y vi el Carro de Hermes, supe. Todo lo que viene de ese dios sutil me ha guiado siempre en la vida… Ahora sé que vamos a llegar a la meta, que Hermes se divertirá un poco a costa de nosotros, pero a la vez nos irá abriendo paso, señor de las rutas, protector de los viajeros”. 

Por su calidad onírica e imaginación fantástica, Los autonautas de la cosmopista escapa a la categorización específica del cuaderno de viaje, la crónica o el diario. Desde luego que los incluye, así como una pretensión científica al estilo de los relatos de Vespucio, Cousteau o Magallanes, pero el fundamento esencial del relato que Carol y Julio dejaron para el futuro es el de la intimidad y el diálogo, que únicamente los expedicionarios extraordinariamente solos se comparten. Osita y Lobo observaron el paisaje, llenaron las páginas con palabras y fotografías, collages de la experiencia residual de habitar la periferia, espacios de una memoria efímera que convirtieron en archivo personal. Eso son los paraderos que los acogen, no man’s land que se abre como caleidoscopio. 

“La autopista soy yo, tú, nosotros, y cuando tu lengua busca la mía y se desenrolla, caracol en el caracol…”, le escribe la Osita al Lobo para conferirle al relato una pizca exacta de lujuria, otra de erotismo y una más de ternura radical. “No abandonaremos la autopista en Marsella, mi amor, ni en ninguna parte. No hay vuelta atrás sino en espiral”. Por eso el primer objetivo de la expedición perteneció al plano de la física —o sea, el conocimiento detallado de la carretera llamada sucesivamente A6, A7 y Autopista del Sol desde París—, mientras que el segundo, al terreno de lo metafísico: al fin de la misión, ¿existiría Marsella?

A las 10:30 del miércoles 23 de junio de 1982, luego de 33 días, 65 paraderos en la carretera y más de 800 kilómetros de asfalto; un letrero: Bienvenidos a Marsella. “Oh, Julio, qué poco duró el viaje…”, dijo Carol cuando leyó el cartel clavado en el acotamiento. La odisea, efectivamente, había terminado. Fafner los guió hasta el Vieux Port y los expedicionarios de la cosmopista por fin pusieron los pies en tierra marsellesa. Durante el no-tiempo que los envolvió en su descenso vertical hacia el interior, Carol, Julio y el dragón caminaron por ciudades invisibles, se detuvieron en cada una de ellas y, ahí mismo, en el centro onírico del dolor y la enfermedad, desnudaron el amor que sentían el uno por el otro. 

“El mundo está lleno de paraderos, al fin y al cabo, donde quizá esperan sueños de tal riqueza que valen todos los viajes de ida y en una de esas ninguno de vuelta”, escribió Lobo al final de la expedición. Volvieron juntos a casa y partieron luego a Nicaragua, donde Julio siguió escribiendo y Carol retomó la fotografía. “Allí la Osita empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro mejor”. 

Carol Dunlop murió dos meses después, luego del viaje atemporal París-Marsella, contagiada del mismo virus por el que Julio Cortázar se uniría a ella un par de años después. En la sección 2E del Cementerio de Montparnasse, en París, los expedicionarios siguen viajando acompañados de cientos de afiches, cigarros, fotografías, boletos de metro, cartas, flores y demás muestras de agradecimiento por el fuego, a bordo de un dragón de mármol, para siempre en su cosmopista.