Las pruebas de Brasil
Brasil del carnaval, el “de todas las religiones”, el “de todos los tratados de paz”, de la alegría inequívoca, de la antropofagia que nos une “socialmente, económicamente, filosóficamente”. Este retrato del país que encontramos en uno de los textos icónicos del Modernismo brasileño, el Manifiesto Antropofágico (1928) de Oswald de Andrade, —y que persiste todavía en el imaginario de gran parte del mundo— camufla la perversa estructura que sostiene a la sociedad brasileña.
Si hasta entonces aún se disimulaba el ruido de fondo de la nación verde amarilla, tras las escenas dantescas que el mundo asistió el 8 de enero de 2023 (la invasión a las sedes de los poderes de la República, en Brasilia por parte de seguidores del ex-presidente Jair Bolsonaro), la presunta armonía tropical ya suena como algo del pasado. Un pasado idílico que, en realidad, jamás existió.
El 8 de enero de 2023, miles de autoproclamados “cidadãos de bem” (ciudadanos de bien) intentaron (una vez más) acabar con la democracia del país: destruyeron el patrimonio público, acuchillaron y vandalizaron obras de arte, como As mulatas, de Di Cavalcanti; Bailarina, de Victor Brecheret; O flautista, de Bruno Giorgi; Galhos e sombras, de Franz Krajcberg; o Muro escultórico, de Athos Bulcão.
Estos hombres y mujeres de diferentes edades comparten un odio ciego e ideales de blanqueamiento y homogenización para la sociedad brasileña. En su fanatismo buscan mantener en los márgenes a quienes no son lo suficientemente blancos para vestir el verde y amarillo. Hecho que sorprende a quienes ven a Brasil como el paraíso de la samba, cachaça y buena onda.
Quizá lo extraordinario, como lo intuyó Oswald de Andrade, sea que nuestra alegría, sí, resiste, a pesar de la crueldad de una nación que carga una estructura social complejísima basada en el racismo heredado de la esclavitud, y en la intolerancia de una parte de su población frente a cualquier acción o proyecto que tenga por objetivo dirimir la desigualdad social.
El mismo 8 de enero de 2023, el historiador y profesor Luiz Antonio Simas, uno de los pensadores más vibrantes respecto a los problemas brasileños en los días actuales, escribió en sus redes sociales: “Brasil no es, y nunca ha sido, un consenso. Brasil es un conflicto. ¡A la verga la canallada fascista!” (Traducción mía). Nada es más cierto. Es momento de exponer el conflicto, sin dejar que se nos pierda la alegría y el buen humor, ¡por supuesto!
El fascismo en Brasil no es una novedad. El más grande movimiento fascista fuera de Europa, ocurrió allí. Su origen es el integralismo, fundado en 1932. Atravesó diversos gobiernos y protagonizó uno de los capítulos más trágicos de nuestra historia: la dictadura militar (1964-85). Se renovó con las nuevas configuraciones del siglo XXI, se fortaleció con el golpe en contra de la presidenta Dilma Rousseff (2016) y volvió al poder con la elección de Jair Bolsonaro (2018), cuyo gobierno alimentó el fanatismo de los que ahora intentan, de todas las maneras posibles, destruir la democracia y acaparar el poder para garantizar el mantenimiento de la jerarquía social, al partir de la idea, típica del fascismo: que unos son mejores que otros.
La complejidad que nos constituye como sociedad necesita ser enfrentada sin rehusar nuestra conocida alegría y nuestro gusto por la fiesta. Vamos, poco a poco, construyendo otras versiones de la Historia de Brasil. Prueba de ello es la producción intelectual relacionada al racismo estructural y de género en la sociedad brasileña.
Temas que desde hace tiempo son examinados por intelectuales como Lélia Gonzalez y Abdias do Nascimento, y que siguen desarrollándose, con el interés del mercado editorial, sobre todo a partir de los estudios que profundizan los lazos entre Brasil y África. Ejemplos de eso son las aportaciones de Ynaê Lopes dos Santos, Djamila Ribeiro, Ana Maria Gonçalves y Silvio de Almeida.
La poesía y la literatura no son ajenas al proceso. Pienso, por ejemplo, en Edmilson de Almeida Pereira, Conceição Evaristo, Djamila Ribeiro y Jarid Arraes, que, desde la dimensión estética, presentan en sus producciones la complejidad de los problemas que cargamos como sociedad en el país que fue el último del mundo en abolir la esclavitud (1888). Finalmente, ¡todo es político!, incluso la poesía que busca limpiarse de todos los “poemas sucios” de la vida, al tomar distancia de la situación política y social de un país, la misma nulidad de su alejamiento, imprime su huella política.
Cómo mencionó Luiz Costa Lima, en su ensayo “Antropofagia e controle do imaginário” (1991), Brasil fue en los años 20 una economía agro-exportadora y su República era una democracia de fachada: “el poder era ejercido por la alianza entre el ejército y los representantes políticos de los grandes propietarios de tierra”.
El presente es el mismo enredo, incrementado por los nuevos matices de la extrema derecha contemporánea con el uso de la tecnología y las redes sociales, y como parte de un movimiento transnacional que emula a movimientos de la extrema derecha en otras partes del mundo. Véase la afinidad entre el trumpismo y el bolsonarismo.
Luiz Costa Lima subrayó la agudeza intelectual de Oswald de Andrade en su Manifiesto Antropofágico que, lejos de presentarse como una utopía ingenua, enfatiza la resistencia de la sociedad colonial frente a la doctrina cristiana y europea, que se muestra “por nuestra capacidad de devorar y de ser alimentados por los cuerpos y valores consumidos” (Costa Lima, 1991, p. 63).
La resistencia es más un rasgo cultural que un “producto de algún stock étnico”. El examen más detallado del concepto de “antropofagia” nos muestra que ella no niega al enemigo, y tampoco rehúsa al conflicto, como nos enseña Costa Lima. El consenso solo existe en las lecturas superficiales, en los retratos ideales del país del futbol y las mulatas bonitas; manufacturados para la exportación.