Cinco instantáneas
Hoy para hablarte me he quedado solo;
cerré para estar solo todas las ventanas,
el ojo alegre de las cerraduras
y los libros y las puertas. Y todo lo he cerrado.
Nomás los labios no, ni estas atormentadas
palabras que irán naciendo de mis labios a oscuras.
El retorno, Miguel Guardia
11:30 A.M
Un pequeñísimo bloque de hielo, del tamaño de una caja de zapatos, reposa junto a un puesto de lámina cubierto de polvo. Desde su centro corren hilos de agua hacia la banqueta, que muestra el característico color parduzco del pavimento que se llena de grasa y que, aunque se lave con abundante cloro y jabón, permanece oscuro. En un proceso invisible a simple vista, ese trozo de hielo recuerda que es agua y comienza a deshojarse en diminutos pétalos de cristal que se vuelven arroyo. Unos metros más allá, un segundo bloque, de mayor tamaño, vuelve a su semilla a un ritmo distinto.
Son las once de la mañana y hay en las calles mucha menos gente que de costumbre. Los vendedores que aún instalan sus puestos (casi todos de comida) aguardan, platican a veces entre sí, revisan su teléfono celular o miran hacia las escaleras de acceso al metro, luego a las avenidas circundantes. Nada. La siguiente semana, según les informó su representante, puede que ya no sea posible ni instalarse; además, se rumora que los paraderos cerrarán. Los que están, los que se quedaron, aguardan con el gesto del actor que debe representar una tragedia aunque no haya nadie en el público.
“Está flojo, está flojo”, dice un hombre al pasar, con el tono con el que se dan los buenos días. “¿Ya mero? Vámonos ya. Ánimo, ánimo”: saludos que se vuelven casi una clave entre ellos.
El pequeño bloque de hielo sigue su camino hacia su propia mutación; ahora es menor, aunque no lo parezca, y una parte de sí viaja en los zapatos de una enfermera hacia el metro Nezahualcóyotl, mientras otra se adentra en las calles que están más allá del puente, adherida a las llantas de un bici taxi.
El bloque grande conserva su tamaño, parece sufrir amnesia momentánea: olvidó que es agua, que nada sabe de prisiones y puede irse, a diferencia de los vendedores, que deben esperar a terminar su mercancía para ver lo menos afectada su economía, que no puede permitirse el aislamiento. “Ya mero, ya mero”, se dicen al pasar frente al puesto de algún vecino, quizá en espera de que les digan lo mismo.
Todo parece indicar que habrá quienes soportarán aquí todos y cada uno de los días que le restan a este bache en la rutina; no hay a dónde más ir, nada más qué hacer.
Se canjea un riesgo de muerte por otro, porque el encierro, para quien no posee un sueldo ni prestaciones, no es una posibilidad.
Siempre que se cierra una puerta se abre una ventana, dicen, aunque esta vez quizá sea forzoso cerrar ambas. Cerrar todo. El que parece permanecer firme en su rutina es el repartidor del hielo, que realiza su entrega aunque los puestos ya no se instalen: como seguir llevando el correo a una casa donde, desde hace años, ya no vive nadie.
12:45 P.M
Aunque al principio parece no creerse, hay suficiente espacio para todos en el metro, a pesar de que es casi la una de la tarde. Sin embargo, la gente viaja encogida, firme, contenida; parecen cargar, todavía, con el peso de alguien más en la espalda, a los costados, al frente: un dolor fantasma del espacio.
Un hombre, que viaja de pie, suda copiosamente, como si se derritiera. Recarga la espalda en las puertas y cierra los ojos por un momento, luego se pasa la lengua por el bigote y se talla los ojos, carraspea y se endereza. Pareciera burlarse de todas y cada una de las recomendaciones emitidas para evitar la propagación del virus.
Hay silencio en los vagones, en los andenes, en los pasillos. Algunos asientos permanecen vacíos, a pesar de que hay gente parada. Un hombre ciego avanza por el pasillo y, mientras canta, lleva el extremo de su bastón de lado a lado, como detector de metales.
Que tus ojitos
jamás se hubieran
cerrado nunca
Avanza a pasos diminutos, firmes a fuerza de lentitud: parece un juguete de cuerda que alguien soltó en este vagón; un juguete de cuerda con el mecanismo averiado, que ya no podrá detenerse. Canta con firmeza y cuando siente a alguien llevarse la mano al bolsillo, ralentiza la marcha y aguza el oído. Luego, cuando la moneda cae en el vaso que sostiene a la altura del estómago, la toma de inmediato y la coloca al interior de su camisa, junto al corazón.
Amor eterno
Eterno
Amor eterno
Eterno
Su “eterno” no termina de caer nunca, como si el tiempo se hubiera detenido, mientras él desaparece en el andén. La estación de autobuses TAPO refulge a lo lejos, como una moneda olvidada en el pavimento.
En la estación Morelos, el tren hunde la cabeza en la tierra, como avergonzado, y el calor que sembró el sol desde Ciudad Azteca hasta San Lázaro comienza a marchitarse en el ambiente. Hay poca gente, pero el vagón está lleno de murmullos, de charlas que no encuentran ya la salida. Una mujer, que lleva a una niña de la mano, sube y espera a que se cierren las puertas. Abre la pequeña hielera que cuelga a su costado y un golpe de humo helado escapa como una llamarada; comienza a anunciar los precios de los helados y congeladas. Antes de bajar, casi arrastrado por su madre, un niño abre los ojos como si nunca hubiera visto el hielo, luego mira por un segundo a la hija de la vendedora.
1:30 P.M
De la lona que cubre la carretilla, reptan hacia el piso ligerísimas gotas de agua turbia; una procesión de hormigas de vidrio. En el bloque de hielo, reposan tres botellas de refresco que se hunden cada vez más debido al calor.
―Aguas, refrescos, jugos.
Empuja un poco la carretilla y se detiene, luego continúa su camino. El siguiente puesto está vacío. Un par de maniquíes, vestidos con ropa deportiva, lo miran alejarse. Los pasillos de Tepito lucen despoblados, inverosímiles.
La ropa en los tendidos está ordenada, a diferencia de los días con más movimiento, cuando la gente hunde sus manos entre la tela con el gesto de quien remueve la tierra para buscar a los desaparecidos. Aquí el orden denuncia la calma.
―Aguas, refrescos, jugos ―repite el hombre, pero ni siquiera voltean a mirarlo―. Tengo cerveza preparada, sangría…
Lo último lo dice en movimiento. El sol se queda en la parte alta de las lonas y al suelo solo alcanza a llegar una luz teñida de rojo, de rosa, de azul. Un caleidoscopio lleno de polvo, de ruidos ausentes. La soledad de los pasillos es casi idéntica a la de las calles que conectan Tepito con el Zócalo de la Ciudad de México. Los vendedores reposan a la espera de los clientes que terminan por no llegar. Una banda de guerra avanza, como puede, entre los puestos, y el aire caliente de la tuba, del clarinete, se enreda en los oídos. Un aire caliente lleno de microscópicos restos de saliva, de diversas formas de vida.
Un vendedor de raspados, que devasta el bloque de hielo del que salpican ligerísimas chispas de agua que no alcanzan a llegar al piso, se hace a un lado para que la orquesta continúe su camino, para que sigan arando el aire caliente con sus pasos y después siembren notas en los surcos; que nazca una melodía que haga algo contra este silencio que de pronto se vuelve atronador.
2:12 P.M
A unos metros del Zócalo Capitalino, en Luis González Obregón, un grupo de mujeres aguardan sentadas en las jardineras. Están quietas y sobre las cejas tienen un pedazo de papel casi transparente; una de ellas tiene las manos francamente abiertas: está esperando a que sequen las uñas postizas que le acaban de colocar y que aún son transparentes como una rebanada de hielo. Después vendrán los colores, colocados en un diseño creado exclusivamente para ella.
―Te plancho tus cejas, amiga. Un tratamiento, uñas. Pásale.
La mujer vuelve a la sombra después de invitar a un par de muchachas a recibir un tratamiento facial, se lleva las manos a la cadera y reanuda la conversación que había dejado a medias con una de sus compañeras. Mira de nuevo hacia la calle y sopesa con los ojos, pero esta vez no se acerca a repetir la oferta. “Así es, así es esto”, dice más para el aire que para alguien en particular, y vuelve a mirar hacia la calle, sobre la que ahora no hay más de tres personas. Resopla y se alisa el cabello.
Una cuadrilla del grupo de limpia, vestidos de verde fosforescente, se bate en retirada: una de las mujeres lleva en la mano una bolsa con botellas vacías. “Hay que ponerle buena cara a este business, si no, ¿cómo?”, dice al teléfono una mujer que pasa por ahí y que rechaza, con un gesto de la mano libre, el servicio que le ofrecen.
―Te plancho tus cejas, te hago unas uñas.
Da un par de pasos hacia el sol en la banqueta y vuelve con la misma prontitud a la sombra. Un olor a acrílico sube por el aire caliente y se va en silencio. Otra mujer se sienta en la jardinera y mira sus uñas recién colocadas, luego echa la cabeza hacia atrás para que comiencen a depilarle las cejas. Las manos de la cultora de belleza, con gesto experto, recorren el rostro y extraen, uno por uno, los vellos que se consideran innecesarios. Mientras recibe el tratamiento, ella y quien la atiende intercambian un par de frases, pero nada comentan sobre virus, sobre enfermedades, sobre aislarse: su vida parece correr por derroteros totalmente distintos.
A unos pasos de las jardineras, hay un puesto de periódicos. Un hombre, parapetado tras un par de muertos en primera plana, destroza un bloque de hielo con ritmo de pájaro carpintero, luego lo vierte en una caja de plástico llena de botellas de agua y refresco.
La Ciudad de México es una urbe de agua en todas sus formas, pero principalmente de hielo, que bien podría ser la moneda corriente. Una ciudad que siempre tiene sed porque tiene la garganta reseca de gritar sin que ya nadie escuche.
―Unas uñas, un tratamiento. Pásale.
En la banqueta del otro lado de la calle, un invidente se mece de izquierda a derecha a un ritmo que no es el de la canción que escurre de la enorme bocina que le cuelga del pecho. Aferra el micrófono con la mano izquierda y canta de una forma que más bien parece un rezo. Del vaso de plástico que pende de su cuello, como un escapulario que se quedó sin deidad, no escapa ningún sonido porque está vacío. Baja la voz dramáticamente cuando la banqueta se queda sola. Después, en el momento en el que siente pasar a alguien a su lado, eleva el canto y espera un poco, pero nada pasa. Es una sensitiva de sudor en medio de este vacío que son las calles.
Frente al puesto de periódicos, se detiene un hombre en silla de ruedas; avanza hacia atrás, para impulsarse con los pies, porque sus manos y brazos presentan una deformidad. Pide un refresco y comienza a rebuscar en su pequeño morral. Sus manos, eternamente crispadas, aturdidas por un frío invisible, imperceptible, rebuscan sin hallar, hasta que por fin encuentra la moneda y se aleja con el refresco en el regazo, siempre hacia atrás, como si quisiera volver al punto donde todo inició.
―Unas uñas, te plancho tus cejas; un tratamiento, amiga.
3:05 P.M
La plancha del Zócalo luce casi vacía. Un grupo de jóvenes, de entre quince y dieciocho años, se esconde bajo la sombra de la bandera. Luego, cuando el aire la hace moverse, ellos también dan un par de pasos para seguirla. Una anciana, sentada sobre una tela roja que ha extendido frente a Palacio Nacional, entrecierra los ojos para observar a la gente que pasa por ahí. Frente a ella, también sobre la tela roja, yacen numerosas pulseras que ella misma ha tejido. Cuando logra vender una, recibe el billete de 20 pesos y lo acerca a su rostro para distinguir el monto, lo lleva a su frente, al esternón, al seno izquierdo y al derecho, después lo guarda en un pequeño morral que pende de su pecho y que hasta hace unos segundos estaba vacío.
Del otro lado del Zócalo, las vitrinas de un par de joyerías reposan en silencio, sin ojos que las observen. Sobre monturas de oro, de plata, algunas piedras brillan en tonos fríos. Un grupo de relojes, como parvada de estorninos, sobrevuelan la existencia con las alas extendidas a las 3:15 de la tarde. Madero es larga y caliente, pero más que nada recta, como un vendaje restirado, tal vez eterno.
Madero de las multitudes es ahora una calle por la que poca gente transita. Madero de las estatuas de hielo viviente, que se retiran con la caída del sol, cuenta los transeúntes con los dedos de ambas manos.
Un niño disfrazado de Michael Jackson baila ante la mirada atónita de apenas un par de espectadores, apenas un par de pasos, y después continúa su camino. Hay poca gente, pero hay: nada que no pueda ser visto puede ser temido por ellos, los que ahora circulan aferrados de la mano, los que se abrazan y se besan frente al Museo del Estanquillo, los que entran riendo al Sanborns de los azulejos.
Bellas Artes se levanta como un iceberg en medio de este mar de calor que es la ciudad. En sus jardineras reposan parejas de diversas edades, aunque no tantas como otros días. Un fotógrafo camina de aquí para allá, ofreciendo congelar el tiempo por un segundo y entregarte la prueba en un papel. Un bolero brota de la garganta de un cantante urbano y un bolero espera sentado a la sombra de un árbol para comenzar a trabajar y resistir otro día: ciudad homofónica, homofóbica.
Cerca de metro Hidalgo, una anciana agita un bote con monedas; de su andadera cuelgan matamoscas y en las manos lleva bolsas de muéganos: 10 pesos cada una. Para dar el cambio de un billete de 20, toma de su bolsa dos monedas de 5 pesos entre el índice y el pulgar derechos y las frota despacio porque, dice, solo así reconoce el monto. Después se persigna y se besa la mano: nada que no pueda ser visto puede ser temido: para ella, y los que son como ella, los que comen y viven y aguantan con 30 pesos al día, con 50 pesos al día, nada que quepa en una gota de agua puede asustar; nada que no pueda ser percibido con alguno de los cinco sentidos vale tanto como para no intentar sobrevivir un día más. “Es que ya no veo, estoy casi ciega”, agrega después de entregar el cambio, y bajo sus gafas oscuras, por un segundo, asoman sus pupilas blancuzcas, pulidas como un espejo, como un trozo de hielo.