Tierra Adentro
Balam Rodrigo. Foto tomada del portal Tercera Vía.

Balam Rodrigo (Villa Comaltitlán, Chiapas, 1974) recibió este año el Premio Nacional de Poesía Tijuana por Ceibario, su primer libro escrito, y el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes por Libro centroamericano de los muertos, recientemente publicado por el Fondo de Cultura Económica.

Licenciado en Biología por la Facultad de Ciencias de la unam, estudió la maestría en Ciencias Biológicas, un diplomado en Teología Pastoral y fue futbolista profesional. Su obra ha merecido más de cuarenta reconocimientos entre los que destacan los ya mencionados.

A continuación presentamos una parte de la charla que Hamlet Ayala sostuvo con el poeta acerca de su trayectoria y sus ideas sobre la escritura.

 

Estudiaste biología, fuiste futbolista profesional y luego hiciste estudios en teología, hasta convertirte en pastor evangélico. ¿Cómo es que ese camino terminó por desembocar en la poesía?

Creo que tiene que ver con que desde niño me gustó leer, por raro que parezca. Mi madre era costurera y mi papá vendía en la calle, aunque había unos cuantos libros en la casa; a mi mamá le gustaba mucho leer y a mi papá también. Siendo vendedor ambulante, mi papá siempre se llevaba un libro cuando salía a trabajar. A él le gustaba leer libros de política, pero también tenía libros como El mono desnudo o el Popol Vuh.

La Biblia fue uno de los primeros libros que leí, y así fue como me inicié en el cristianismo. Mis papás, que eran medio hippies, nunca nos bautizaron ni nos llevaron a la iglesia. Así que lo mío fue de manera natural, por leer. También me dio por leer cosas científicas. Uno de los “culpables” fue Julio Verne. Leí La vuelta al mundo en 80 días, Miguel Strogoff, varios de estos libros de la Editorial Porrúa, en letra pequeñita, baratos, que mi papá compraba y había leído en la preparatoria, hasta donde estudió. Él también leía una revista, Evolución, que abordaba temas de avances científicos y demás. Luego estaban los libros de mi madre, que estudió enfermería técnica, textos sobre medicina, enfermedades y esas cosas. Ese tipo de libros, y la Biblia, me apasionaron por la lectura.

Considero que mi primer contacto con la poesía es por medio de la Biblia —básicamente un libro de poesía, al margen de la cuestión religiosa— y a través del baile de los moros, unas contradanzas que se escenifican en Villa Comaltitlán, y en otros pueblos del Soconusco, desde hace cinco siglos. En esa danza, que dura entre tres y cuatro horas, se cantan Los doce pares de Francia y El cantar de Roldán. Y por otra parte también los rezos, los cantos del pueblo, la riqueza de la tradición oral que hay en Chiapas. Eso me parece fundamental también para mi formación como escritor. El detonador, ya como lector, a los seis o siete años, fue La vida inútil de Pito Pérez, primer libro que leí completo. Ese texto costumbrista de José Rubén Romero me fascinó, lo leí varias veces, me divirtió, me maravilló y me sorprendió.

 

¿Cómo empieza tu ejercicio de escritura, cómo te aproximas a tu primer libro?

Se da cuando estoy terminando la licenciatura en Biología, leyendo un libro de Stephen Jay Gould, un gran divulgador de ciencia y paleontólogo. Tenía como epígrafe unos versos de Jorge Luis Borges: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías?”, del poema “Ajedrez”. ¿Quién era ese señor Jorge Luis Borges? Entonces empecé a leer primero todos sus libros de cuentos y luego los de poesía. El primero que leí de él fue una comunicación entre Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes, donde viene citada una traducción de Borges del poema “The Rock”, de T. S. Eliot. Me maravilló ese poema. Por culpa de esa carta de Borges a Reyes llegué por primera vez a T. S. Eliot, a La tierra baldía, un descubrimiento para mí, en los libritos de material de lectura de la unam que yo leía en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria.

Comencé a leer poesía a finales de los noventa, y comencé a escribir poemas sobre todo motivado por otro libro que me dio el empujón definitivo: La reclusión solitaria, de Tahar Ben Jelloun. Éste escritor marroquí tiene otro libro que después encontré en una librería de viejo y se llama Harrouda, una novela poemática. Entonces pensé que yo quería hacer algo como eso. Aquello fue en 1998, cuando conocí a Itzel, mi esposa. Ahí comencé con la idea de un libro, trabajando sobre los mitos de la ceiba, la cosmovisión de la ceiba, la botánica de la ceiba: Ceibario. Ese libro es de 2001 o 2002. Curiosamente fue publicado este año.

Al terminar la maestría, en 2004, me dije: “Quiero dedicarme a esto, quiero escribir poesía. Voy a dedicarme un año. Si no funciona vuelvo a la biología”. Al poco tiempo obtuve mi primer premio literario y en 2005 se publicó mi primer libro.

 

En esa primera etapa, ¿tuviste acercamientos con poetas mayores para trabajar sobre tus poemas?, ¿quiénes fueron tus poetas tutelares, más allá de tus lecturas?

No, no tuve ese acercamiento. Lo que sí me sucedió fue que Roberto López Moreno, un poeta chiapaneco, me escuchó leer unos poemas en la unam. Me dejó su número, y luego yo busqué sus libros para saber quién era. Después nos vimos, me propuso ir por unas cervezas a la cantina El Frontón en Coyoacán, y yo le llevé algunos de mis primeros poemas, de mi libro Ceibario. Me dijo: “Oye, yo no creo que seas biólogo. Yo creo que eres poeta”. En el 2003, con los poemas de Ceibario también fue importante la opinión crítica del maestro Juan Bañuelos. En San Cristóbal de las Casas se organizaba un festival que se llamaba Chiapas de Poesía. Me invitaron a participar el director del festival, el poeta Ulises Córdova, y también Máximo Cerdio. En ese festival el maestro Juan Bañuelos me decía: “Es que tú eres poeta, no eres biólogo”. Ese acercamiento con ellos fue muy importante. Al taller que asistí algunas veces, aunque nunca trabajé ningún texto, fue al de Óscar Oliva, que ya coordinaba mi amigo Máximo Cerdio. A mí me interesaba ir a tomar el café después del taller, a platicar con mis paisanos, sobre todo con Máximo que es una gran persona. De ahí yo no tuve taller hasta que obtuve la beca del fonca.  Así que en realidad nunca me acerqué a alguna figura que me comentara mis textos. Lo que sí tenía era una serie de amigos que leían mis poemas y me daban su opinión. Pero, curiosamente, la mayor parte de esos lectores críticos, amigos, no son poetas.

Algo que quisiera mencionar aquí, que creo que en ninguna otra entrevista he platicado: hubo un grupo que formamos mis hermanos y yo, lo nombramos Los Seculares —una de mis novelas trataba sobre el tema—, y teníamos toda una filosofía de vida. Hicimos ese grupo entre algunos biólogos y otros amigos y mis hermanos, que estábamos caídos en desgracia material y vivíamos juntos en una casa en la Ciudad de México. Nos reuníamos, pero no sólo para beber y charlar, sino para ir a la Cineteca, discutir películas, libros… y uno de los objetivos que nos propusimos —porque todos veníamos de un contexto miserable económicamente, del estrato más bajo de la sociedad— fue lograr ser lo que nosotros quisiéramos (un escritor, un cineasta), pero no debía ser sólo un oficio. Parte de la filosofía de esa secularidad —y por eso mi primer libro, Hábito lunar, está dedicado a Los Seculares— era poder estar en distintos contextos y dominar distintas materias, volver a esta idea del naturalista, a un universalismo, al humanismo universal. Nos reuníamos los viernes o los sábados después de nuestras jornadas de trabajo o estudio, nos sentábamos a hablar sobre algún libro o alguna película, e íbamos a presentaciones, a charlas sobre ciencia. Nos propusimos entre todos dominar distintos oficios que estábamos estudiando y llevarlos hasta sus últimas consecuencias. Me acuerdo mucho que decían: “Si vas a meterte a la poesía, lo mínimo que puedes hacer es obtener premios con tu trabajo, incluso ganar el Premio Aguascalientes”. Y yo veía eso a una distancia de mil años. Pero mucha de esa filosofía nos la tomamos en serio, tanto así que mi hermano Canek llegó a hacer un cortometraje que llegó a proyectarse en Colombia. Él estudió ingeniería ambiental. Otro de mis hermanos es pintor, artista plástico, otros escriben; uno de mis primos, Jonathan, fue cocinero, pero también hacía ambulancias en una ensambladora especializada. Otro que perteneció a nuestro grupo, mi compadre y cuñado, fue futbolista profesional, terminó su carrera y trabaja como ingeniero en sistemas computacionales. Ahora es también juez de charrería. Otro más, mi compadre Leonel, publicó un artículo breve en la revista científica Nature, asistió a un congreso de la nasa, se doctoró y es cantante semiprofesional de canciones rancheras y boleros, ameniza fiestas y ferias populares. Lo de Los Seculares fue un juego que se convirtió en algo interesante. Varios seguimos esa filosofía durante mucho tiempo y curiosamente esa locura juvenil tuvo efectos y los sigue teniendo en nuestras vidas.

 

En tu libro Marabunta aparecen estos versos: “materiales más divinos que la luz / —la sangre, el pan y el verbo—”. De alguna manera, esto va sugiriendo una postura frente al oficio de la escritura poética. ¿Esa trinidad de elementos divinos guarda alguna relación con las áreas de conocimiento que fuiste explorando (la ciencia, el deporte y la literatura)?

Esta relación que encuentras me parece muy interesante. Yo me dije que si quiero ejercer este oficio, tengo que oficiar frente a esos elementos del lenguaje —la sangre, el pan y el verbo— con toda esta experiencia, de una manera disciplinada y, por decirlo de alguna manera, profesional, seria. No voy a jugar, sino que voy a tener fe en que lo que quiero hacer es escribir, crear arte. Pero no quería ser o actuar como poeta. Si por un lado me tocó predicar, y conocer a figuras tan importantes en el futbol y en la ciencia, no me gustaría ser como los varios clichés que me ha tocado ver. Además soy muy obsesivo con lo que trabajo. En el futbol finalmente se trata de un juego, pero se reviste de cierta seriedad, y en el caso de la ciencia no hay juego alguno, ni en el caso de la religión. Entonces pensé que tenía que lograr una amalgama de eso. Y ¿por qué lograrla por medio de la poesía? Porque es un espacio de profunda libertad.

 

Hablando de tus últimos dos libros publicados, Marabunta y Libro centroamericano de los muertos, es notable que te ocupas de un entorno regional y por ende de una región del español. Pero la temática de la migración los emparentan inevitablemente con otros territorios, que no tienen un mismo uso del idioma pero sí una dinámica de frontera. ¿Cómo te identificas con la frontera del norte de México y con su literatura?

Lo que pasa es que la migración en México no inicia en la frontera norte, y la literatura sobre las fronteras para muchos lectores y estudiosos del fenómeno inicia con la frontera norte, que es donde se da el resultado de la movilidad humana que viene desde el sur. Entonces se me hizo extraño que no se hablara desde la poesía de lo que pasa en el sur, que se obviara o se hiciera como que no existe. Y no es así. Sucede que varios y muy buenos narradores nativos de la frontera sur, ya incluso del siglo xix, escribieron novelas y otros libros que hablan de esta frontera sur. ¿Por qué esas novelas no se conocen? Porque las escribieron de una manera muy regional. Y sí hay un puñado de poemas sobre el tema de la frontera sur, pero también son muy locales o regionales. Lo que sucede con la literatura de la frontera norte es que tienen puesto el foco mediático del momento histórico y político que les toca vivir, por eso es consumida. Y están los centros mexicoamericanos de estudios sobre literatura chicana, por la plata que tienen los gringos en el supuesto interés por la cultura mexicana y el real interés del sur de los Estados Unidos en entender sus raíces. Pero aquí no interesamos porque parece ser que somos mexicanos de tercera.

Al escribir Marabunta pensé que debía lograr en mi libro aquello que no han logrado los narradores y poetas de la frontera sur, para que no sea simplemente un ornamento lírico o descriptivo que refleje el paisaje fronterizo, donde decir “río Suchiate” o “frontera sur” sean meramente tentativas, y me di cuenta de que no había libros de poesía que hablaran verdaderamente de la frontera sur y la migración de los centroamericanos, siendo que desde niños fuimos testigos de este drama humano incluso antes de que al tren se le llamara La Bestia. Debía escribir un libro de carácter más universal, universalizar las particularidades de esta frontera, pero hacerlo hablando desde y hacia el universo del español. Y que al hablar de la frontera sur no limitara ese hecho a una escritura provinciana. Por otro lado, lo que sucede con el exceso de norteñidad o de norteñización en la literatura mexicana, es que se llega a agotar estéticamente. Y también, como en un espejo —porque son situaciones de condición humana que suceden de uno a otro lado—, hacer no una frontera que corte o limite, sino un puente de comunicación entre ambas fronteras. Ahí están el río Suchiate y el río Colorado, pero ¿y en medio qué? Había que hacer un puente de conexión por medio de la poesía. Para mí fue muy importante lograr esto. Tengo que hablar de lo que yo conozco desde el lenguaje con el que hablo, como si yo le hablara a cualquier otro centroamericano, a un migrante, a mi papá, a mi mamá, a mi tío, a cualquier persona. Finalmente la lección mayor me la dio mi papá, tres meses antes de morir —motivo por el que retomé la escritura de Marabunta—. Me dijo: “hijo, he leído todos tus libros, y la verdad es que no entiendo muchas cosas, tu mamá me ha explicado lo que dices, pero una vez leíste un poema donde hablabas de mí, cuando estuvimos en la frontera y nos iban a asaltar los maras y todo eso. Ese poema me gustó porque le entendí”. Las palabras de mi padre me hicieron reflexionar en el trabajo que yo estaba haciendo, para quién estaba escribiendo. Así que me dije, basta de escribir para mi sueño de que me lean los otros poetas, tengo que volver a lo que me había planteado desde un inicio: escribir para cualquier persona.

Por otro lado, la mayor parte de la poesía producida en la frontera norte se hace desde un español mexicano norteño. Entonces, si desde aquí hablamos y vivimos otro español, por qué no escribirlo con el español con el que hablo y con el que sueño y con el que mi gente habla, que es un español, en mucho, centroamericano. Y esa centroamericanidad es un aporte a la mexicanidad, a una mexicanidad que ha sido soslayada, invisibilizada y nunca considerada en términos literarios. Para mí lo mejor de todo es que Libro centroamericano de los muertos es un libro escrito con un español más cercano al de Guatemala, al de El Salvador o al de Honduras: me considero el primer centroamericano que gana el premio de poesía más prestigioso de México.

 

Dices que te determinaste a hacer una poesía menos provinciana y más universal sin abandonar el localismo. ¿Cómo se deja de hacer una literatura “provinciana” sin abandonar los referentes y los usos regionales del idioma?

Una de las reflexiones que hice en estos poemas sobre migración fue que en la historia de la humanidad ha habido siempre diversos éxodos. Algo que yo quería hacer, a propósito de la cuestión que planteas, era abordarlo por medio del lenguaje de una forma que fuera más allá del panfleto o del periodismo y demás. Pensé que donde dice Suchiate bien podría decir Río Jordán, o Yangtsé u otros ríos que dividen países. Y donde dice centroamericano bien podría decir marroquí, magrebí, sirio, afgano, kurdo… es decir, que cualquier persona que sea o haya sido un migrante pueda leer uno de los poemas y le parezca que refleja su propia condición humana. Pero, insisto, escribirlo no con un español que dé concesiones a los lectores tradicionales de poesía en México —que son los críticos y los propios poetas—, sino con el español que hablan esos migrantes de los que hablo.

En el Festival Internacional de Poesía de Quetzaltenango, en San Cristóbal Totonicapán, se hacen lecturas en la calle, una caminata poética. Es un lugar con muchos pobladores indígenas y con muchísimos migrantes. Cuando leí mis poemas sobre migrantes ahí, algunas personas se pusieron a llorar y se acercaron para pedirme los poemas, y una señora se encargó de ir a fotocopiar el poema y repartirlo entre quienes me lo pidieron y después me pedían que se los dedicara. Fue muy conmovedor que esas personas, de las que algunas apenas saben leer, y que son de otros países, se acercaran y me dijeran: “esto fue lo que le pasó a mi hijo, que fue migrante y murió, desapareció en México y ya nunca lo volví a ver”. O en El Salvador, cuando estaba prohibido hacer apología de la Mara, leí el poema que se llama “Marabunta”, y causó un disgusto entre la gente que estaba como escucha —principalmente de la élite cultural que organizaba la filcen—, pero se acercaron dos personas que a mí me parecieron muy importantes: una persona del público que me dijo: “fíjese que mi hijo fue marero y lo mataron, y este poema que leyó siento que habla de él, y así como lo habla usted yo me acuerdo que así hablaba mi hijo…”; y otro señor, el de intendencia de ahí de la Feria, me dijo: “es que yo fui mara, por qué no le pone usted ahí mi nombre al que habla…”. Y hace dos años, en Guatemala, un amigo salvadoreño me decía: “me da mucha envidia que logres escribir poemas más salvadoreños que los míos”. Eso para mí fue muy bonito. Muy vergón se dice por estos rumbos.

 

¿Qué le aporta la poesía al tema de la migración, que está atendido por el periodismo y por las estadísticas?

Eso es algo que me pregunté desde un principio, y por ello no había publicado Marabunta. Existe mucha información, reportajes, películas, hasta la saciedad, pero no dejan de ser descriptivos, muy descarnados o, en el caso de “La Mara” y otros más, ornamentales, que caricaturizan la frontera sur. O bien, noticias que no dejan de ser efímeras. Lo que sucede con la poesía, que por principio y sobre todo es literatura, es que busca no estar escrita sobre la lápida con plumón deleble, sino que intenta estar cincelada en la roca de la realidad. Lo que busco es reflejar lo que ha sucedido en este tiempo que me ha tocado vivir. Lo que espero es que la poesía le dé cierto don de intemporalidad. Con el documental o el texto periodístico uno puede saber de los éxodos que han existido, de las migraciones forzadas, pero cuando uno lee un libro de literatura, encuentra que al hablar de las migraciones pasadas de alguna manera está hablando de las migraciones futuras, incluso de las del presente. No importa si son miles de migrantes, algunos de los que yo hablo en esos poemas son todos y uno a la vez. Y eso no tapa la herida, la hace más profunda, permanente.

 

Ahora que ganaste el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, en su edición número cincuenta, estás emparentado particularmente con otros autores chiapanecos que anteriormente ganaron ese mismo premio: Juan Bañuelos, Oscar Oliva y Efraín Bartolomé. ¿Encuentras alguna relación con  sus libros ganadores del premio?, ¿te parece que junto con tu libro reflejan la evolución de una poética desde el territorio de Chiapas?

Sí. Antes de leer a Sabines, el primer libro que leí de un poeta chiapaneco fue Estado de sitio, de Oscar Oliva. Comencé a leer esos libros de Lecturas mexicanas, una serie muy bonita, con tirajes de diez mil a treinta mil ejemplares. Ahí leí el segundo libro de poesía chiapaneca, Espejo humeante, de Juan Bañuelos. A Efraín Bartolomé lo conocí muy posteriormente, pues leí su libro Música solar, que ganó el Premio Aguascalientes, cuando mi libro Ceibario estaba escrito, hacia el año dos mil dos o dos mil tres. Hay quienes dicen que ese libro mío está muy inspirado en la obra de Efraín Bartolomé. En lo absoluto, no. Lo que sucede es que Efraín Bartolomé y todos los chiapanecos tenemos el mismo contexto, la escenografía vital, paisajística y de lenguaje, el fasto natural chiapaneco. Soy mucho más cercano y me debo más estéticamente a Bañuelos, a Oliva y a Roberto López Moreno que a Efraín Bartolomé, a quien leí posteriormente y que no es un referente inmediato mío. No es por desdén, sino porque no es uno de mis escritores tutelares.

Así que me parecía penoso que en la poesía mexicana joven no se reflejara lo que estaba sucediendo en el país. Cuando comencé a leer poesía todavía no estaba desbordada toda esta guerra actual contra el narcotráfico. Pero ahora, algunos poetas relativamente recientes piensan que están descubriendo la poesía que habla de la violencia y demás, cuando el grupo de La Espiga Amotinada escribió sobre esto hace más de sesenta años. Sucede que la poesía testimonial es una poesía tachada de roja, cercana al comunismo, y además no pertenece sino a la tradición centroamericana. Yo no hago más que escribir a partir de dicha tradición.

Así que pienso que tengo que dar continuidad y no hacer otra cosa que formar parte de la tradición testimonial de la poesía de Chiapas, que tiene un siglo al menos. Eso me parece muy importante. Nos vincula estrechamente con Centroamérica. En este sentido, fue muy significativo para mí ser el cuarto chiapaneco en obtener ese premio. Sobre todo pensando que, en un estado donde el veinte por ciento de la población es analfabeta, hayamos cuatro poetas que hemos ganado el Premio Aguascalientes de poesía, esto me parece un acto de verdadera subversión y no hace falta escribir sobre el zapatismo o ser zapatista para lograrlo. Mi libro es el que obtiene el galardón, finalmente.

 

¿Cómo explicas que la poesía testimonial padezca un menosprecio, cuando al mismo tiempo estamos citando referentes que están premiados en un certamen de prestigio y hoy están posicionados entre la poesía mexicana mejor lograda?

En parte tiene que ver con el supuesto “descubrimiento” de los medios electrónicos, lo performático y lo posmoderno como la gran ruptura en la poesía mexicana. O la escuela del trasnochado infrarrealismo que algunos dicen seguir a partir de la lectura de Roberto Bolaño como si fuera el gran escritor —considero que tiene un par de libros muy buenos, pero parece que no me sorprenden en demasía—. Curiosamente esos actos performáticos e infrarrealistas los realizan ciertos y mediocres poetas frente a otros poetas, y lamentablemente no los realizan frente a políticos o autoridades para manifestar y exigir los derechos de las demás personas frente a funcionarios que detentan y abusan del poder, sino para destacar y buscar fama dentro de su propio medio artístico. No incomodan políticamente, ni se comprometen ideológicamente. Sin embargo, este tipo de poetas no consideran de valor alguno, por ejemplo, el discurso de poetas como Mikeas Sánchez, quizá una de las mejores poetas mujeres que tenemos en nuestro país y que no sólo es poeta sino que es activista, y con su trabajo ha logrado que en su comunidad se detenga el avance de una minera y petrolera transnacional. Pero no es una poeta performancera ni una adoradora de Bolaños, es una escritora, sin más. También puedo mencionar a Hubert Matiúwàa de Tlapa, Guerrero, de la montaña, que vive y escribe en una comunidad indígena controlada y devastada por los narcotraficantes, por los sicarios. Él ganó el plia, el premio de literatura indígena más importante, pero incluso como poeta mestizo en español es un poeta soberbio, brutal, buenísimo. Y escribe precisamente de la violencia que sucede ahí. Me parece de mayor ruptura y valor estético lo que está logrando que lo que logra esta poesía infrarrealística, “posmo” que es una poesía posicionada desde lo burgués y considerada como la nueva gran visión de la poesía.

Kalu Tatyisavi, escritor ññu savi, por ejemplo, por medio del ensayo y la poesía, en ña ñu, genera una reflexión, incluso filosófica, desde su pueblo. Me parece que Luis Felipe Fabre se equivoca rotundamente al no incluir a estos enormes poetas en su anémica y cursi selección literaria —criticada certeramente por el desaparecido Marco Fonz, a quien por otra parte critiqué muchas veces, quien los consideró como ‘poetas de la pirita’.

Lo que estos poetas que te nombro están haciendo, los que escriben en lenguas originarias, es sumamente importante porque es una reivindicación de su identidad, de su nación, de su cultura, y es una poesía profundamente social, pero sobre todo testimonial.

Entonces, me parece muy ilógico y paradójico, pero también ridículo, que se pretenda que cierta poesía mexicana “posmo” es la de la ruptura, pero que la poesía testimonial pasada y reciente, la poesía en lenguas originarias que incomoda a las instituciones y que critica al gobierno, se haga a un lado y se considere panfletaria cuando, me parece, tiene una postura radicalmente más pensada, mejor escrita.

 

En un poema de Iceberg negro aparece esta definición: El poeta es un ángel que atraviesa el corazón con la lengua desenvainada. Más recientemente, en Libro centroamericano de los muertos, escribes: Entre los rieles de este libro yace mi lengua descuartizada. De un libro a otro parece que hay un salto de consciencia y posicionamiento del poeta respecto de su propio instrumento. La lengua del poeta se pone al servicio de una temática y de un fenómeno distinto. A partir de esto, ¿qué significa para ti recibir el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por el Libro centroamericano de los muertos en relación con lo que has escrito antes y con lo que vendrá después? 

Es simbólico. Este ángel que apareció en un sueño que tuve, con su lengua en la mano goteando sangre y que decía estas palabras (El poeta es un ángel que atraviesa el corazón con la lengua desenvainada), se puede leer de diferentes formas. Por ejemplo, que no hay que escribir ninguna cosa que no llegue profundamente y mediante el filo de las palabras de tu propia lengua. Ahora, esa lengua que se presenta en un sentido estético, metafísico y demás, hay que presentarla descarnada y despedazada en estos otros temas que se tratan en Libro centroamericano de los muertos, un salto hacia los temas humanos y personales, ya no con la visión romántica o hasta burguesa de la literatura, y así poder reflejar el estado del hombre descentrado, fragmentado, deconstruido en muchos sentidos. Pero sobre todo heredar un testimonio. En Libro centroamericano de los muertos, soy yo mismo hecho pedazos, pedazos de mi historia, de la gente y de mi gente. Un reflejo del estado de dolor de lo que se vive y lo que he vivido.

Lo curioso es que Iceberg negro mereció el Premio Jaime Sabines, el primer premio que recibí cuando regresé a vivir a Chiapas con mi familia. Fue como un abrazo, un gran recibimiento en mi tierra. Y en el caso de Libro centroamericano de los muertos, es el primer libro que escribí aquí en Chiapas, a dos cuadras de la casa en la que viví de niño, en el barrio de María Auxiliadora, en San Cristóbal de las Casas. Es un libro muy doloroso, que me costó mucho escribir, y que además terminé en nueve días de escritura y manera obsesivas. Fue rearmarme y ponerme desnudo y descarnado en las páginas, con la lengua despedazada. En ese poema que refieres hablo de cuando mis hermanos y yo éramos niños y poníamos monedas en los rieles para cuando pasara el tren con los centroamericanos las aplastara. Ahora es como poner mi lengua sobre los rieles como si fuese una moneda para que la despedace el tren, con todo el peso de la vida. Es el primer libro que escribí aquí, desde Centroamérica, con la lengua centroamericana, y con una consciencia que no deja de ser, tampoco, mexicana. La obtención del Premio Aguascalientes fue muy simbólica y significativa porque escribí Libro centroamericano de los muertos en mi primer año como becario del Sistema Nacional de Creadores de Arte, que es también un logro de mi trabajo. Son consecuencias de la disciplina y el trabajo arduo. No podría haber terminado de escribir, siquiera, las tentativas de este libro ni las de Marabunta en la Ciudad de México, las tenía que escribir en Centroamérica, es decir, en Chiapas.

Espero corresponder con las expectativas. Y sobre todo porque recibí un incentivo económico, se invierte mucho dinero del Estado y del pueblo para que se logre esto. Estoy obligado a responder y a trabajar. Cuando me dicen poeta yo nunca me la creo, en realidad eso no alimenta mi ego. Prefiero que lean mi libro y saquen sus conclusiones.

Me pone muy contento que en catorce años en los que he estado trabajando todos los días haya obtenido, incluso, el Premio Aguascalientes. Habrá quienes a la primera lograron escribir su libro y merecieron el Aguascalientes, a mí me llevó catorce largos años, pero tampoco significa la culminación. No. Si apenas estoy comenzando. Apenas escuché el silbatazo inicial del partido.