Prólogo La tierra baldía de T. S. ELIOT
Nadie, ni en la más recurrente de sus pesadillas, adivinaría con qué puntualidad perfecta y oscura se repite la historia.
Suele decirse que 1922 fue el año de años del siglo xx literario. Una Europa afantasmada por la primera Guerra Mundial (1914-1918) vio la publicación de Ulises, de James Joyce; En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke. Una América Latina desgarrada y convulsa dio a luz Trilce, del peruano César Vallejo, y El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva, la Paulicea desvariada, del brasileño Mário de Andrade y el manifi esto estridentista, redactado por el mexicano Manuel Maples Arce el 31 de diciembre de 1921.
Luego de exactamente un siglo, el mundo vuelve a oír los tambores globales de una guerra local —esta vez, en Ucrania—, a lidiar con los estragos sociales, sanitarios y económicos de una pandemia —la del covid-19, un virus semejante al de la “gripa española”— y a escindirse por extremos políticos e ideológicos —el robustecimiento de la ultraderecha y la agonía del pensamiento liberal—. Deudos de nuestra época, sentimos los coletazos de la historia en tiempo real y en carne viva. Borís Pasternak advirtió en El doctor Zhivago: “Nadie hace la historia. La historia no se ve, como no se ve crecer la hierba”. La historia, sin embargo, se pone en marcha y se hace visible en la poesía —que cataliza y acelera las metamorfosis de la lengua común— con algo más que fechas concretas, datos duros y personajes clave. Verdura de las eras, la historia crece a la velocidad centrífuga del verso, aunque termine por adquirir la forma peculiar que la contiene, por recortarse nítidamente contra ella. En el caso de T. S. Eliot (San Luis, Misuri, Estados Unidos, 1888-Londres, Reino Unido, 1965), la historia es el predio abandonado de las civilizaciones, un Edén convertido en deshuesadero. Lejos están “esas horas / de esplendor en la hierba, de gloria entre las flores” que anheló William Wordsworth, en un último intento del romántico por volver a la infancia. Sólo resta preguntarse, con la conformidad del sobreviviente o la incredulidad del fallecido,
¿Cuáles son las raíces que se aferran, qué ramerío crece
de estos pétreos cascajos? Hijo de hombre,
no lo puedes decir ni adivinar pues conoces tan sólo
una pila de imágenes quebradas donde golpea el sol
y el árbol muerto ya no da cobijo ni los grillos consuelo
ni la piedra reseca el sonido del agua.
(“El entierro de los muertos”)
Después de cien millones de víctimas por aquella guerra y aquella pandemia, la tierra lucía fértil únicamente en muertos. “¿Ya retoñó el cadáver que hace un año plantaste / en tu jardín? —formula Eliot, e insiste:— ¿Florecerá este año?” En una tierra así de ubicua y desolada, la hierba crece en las tumbas y devora las lápidas de los cementerios.
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La tierra baldía, La tierra yerma, La tierra estéril, La tierra agostada, El páramo, El erial… Desde su título, sin importar cuál traducción se prefiera o se acuñe, The Waste Land —publicado como libro en diciembre de 1922— ofrece un claro ejemplo de lo que Eliot llama “correlato objetivo”: “un conjunto de objetos, una situación, una cadena de acontecimientos que sean la fórmula de esa emoción en particular; de modo que, cuando los hechos externos, que deben terminar en experiencia sensorial, estén dados, la emoción sea inmediatamente evocada”. En ninguno de los 434 versos aparece la expresión que nombra al conjunto y, sin embargo, en las cinco secciones del poema resulta malestar y síntoma, atmósfera y esencia, lugar y metáfora. Antes que apelar a la emoción directa, el correlato hurga en la memoria afectiva que guardamos de cosas y seres —y, en el caso de la frase “la tierra baldía”, la que guardamos de ese sitio—; antes que nombrar el miedo y condicionar nuestra reacción, Eliot muestra “el miedo en un montón de polvo”; antes que referirse a la soledad y a la muerte, el poeta propone ver “los huesos regados en un seco desván”.
La agonía de Occidente, las convulsiones de la democracia, los cismas individuales de la fe, la vitalidad de los mitos griegos y la inquietud por la filosofía oriental; incluso la literatura entendida como saqueo y no como museo, o los trastornos de una generación anímicamente amputada… Lo anterior y mucho más comparece en imágenes inapelables: un invierno que “cubría / la tierra de nieve olvidadiza [y] criaba / una vida pequeña con tubérculos secos”, “la sombra de esta roca roja”, “multitudes que caminan en círculos”, “la piedra colorida / en cuya triste luz nada un delfín tallado”, “muñones lívidos de tiempo”, “un callejón de ratas / donde los hombres muertos extraviaron sus huesos”, “el monte muerto boca de los dientes con caries incapaz de escupir”, “murciélagos con caras de niño en luz violeta”, “Fragmentos que afiancé contra mis ruinas”. Imágenes que dicen —o postulan— más que mil palabras gastadas. El “correlato objetivo” demanda que la emoción personal proyecte una imagen concreta. Aunque baldía, la de Eliot sigue evocando inmediatamente la promesa de una tierra.
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Pero el poema de Eliot no sólo constituye “una pila de imágenes quebradas”, las esquirlas de una granada que estalla en los ojos del lector. Por lo variopinto de sus hablas y tonos —que abarcan el diálogo, la canción popular, la confesión, el rezo, la didascalia y las citas textuales—, La tierra baldía es una pieza coral donde las voces de vivos y muertos, de personas y personajes, se atropellan, se travisten de otros o de versiones pasadas y futuras de sí mismos.
Ya en “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” (1917), Eliot había creado a un señorito inglés que, a la deriva de su propia vida, admite: “soy de la comitiva, uno que basta y sobra / para engordar la trama, arrancar una escena o tal vez dos”. No es casual que Eliot escogiera el monólogo dramático para Prufrock, una modalidad que tuvo su esplendor en la época victoriana con Browning y Tennyson, opuestos a la pomposa lírica prerrafaelita. Harto de la nostalgia por los paisajes exteriores e interiores del romanticismo inglés, Eliot rescata el monólogo dramático en “La canción de amor…” y lo actualiza en La tierra baldía; su antena ya no capta a un individuo sino a un grupo de inadaptados: miembros de la realeza y profetas caídos en desgracia, médiums y comadres que charlan sobre el clima o un aborto, mecanógrafas y empleados que se seducen y olvidan por tedio, exploradores y marinos sin rumbo… Tal comunidad se arrebata la palabra e intenta comunicarse desde la angustia, la impotencia y el caos. De ahí las fallas de origen de sus matices y expresiones, la imposibilidad de “conectar / nada con nada”. Una ópera en retazos para un elenco que, al concluir sus respectivas arias, desaparecerá de escena.
Cuando el poema llegó a manos de Ezra Pound se titulaba He Do the Police in Different Voices [Imita a un policía en varias voces]. “Gracias a Dios —admite Eliot— que [Pound] redujo casi a la mitad un desastre de cerca de ochocientos versos.” Quienes revisen La tierra baldía. Facsímil y transcripción de los bocetos originales (1971) apreciarán el trabajo impecable e implacable de Il miglior fabbro (“El mejor hacedor”), su hondísima huella en el texto definitivo. Pound ayudó a que el talento de Eliot para las imitaciones madurase en un don para las caracterizaciones. Como la de Virgilio en la Comedia de Dante, la voz de Pound es un personaje central del poema de Eliot —al menos, de la lengua del poema—.
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De no ser porque miles de millones temen su existencia ulterior, el “Infierno” constituiría un ejemplo de “correlato objetivo”. Ambientado en la escatología cristiana, el poema de Dante se atreve a concebir los estadios de la vida futura que promueve su religión. En el poema de Eliot, cada sujeto, cada voz, sólo puede imaginar su vida presentísima y aislada. “Eliot ve en la autodestrucción de Europa un paralelo [e incluso, un correlato objetivo] de su derrumbe personal”, señala José Emilio Pacheco sobre La tierra baldía. Si no la habitáramos, ésta constituiría un buen ejemplo de “infierno”, un correlato más en el que cada alma, al pensar en la llave de su salvación o libertad, “corrobora una cárcel”. Eliot evoca inmediatamente la emoción de un “derrumbe personal” a través del derrumbe del poema: una torre de Babel o un Puente de Londres que, en la célebre ronda infantil, is falling down, / falling down, / falling down (“se está cayendo, cayendo, cayendo”).
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… una obra de arte, a la larga, siempre se reconoce según los valores tradicionales, clásicos, las grandes convenciones seculares, que cambian tan lento que no vale la pena hacerse ilusiones de que vamos a presenciar el cambio —apunta César Aira, y remata:— No importa todo lo revolucionaria o provocadora que sea la obra: valores de ruptura e innovación cuentan sólo en el primer momento, en la aparición de la obra, en la recepción que lleva implícita. Después, cuando la trabaja el tiempo, vuelven a imponerse, a favor y en contra, los valores tradicionales.
Los lectores contemporáneos de La tierra baldía han presenciado ya un cambio en “las grandes convenciones seculares” que, hace cien años, juzgaron el ars combinatoria de Eliot con dureza y estupor. Nadie, entonces, hubiera adivinado que el poema se convertiría en un clásico insumiso, en una lección crítica de rebeldía: una escuela donde el talento individual aprende los mecanismos de la tradición —“impulso, energía y organización”, al decir de Pierre Boulez— para hacerla volar en pedazos. Un talento individual, en palabras del compositor francés, como “fusión del artesano y del hechicero”, pero también del arquitecto y del terrorista.
Los viejos sitios de peregrinación suelen ser laboratorios de credos por venir. La tierra baldía seguirá atrayendo lectores a condición de que éstos, en un acto de fe, se deshagan de los dogmas como si fueran mercaderías y alcen nuevos templos para que otros los dinamiten.