EL FILÓSOFO APOLOGETA
La profundidad del pensamiento de Blaise Pascal (1623-1662) destaca por la variedad de las disciplinas a las que consagró sus muchos años de estudio: física, matemáticas, filosofía, teología. Hijo de una familia acomodada en la Francia absolutista, su padre fue magistrado y su madre provenía de comerciantes acaudalados, miembros de la nobleza de toga del Ancien Régime. Con sólo tres años, al morir su madre por complicaciones de parto, su padre se tomó muy en serio la labor de crianza de sus tres hijos —Pascal era el mediano; Gilberte, la mayor y Jacqueline, la menor— y planificó un sistema de enseñanza que comprendía varias lenguas, incluyendo latín y griego, y complejos temas de física y aritmética por los que desde muy niño Pascal se interesó. Fue tal la dedicación a las matemáticas, y en particular a la geometría, que aún puberto resolvió problemas matemáticos que asombraron al mismo Descartes. Su precocidad intelectual fue compartida por sus hermanas, interesadas en el mundo de la poesía y la música.
Por lo que narra una de sus hermanas en la biografía de Pascal, su relación familiar transcurría en excelentes términos. Así, cuando su padre sufrió un accidente y se fracturó la cadera, no escatimó recursos para atenderlo. Fue entonces que conoció a los hermanos Deschamps, conocidos en su tiempo por haber desarrollado procedimientos y terapias de rehabilitación para el tratamiento de fracturas. Los Deschamps profesaban un tipo de catolicismo que pronto interesó a los Pascal, el jansenismo, frontalmente opuesto al tipo de teología que defendía la poderosa Compañía de Jesús, y que más tarde habría de consolidarse como la doctrina oficial de la Iglesia católica romana. En la querella entre jesuitas y jansenistas se resume el dilema occidental entre tradición y progreso, y Blaise Pascal jugó un papel importante en el debate entrambas corrientes de pensamiento. Para entender sus implicaciones y consecuencias es necesario, primero, señalar el origen de la controversia y, después, ubicar a Pascal en el ámbito que le resultó más cómodo: el del filósofo apologeta del cristianismo.
La batalla ideológica se libró en el terreno de la gracia y se remonta a los primeros siglos del cristianismo: ¿una persona se salva por lo que hace en vida o porque Dios así lo determina y le da los medios para lograrlo? La primera postura tiene en Pelagio, monje británico del siglo IV, su exponente más importante. Confiado en contrarrestar los excesos de una época de moralidad licenciosa —¿cuál no la ha sido?— defendió que las obras de cada persona son las que la ponen en camino a la salvación o a la condenación eternas. Su doctrina gozó de cierta fama en el cristianismo, hasta que fue denunciada por san Agustín, quien ejerció presión en la curia romana hasta conseguir una declaración de herejía por parte de Inocencio I —el único caso de un papa que sucedió a su padre, Anastasio I, en el trono de Pedro—. Agustín consideró insolente que alguien pudiera siquiera pensar que la salvación se ganaba con méritos propios, puesto que sólo podía conseguirse gracias a los méritos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo; que comparadas con los sufrimientos del Hijo, las obras individuales eran absolutamente insignificantes.
Agustín desarrolló una suerte de histeria doctrinal a propósito de su teología de la gracia —entiéndase ésta como una participación de la vida divina en el alma de cada quien—. Según él, la caída de Adán y Eva se hereda a todas las personas por medio del acto sexual. Y aunque el bautismo borra del alma el pecado de origen —más conocido como pecado original—, pues hace a la persona partícipe de la gracia divina, la depravación humana es tan absoluta que ninguna de sus obras puede considerarse buena per se. La única posibilidad de considerar buena una acción es que haya sido consecuencia de la gracia que Dios concede a las personas. Agustín concluyó que los niños que morían sin el bautismo iban a parar al infierno, que Dios predestinaba a quienes habrían de salvarse o de condenarse, y que cuestionar sus designios, justos por naturaleza, era propio de personas impías y, por tanto, una señal de condenación.
La polémica atravesó la Edad Media y llegó al Renacimiento. Para entonces la filosofía escolástica había encontrado un punto medio entre la acción humana y la intervención divina: teólogos como Tomás de Aquino propusieron que la salvación es un don gratuito —de ahí el término gratia— que sólo proviene de Dios, pero que la voluntad humana está en condiciones de aceptarla o rechazarla. Llevada a su extremo, esta doctrina apunta a la voluntad de una persona como el criterio último que determina si alguien se condena o se salva, pues se puede aceptar o rechazar la gracia voluntariamente.
A ninguno de los bandos le faltaba razón, ni en el aspecto histórico ni en el bíblico. En este último tenor, hay pruebas concluyentes a favor de una y otra doctrina —las epístolas paulinas contra la Carta de Santiago, por ejemplo—. Acaso la mejor postura la adoptó Erasmo de Rotterdam, quien defendió la suspensión del juicio al respecto como la mejor manera de zanjar la cuestión, lo que exasperó tanto a Lutero como al papa Pablo III, quienes lo querían cada uno de su lado en los albores de la Reforma protestante. Pero téngase en cuenta que Lutero era un fraile agustino; su visión de la doctrina cristiana seguía de cerca las enseñanzas de su fundador. Que una persona se salva no por sus méritos sino por los de Cristo era una doctrina ortodoxa. A Agustín no se le discutía: su lugar como teólogo y exégeta estaba afianzado desde hacía más de mil años. Lo que Lutero denunció fue una corrupción de la teología que Roma adoptó en el siglo XVI, que pretendía hacer de los méritos individuales la causa de la propia salvación —a través de las obras de caridad, de la vida de oración y de beneficios espirituales como las indulgencias que vendía el papa para la construcción de la nueva basílica de san Pedro—.
Entrado el siglo XVII, las dos posturas se enfrentaron nuevamente gracias a las obras del obispo de Iprés, Cornelio Jansenio —cercano a la teología agustiniana—, y del jesuita español Luis de Molina —defensor de la teología escolástica—. El enfrentamiento ideológico tuvo en Francia su epicentro, específicamente en la abadía cisterciense de Port-Royal des Champs, al sur de París, bajo tutela de la abadesa Angélique Arnauld. El confesor de las monjas, abad de Saint-Cyran, era un defensor acérrimo de la teología agustiniana-jansenista, por tanto, enemigo declarado de la teología molinista que defendían los jesuitas. Los Pascal comenzaron a frecuentar ese lugar a partir de su contacto con los hermanos Deschamps, quienes lamentaron que el interés que la familia profesaba por las artes y las ciencias no fuera también dirigido hacia la religión. Blaise Pascal atravesaba entonces una grave depresión, de modo que el estilo de vida sereno de los Deschamps, y en general de la comunidad jansenista que asistía a las predicaciones del abad de Saint-Cyran en Port-Royal, le vino estupendo para sobreponerse y reencaminar la vida que consideraba sin sentido.
Lector atento del tratado póstumo sobre la gracia de Cornelio Jansenio, Augustinus, Pascal encontró en él el fundamento doctrinal y moral de su fe católica. Sin dejar de lado sus investigaciones físicas y matemáticas, comenzó a polemizar con los jesuitas, a quienes acusaba de contaminar el catolicismo con innovaciones teológicas sin sustento ni en la tradición de la Iglesia ni en las Sagradas Escrituras. Los jesuitas, por su parte, echaron a andar la maquinaria sociopolítica que controlaban en Europa para lograr del papa la condena del jansenismo.
Una vez aceptada la doctrina de que la salvación depende enteramente de Dios, el pensamiento de Pascal desestimó cualquier intento por racionalizar la fe cristiana. Los clásicos argumentos que pretendían demostrar la existencia de Dios, de corte cosmológico o antropológico, resultaron vanos frente a un absoluto insondable. De hecho, el protestantismo, de raigambre agustiniana, echó por la borda las pretensiones racionalistas de la filosofía para dar una respuesta al misterio divino. Es famosa la sentencia de Lutero: “La razón es la meretriz del diablo”. Por esta razón Pascal, influido por el pensamiento agustiniano-jansenista, formuló un razonamiento sin pretensiones de objetividad científica ni de deducción lógica. La “apuesta de Pascal”, como se conoce, pretende convencer a no creyentes de que vivir cristianamente es lo más sensato a que pueden optar. La idea es muy simple: frente a dos escenarios, el de una vida conforme a la fe cristiana y una vida sin ese referente, la primera opción es la mejor que puede elegirse porque su recompensa es la felicidad eterna; y aun si no hubiera Dios, no habría nada que pudiera perderse. En esa apuesta, o se gana todo, o no se pierde nada.
El razonamiento pascaliano no pretende demostrar la existencia de Dios, sino mostrar la razonabilidad de una vida conforme a la fe cristiana. Y aunque pudiera pensarse que su autor traiciona la doctrina jansenista de la salvación por la gracia, Pascal asumió su razonamiento como tarea individual no porque creyese que con él habría de salvar a muchas personas, sino porque suponía que su apologética serviría como un instrumento para que la gracia convirtiera a quienes estuviesen predestinados a convertirse. El carácter apologeta de Pascal no estribaba en una formulación apodíctica de la existencia de Dios, sino en un razonamiento práctico-moral. Puesto que la fe en el Crucificado es “estulticia” para los paganos (I Cor I, 23), hacer de ella una teoría demostrable supondría traicionarla. La demostración es propia de las ciencias, no de la fe. Y en este punto se descubre un cariz esencial de la metafísica pascaliana: hay un abismo inconmensurable entre el mundo material y el espiritual. Las pretensiones jesuitas de reconciliación no hacen justicia a la fe cristiana, sencillamente porque no es de este mundo.
En Pascal encontramos una respuesta trágica a la tensión entre gracia divina y libre albedrío. A 400 años de su nacimiento, la pugna entre ambas teorías ha adquirido diferentes formas: fe en la tradición versus esperanza en el progreso, conservadurismo versus progresismo, derecha contra izquierda. En el fondo, la disputa sigue siendo la misma: ¿somos responsables de nuestra propia redención (en cualquiera de sus variantes: progreso moral, progreso social…) o dependemos de instancias y factores externos para conseguirla?