Tierra Adentro
David Huerta en Tepoztlán, 2018. Fotografía por Alejandro Arras. Recuperada de Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0).
David Huerta en Tepoztlán, 2018. Fotografía por Alejandro Arras. Recuperada de Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0).

A Jacobo Sefamí

He recorrido con la mirada el brillo sedoso/ de las flores y sin embargo no he sido capaz de acercarme al/ misterio floral de tantas muertes, las muertes que alrededor/ de la Estación Panteones, y con la muerte culminante,/ en ese momento, del hijo de mi amigo, me hacían sentir/ coronado por una forma tangible del sufrimiento.

—DH, El viento en el andén

 

Debería detenerse el mundo cuando muere un poeta. Aquel 3 de octubre el desastre y el cinismo ya habituales colmaban las noticias. El mundo se tendría que haber parado, aunque fuera por un instante. Que me perdonen el sentimentalismo, pero acaso sí se detuvo para los lectores que sufrimos la pérdida honda y familiar de David Huerta (1949-2022). La unánime presencia de un oleaje de despedidas y gratitud confirmó que otra voz medular en nuestra cultura se había extinguido. Hizo patente también la diluida esperanza de que hay más lectores, más público y más interés por la poesía del que creemos. Nada remedia aun así la orfandad intelectual en que nos deja su ausencia.

 

El poeta y el periodista 

En 1940 los padres de David Huerta, Efraín y Mireya, se casaron ante dos testigos: Octavio Paz y Ricardo Cortés Tamayo, periodista a quien dedicaría José Revueltas la novela Los muros del agua (1941). Mientras Efraín Huerta perseguía su carrera literaria, fundando con Paz y Chumacero revistas como Taller (1938), su madre, Mireya Bravo, terminó la carrera de Derecho, fue trabajadora social, laboró en cárceles y en varios centros de seguridad social del IMSS y el Teatro Xola. No llega a ser jamás un padre ausente, pero el peso económico recae en Mireya. Las mujeres de la familia crían a David.

Viven en la segunda Colonia del Periodista, en la Narvarte, en terrenos entonces cedidos por el gobierno de Miguel Alemán para el gremio que ganaba influencia en una capital con tasas de alfabetización en ascenso; en tan sólo dos décadas (1940-1960) pasan del 42 al 76%La colonia “era una especie de gueto —apunta David en entrevista con Jacobo Sefamí— porque todos los que vivían allí, todos los vecinos de la colonia, tenían la misma profesión o el mismo espacio de trabajo: escribían, eran reporteros, articulistas, funcionarios de los periódicos, fotógrafos, caricaturistas; algunos locutores de radio y televisión. Y varios de esos periodistas eran también escritores […]: Edmundo Valadés, Renato Leduc y el propio Ricardo Cortés Tamayo”. En ese ambiente de convivencia intelectual, de opulencia informativa aunque no económica, se leen y comentan a diario los periódicos. La pasión por la prensa es asunto de barrio. El afán por la lectura es contagioso y natural.

En abril de 1965 sufre su primera represión callejera en una manifestación contra la Guerra de Vietnam. Son años de puño y hierro contra normalistas, ferrocarrileros y estudiantes que desembocan en la sombra sangrienta de Tlatelolco. El adolescente Huerta, rodeado por los amigos contestatarios de su padre, debe aprender una doble resistencia: contra el priismo imbuido en las paranoias anticomunistas y contra el estalinismo atmosférico de época. David Huerta se estrena en el suplemento Diorama de la cultura desde 1967, uno de los focos de esa cultura libre y libresca, disidente, que dialoga con la izquierda. Publica también en la mítica Punto de partida, dirigida por Margo Glantz. Para 1971 es parte del relevo generacional del que había sido el faro de los 1960: el suplemento La cultura en México, donde trabaja hasta 1977.

“He reaccionado, en ocasiones, con cierta beligerancia ante el desdén que sienten algunos escritores literarios por los escritores de los periódicos. En términos estrictos del manejo del español correcto e incluso, elegante, hay muchos reporteros de semanarios o de diarios mexicanos que son mejores escritores, simplemente, que muchos cuentistas, novelistas y poetas […]. Para mí, siempre ha estado muy pegado el trabajo de periodista a la imagen de la gente que trabaja con el lenguaje”, zanja Huerta. Desde aquellos años 1970, el poeta nunca desmereció esa otra labor con el lenguaje. Sus colaboraciones, en El Día, Proceso o Revista de la Universidad deberán compilarse. La de El Universal ya era un especimen en vías de extinción: la columna literaria con su raudo radar cultural, sin obviar las infamias políticas cuando ensordecían. Un reducto de paz y amenidad en medio del barullo de la opinología.

 

Incurable y sus generaciones

1987 fue un año esperanzador para la literatura mexicana, como apuntó José Emilio Pacheco en ese entonces: coincidieron Noticias del Imperio de Fernando del Paso, Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes e Incurable, de David Huerta. El de Huerta fue un vuelco en la poesía, lo insertó en la corriente neo-barroca y fincó nuevas extensiones al poema largo hispanoamericano: tan sólo La Araucana supera sus 8,235 versículos, como señala Sefamí. La generación de Huerta dio espléndidos poetas y lectores en México: abarca a Elsa Cross y Francisco Hernández (1946), Antonio Deltoro, Carlos Montemayor y Jaime Reyes (1947), Marco Antonio Campos (1949), Coral Bracho y Alberto Blanco (1951). Ninguno se decantó por ese despunte sin límites: neo-barroco por suntuoso y exigente, profuso en imágenes entreveradas, rico en matices metafísicos, siempre en pos de la desmesura que Paz atribuyó a la poesía moderna, apartando connotaciones simplistas como “oscuro”, “incomprensible”, “sin sentido”. No hay lector que no salga de Incurable transformado para siempre, ungido de asombros, exhausto, incrédulo al volver al mundo visible, tras el contacto con un despliegue tan brutal como delicado.

 

Otro flâneur mexicano

La “biografía literaria” de Vicente Quirarte, Elogio de la calle, ya nos había mostrado los prodigios y horrores de la ciudad de México, actualizados en la monumental antología de Claudia Kerik, La ciudad de los poemas (Ediciones del Lirio, 2021). Al capítulo de Kerik “A pie o en transporte público: las visiones del flâneur” podemos ahora añadir una obra de 2022, que sorpresivamente se convirtió en el último libro publicado en vida de David Huerta: El viento en el andén (Ediciones Monte Carmelo)Un hombre desciende del metro en la Estación Panteones. Lo sacuden ráfagas de viento. Debe subir a encontrarse con un amigo “enlutado” que ha perdido a su hijo. Hasta ahí la trama de este poema largo que, como Incurable, podría ser también una novela en verso. Pero los cortes en forma de versículo no son iguales. El cuidadoso y entrañable editor fundador de Monte Carmelo, Francisco Magaña alivia mi perplejidad: “es un poema —ese asunto es interesante— en prosa, una prosa que transcurre en verso (por el ritmo, por el aura, por el constante cuestionamiento a la escritura, que siento recorrer sus páginas), un verso que se corta en diagonal”. Y esa diagonal conduce, sin embargo, a un salto de estrofa/párrafo tabulado. Es, como dice Magaña, una elocuente aleación, un animal híbrido, hijo del verso y la prosa.

Es fruto también de las ensoñaciones de un flâneur, decía, al que acechan la muerte material y vivida en su amigo, las avenidas en “necropolitana quietud”, la memoria de su madre ahí enterrada, y que se solaza pese a todo platicando sobre flores con los vendedores a la entrada. Ambulantaje y unión de ideas, “método-no-método de asociación libre”, el poeta metronauta es siempre un logonauta, dispuesto a explorar los derroteros de la imaginación poética: andenes, panteones, calles, fábricas, almacenes, espacios mentales vueltos altares, templos, campanarios profanos de su pluma, fruto de la urbe llana y de la metafísica verbal de sus lecturas.  

 

Engranaje y caminata 

Con David Huerta uno experimenta algo similar a lo que dijo Joseph Brodsky sobre Mark Strand: que su poesía le había brindado muchos momentos de felicidad casi física. No sé si “felicidad” sea la palabra, aunque el goce estético pervive; lo “casi físico” es verdad. Porque tanta aglutinación, tanta aglomeración itinerante de imágenes, glosas, evocaciones, paráfrasis, citas, memoria suelta y disuelta, van dejando una sensación en nosotros paradójicamente palpable. Esos “coengranajes” que crea la voz poética —o sus voces reunidas— asientan un ritmo propio, una respiración de camino andado o escalera por subir, del metro hacia la superficie, pero también entre las superficies posibles hacia otros abajos, aéreos o abismales. Todo este derroche, que muchos confundieron en el primer Huerta con un solipsismo incurable, excesivamente narcisista, corresponde más bien a la observación atenta de los climas mentales del poeta, la impresión del exterior en la súbita ramificación interior a saltos y pasos, el portento lúdico y crítico, hermoso y terrible, de asociaciones engarzadas unas con otras en un flujo finalmente narrativo.

Y digo crítico porque el demiurgo no se envanece ante su creación. Su gesto no auto-celebra formalismos como tantas vanguardias militantes:

 

Todo esto suena muy bien, según tú, me dice una voz  
intempestiva, pero en realidad es de una complacencia  
abominable. ¿Crees que la vida es belleza, afirmación, 
positividad, fértiles campos, florales aparecimientos, 
fecundidad continua y sin mancha? No, no lo es; mira 
a tu alrededor lo que sucede: bonanza de la rapiña, 
insaciabilidad en el tormento, 
arrebatos homicidas […].  
Estás perdido en la inmensidad 
de tus ideas preconcebidas, en tus estereotipos, en los 
fáciles mecanismos de pensar esto y atarte a ello como a un  
poste seguro en la barquilla de tu vida, esa pobre barquilla a 
punto siempre de naufragar en las olas rizadas […]”.

 

No duda, además, en caer —verbo ya connotado— en cualquier momento en la anécdota, la conversación referida, los modismos del habla popular. Y finalmente el anhelo perpetuo, el espejo sin mancha que todo escritor necesita:

 

Concluyo estos renglones y me dirijo ahora, con 
algo semejante a un deseo de comunión, a esa conjetura 
fantasmal: la persona que los lea. […]  
Ocurrió todo esto, pero al mismo tiempo ha dejado de 
ocurrir cuando lo escribí: 
solamente podrá volver a ocurrir si alguien lo lee.

 

María Baranda apuntó ya que “en sus poemas el ensayo es la clave, la narrativa el camino y la poesía el drama en donde surge el conflicto”, algo que reafirma este libro de pasos y vueltas atrás, de espera becketiana: entre el flâneur sin spleen de Benjamin y el paseante solitario de El mono gramático, entre el soñador de cuantas más Ciudades invisibles y el cronista azorado por la urbe de todas las declaraciones de amor y odio heredadas y por venir. El poema en 12 cantos de Huerta está lleno del mundo cotidiano y a la vez lleno de sutilezas filosóficas, pero que no provienen de un sistema lógico. La voz se reconoce como “un pequeño filósofo sin preparación, un mero aficionado a tomazos venerables” que se pregunta “cuál es la relación de las palabras con la sedicente realidad”. Porción mínima de todas sus preguntas, de todos sus horizontes abiertos en la maraña de palabra y memoria sin tregua, de soledad gongorina y muerte gorostiziana.

“El mejor poema del mundo es el que se instala para siempre en nuestra mente con la fuerza no de uno sino de varios poemas que resuenan los unos en los otros y que forman con el tiempo una red infinita de imágenes, sensaciones y significados”, dijo Huerta en 2019. La tentativa de mostrarnos, a la orilla de su regreso, esa red infinita ha sido su labor conjugada de editor, traductor, periodista, maestro y poeta de la proliferación. Con David Huerta se fue una de las grandes imaginaciones literarias de México. Él nos mostró que “la soledad de la mente” —como recuerda Hernán Bravo Varela— es digna de todos nuestros encuentros.