Siempre fuimos Calamardo
Entre las cosas que la Iglesia dijo alguna vez que eran del diablo, Bob Esponja es de las que no dejan de sorprenderme. Una esponja, una estrella de mar, una ardilla y un calamar representaban distintos rostros de la bestia. A Bob Esponja también se le acusó de idiotizarnos, de convertirnos en zombis que reían por las cosas más idiotas posibles, sin ningún respeto por la autoridad. Pero la verdad es que el personaje que más se adhería al statu quo era precisamente Bob Esponja: un gran trabajador, incansable, dispuesto a hacer respetar su trabajo como el mejor parrillero de Fondo de Bikini.
De entrada, Bob Esponja era un personaje que me molestaba y no terminaba de entender el porqué. Era feliz, protagonista y optimista. Muy probablemente, ya desde niño, iría acumulando algunos de los rasgos de las generaciones de los nacidos en los años noventa: una suerte de desesperación, cinismo y fatalismo ante el mundo. Más que una pose, creo que eso era como estar cansado del mundo sin antes haber dado las primeras batallas en él. Por el lado más vulnerable, la exigencia de la perfección, muchas veces vestida de brutal autoexigencia, así como las inseguridades respecto a las capacidades de uno mismo, eran un problema con el que podía identificarme.
Y eso lo veía reflejado de mejor forma en Calamardo. El momento en el que eso era más claro era cuando enfrentaba a Calamarino, ese ser que lo reflejaba de forma positiva, con su perfección y arrogancia. Y la verdad es que todo millennial tiene un Calamarino en sus vidas, real o mental. ¿Alguien todavía recuerda la basura new age de los niños índigo? Ese tipo de expectativas de ser empáticos y espiritualmente superiores hizo un daño, casi irreversible, en las esperanzas que se pusieron en toda una generación. Tal vez sea lo normal, pero los años noventa fueron extraños, y así lo fueron también sus caricaturas. Aunque Bob Esponja pertenece al final de este periodo, se pueden ver algunas de esas angustias en sus mensajes. La estética surreal de algunas escenas se ha convertido en memes de antaño que hoy nos ayudan a explicar cualquier situación cotidiana. Pero la relación que quisiera señalar es más profunda.
Cada generación genera sus mecanismos de defensa, sus patrones de comportamiento saludables y no saludables. También genera sus exigencias. Para los que nacimos en los noventa, aparentemente, la información y su omnipresencia a partir del boom del uso de internet hizo que se individualizaran muchas luchas que las personas solían enfrentar de otra forma. Deberíamos saber cómo arreglar casi todo, porque estamos “mejor informados”. ¿Te sientes mal? Toma agua, ve a terapia, haz ejercicio, visita al nutriólogo, al genetista, que te hagan tu carta astral, revisa tus privilegios, medita todos los días, ingiere más magnesio, no seas consumista, compra el termo Stanley para salvar al planeta del plástico (y porque es indestructible, ¿no viste el video?), recicla, reduce tu tiempo en redes sociales, sígueme, suscríbete, toca el pasto, desconéctate de las noticias, lucha por alguna causa o sé un maldito tibio, vive en el presente.
Tal vez sea una descripción muy dramática, y nadie nos lo haya señalado de esa manera nunca en nuestras vidas. Pero eso no importa: los mensajes están ahí afuera y nos llegan de alguna forma u otra. ¿Qué hubiera hecho Calamardo? Probablemente, y podría estar equivocado, hubiera mandado todo al diablo. Se hubiera dado cuenta de lo ridículo que es delegar las decisiones clave de su vida al consejo de un Youtuber/influencer/TikToker promedio o por debajo del promedio. En lugar de acatar a los mandatos de su tiempo, para ser el sujeto de su era, hubiera acatado la contradicción de su existencia, lo horrible de su trabajo y lo insoportables que son sus vecinos.
Aunque vamos y venimos de estados de pesimismo, creo que lo importante al final del día es tener algo que pueda anclarnos al placer, a divertirnos y compartir con otros. Calamardo tenía un Clarinete. ¿Qué tenemos nosotros?