Tierra Adentro
“The old castle”, Emanuel Murant. Extraida de Wikimedia Commons.

El castillo, al cual mi criado se había aventurado a entrar por la fuerza, para no permitir que yo, que me encontraba gravemente herido, pasara la noche al aire libre, era uno de esos edificios que combinan melancolía con grandeza y que por mucho tiempo se han mantenido erguidos en los Apeninos, no menos reales que en la imaginación de la señora Radcliffe.

En apariencia, el castillo había sido abandonado temporal y muy recientemente. Nos establecimos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosas. Esta se encontraba en una torre remota del edificio. Sus decoraciones eran ricas, pero a su vez deterioradas y antiguas. Sus paredes estaban cubiertas de tapicería y adornadas con una multitud de escudos de armas de múltiples formas, junto con un numero inusual de pinturas modernas con marcos arabescos dorados.

Aquellas pinturas que colgaban de las paredes, no solo en sus superficies principales, sino en los muchos rincones que la extraña arquitectura del castillo consideraba necesarios; aquellas pinturas habían despertado en mí un gran interés, tal vez a causa de mi incipiente delirio; tanto que ordené a Pedro que cerrara los postigos —pues ya era de noche—, que encendiera los múltiples brazos de un candelabro, que se encontraba junto a la cabecera de mi cama, y que retirara las cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama.

Deseaba con esto poder resignarme a dormir y de no ser posible, a la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que encontramos sobre la almohada y que contenía una descripción y crítica de las mismas.

Por un largo tiempo —pues estuve leyendo por largo tiempo— y de forma verdaderamente devota me dediqué a observar. De forma rápida y gloriosa transcurrieron las horas y la oscura media noche llegó. La posición del calendario me molestaba, por lo que, extendiendo mi mano con dificultad en lugar de perturbar el sueño de mi criado, lo acomodé de manera que su luz diera de forma más directa al libro.

Sin embargo, esta acción tuvo un efecto inesperado. La luz de las numerosas velas alumbró uno de los rincones del cuarto que previamente había estado a oscuras, cubierto por uno de los postes de la cama. De esta manera pude observar bajo una iluminación vívida una pintura que había pasado desapercibida antes. Era el retrato de una mujer joven que apenas estaba alcanzando la madurez.

Miré la pintura de forma apresurada y posteriormente cerré mis ojos. La razón por la cual hice esto no me quedó del todo clara al inicio. Pero mientras mantenía mis ojos cerrados, intenté razonar mis motivos. Fue un movimiento impulsivo para permitirme reflexionar —con la finalidad de confirmar que mi vista no me había engañado—, para calmarme y serenar mi espirito para una contemplación mas sobria y objetiva. Unos momentos después volví a abrir los ojos y me quedé viendo fijamente a la pintura.

Aquello que miraba no lo podía, ni lo hubiera querido, dudar; pues el primer rayo de luz de las velas que cayó sobre el lienzo me despertó de mi somnoliento estupor que nublaba mis sentidos y, una vez más, me llevó a un estado de completa conciencia.

El retrato, como ya lo había mencionado, era el de una mujer joven. No mostraba mas que su rostro y sus hombros; estaba hecho en lo que se conoce en lenguaje técnico como estilo vignette; había en él muchas similitudes con los retratos de medio cuerpo favoritos de Thomas Sully. Los brazos, el pecho e incluso las puntas de su radiante cabello se fusionaban de forma imperceptible en la vaga y a su vez muy profunda oscuridad que conformaba el segundo plano del retrato.

El marco era de forma oval, ricamente chapado en oro y con un afiligranado morisco. Como objeto artístico nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero no había sido ni la ejecución de la obra ni la belleza inmortalizada de aquel rostro lo que me había impresionado tan inesperada y vehementemente. Menos cabía pensar que, tras haberme recuperado de mi estado somnoliento, hubiera confundido aquel rostro por el de una persona viva.

Noté inmediatamente que las peculiaridades del diseño, de la viñeta y el marco debieron haberme disuadido de tal idea inmediatamente y que persistiera un solo instante más. Pensando seriamente acerca de ello me mantuve por, por lo menos, una hora, mitad sentado y mitad reclinado, con los ojos fijos sobre el retrato.

Finalmente, satisfecho con la verdad detrás del efecto de esta obra, me recosté de nuevo en la cama. Concluí que el encanto de la pintura estaba en que la expresión —que primero me hizo estremecer, me confundió y finalmente me subyugó— estaba lograda de forma muy realista y llena de vida.

Con una profunda y reverencial admiración, devolví el candelabro a su posición original. De esta manera, con la causa de mi agitación fuera de mi vista, busqué impaciente el libro con las pinturas y sus historias. Pasando página hasta aquella que habla de aquel retrato oval, leí las vagas y extrañas palabras que presento a continuación:

“Ella era una doncella de singular hermosura, y era tan adorable como llena de júbilo. Maldita fue la hora en que vio, se enamoró y casó con el pintor. El, de carácter apasionado, estudioso, austero y ya casado con el arte. Ella, una doncella de singular hermosura y tan adorable como llena de júbilo; toda luz y sonrisas, y juguetonería; amando y apreciándolo todo; odiando solamente el arte que era su único rival; aprehensiva solo de la paleta y los pinceles y cualquier otro instrumento que la privara del rostro de su amado.

Esto fue terrible para esta doncella, cuando escuchó que el pintor deseaba retratar incluso a su joven esposa. Pero ella era humilde y obediente, y se sentó dócilmente durante semanas en la habitación de la oscura torre, donde la luz se filtraba por el cielo raso solo dando al pálido lienzo. Pero él, el pintor, glorificaba su trabajo que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y él era apasionado, y salvaje, y malhumorado, y se perdió en su ensimismamiento; tanto que no de dio cuenta que la luz cadavérica que penetraba en aquella solitaria torre mancillaba la salud de su esposa que parecía consumirse para todos, excepto para él.

Aun así, ella continuaba sonriendo, sin quejarse, pues vio que el pintor —que contaba con un gran reconocimiento— encontraba un ferviente y apasionado placer en esta tarea, y pasaba día y noche tratando de retratarla a ella que tanto lo amaba y que, sin embargo cada día estaba más débil. Y verdaderamente aquellos que habían observado el retrato murmuraban de su semejanza maravillados, como si fuese una prueba no solo de la habilidad del pintor, sino del profundo amor por la doncella que había pintado tan sorprendentemente bien.

Finalmente, su vez que aquella labor llegaba a su término, se dejaron de admitir personas en la torre, pues el pintor se mostraba enloquecido con el fervor que ponía en su trabajo; rara vez quitaba los ojos del lienzo, ni siquiera los levantaba para mirar el rostro de su esposa.

Fue incapaz de notar que los colores que ponía sobre el lienzo desaparecían de las mejillas de aquella que estaba sentada a su lado. Y cando transcurrieron muchas semanas y poco quedaba por hacer, a excepción de unas pinceladas en la boca y unos matices en los ojos, el alma de la dama centelleó como la flama dentro de una lampara a punto de extinguirse.

Y las pinceladas fueron dadas y los matices hechos; y por un momento el pintor quedó pasmado en éxtasis frente a la obra que había terminado.  Pero inmediatamente, aun mirando la pintura, comenzó a temblar, se puso pálido y dio un alarido de terror: “¡En verdad esta es la vida misma!”, y volteó bruscamente a ver a su amada: ¡Estaba muerta!

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