El último profeta
There is no God and we are his prophets.
The Road
Cormac McCarthy
Se trata de una coincidencia que no he terminado de entender —o que quizá no haya que entender—. Había comenzado a leer a Cormac McCarthy a finales de 2022, movido por una suerte de deuda abstracta. Una figura como la suya resultaba difícil de eludir; impregnada en sitios que iban, desde las películas de los hermanos Coen, hasta las páginas de otros autores y autoras con los que me formé. Cuando al fin me acerqué a las novelas del escritor estadounidense, (nacido en Rhode Island el 20 de julio de 1933) no pude evitar sentir que llegaba tarde. Acaso los buenos libros siempre nos dejan con esa impresión.
Trabajaba entonces en una pequeña estancia de investigación. Egresado apenas y suspendido en la burocracia que me daría mi título, gastaba las horas de espera entre experimento y experimento —era el encargado de cuidar unos cuantos reactores llenos de bacterias que producían hidrógeno— leyendo a McCarthy, con el asombro que provocan los hallazgos sostenidos. Después de terminar Blood Meridian en un par de días, sorprendido, me apresuré a hacer lo mismo con No Country for Old Men. De entre las ediciones rústicas publicadas por Picador de las que me había hecho a través de internet, omití leer The Road, quizá temeroso de su tema, consciente de los alcances monstruosos de la prosa del autor. Pasados los meses, terminado incluso mi trabajo con las bacterias, estuve reuniendo de a poco buena parte de la obra de McCarthy.
Fue hasta la segunda semana de junio cuando algún azar me orilló a hojear la distópica The Road. Aquella fue una de las experiencias de lectura más ominosas y al mismo tiempo magnéticas por las que he pasado. Eufórico aún, a media historia sobre un mundo quemado que se negaba a terminar de morir, llegó el día 13 de junio. Un martes. Cormac McCarthy había muerto, a los 89 años, en Nuevo México.
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Nights dark beyond darkness and the days more gray each one that what had gone before.
A través de un glaucoma, una pérdida de nitidez: así es como pueden observarse los contornos de lo que queda del mundo en The Road. Es probable que el proyecto estético de McCarthy —ejecutado con la maestría digna de uno de los narradores anglosajones más potentes de la segunda mitad del siglo XX— haya estado guiado por una suerte de adivinación, un ejercicio imaginativo cuya meta era aventurar las posibilidades de la vida humana después del exterminio. Sin dioses y sin hombres; solo bestias en busca de carne. Los barrios suburbanos estadounidenses sirven como la metáfora perfecta de las cosas que se pudren desde el interior: el padre y el hijo, que protagonizan la novela, huyen de posibles atacantes mientras se protegen apenas por un arma y agotan la costa de su país a través de la carretera. Acaecido a medias el fin del mundo, la periferia se convierte en el nicho ecológico de los escasos sobrevivientes. Su rutina se vuelve la excusa de un desplazamiento inagotable, paranoia perpetua de la aniquilación.
Las mejores obras de McCarthy (al menos las más procuradas por la crítica y los lectores) comparten el signo de la sangre y el fuego. No sorprende que en The Road la percepción del mundo esté mediada por una capa de ceniza que nunca termina de asentarse sobre el suelo: se deja claro que el incendio ha ocurrido ya; lo que nos queda entre las manos es tan solo el remanente de la catástrofe, holocausto de escombros y devastación. Más que la mera violencia, lo que hermana a sus novelas es la perpetración de la masacre como un suceso liminal; muerte concatenada que ocurre fuera del tiempo actual. La brutalidad de la caza humana en Blood Meridian tiene lugar en el lejano desierto americano durante el siglo XIX, así como la desesperanza que se muestra en The Road se desenvuelve en los años posteriores a la caída de la civilización misma.
Esta cadencia de huesos y tripas hace que a la narrativa de McCarthy le vaya tan bien una prosa, aunque lacónica en su sintaxis, que logra acaparar el horror y la decadencia, con una vastedad que apenas cabe entre las páginas de la historia.
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Como si de arcilla se tratase, The Road moldea las formas posibles del horror humano. Dilatadas, deformes, exhaustas, desfiguradas; las manipula hasta agotar todas las manifestaciones existentes de la crueldad y el salvajismo.
Recuerdo con pánico uno de los pasajes más perturbadores con los que he llegado a toparme en ese y en cualquier otro libro. Padre e hijo, durante su migración perpetua, al quedarse sin comida dan con el cadáver de un bebé que se presenta ante sus ojos de la forma más sórdida imaginable: decapitado, se asa sobre una parrilla. Otras manos comienzan a devorarlo y lo dejan a medio camino de la inexistencia material, más muerto de lo que un cuerpo merecería estar. El delirio de la moralidad puesta a prueba es doloroso, temible, lacerante: el padre sabe que, aunque el bebé esté ya muerto y no puedan causarle más dolor al comerlo, ni él ni su hijo podrían traicionar su regla de no devorar gente, bajo ninguna circunstancia. Este acto de desoladora resistencia sirve para reafirmar que ambos, después de tanta degradación, aún siguen siendo humanos.
En ese sentido, McCarthy extiende las posibilidades de la condición humana no solo hacia los rincones más ignominiosos, sino también hacia los más radiantes. Probablemente, uno de los logros secundarios de la novela no le compete ni a la narratología ni a la estética, sino al sentido moral: mientras el libro avanza atestiguamos los alcances de la dureza del espíritu y su capacidad de resistir al envilecimiento.
Mientras escribía The Road, McCarthy tuvo que lidiar con el hecho de ser un padre viejo. Al publicarse el libro, él tenía 73 años y su hijo, a quien nunca ocultó como una de las principales inspiraciones para el nacimiento de la historia, tenía apenas ocho. Entreveo en la paternidad tardía un reflejo de la esperanza que, oculta entre las cenizas y la muerte, habita los tramos más importantes de la novela. Es probable que McCarthy, siempre lúcido e incisivo, consciente del estado del mundo que estaba por abandonar, haya pensado en su obra como un sueño de redención, una declaración de fe.