Zapotlanejo en sábado
Si bien la mayoría de las desgracias le pasan a uno por imbécil, a mí me pasan por urgido. Lo supe claramente a la mitad del calambre solar y me lo recriminé sin pausas durante todo el viaje. El calor, a pesar de que al mediodía le sobraban apenas un par de minutos, bastó para sentir que se me soldaban las coyunturas con el plástico azul bajo mis nalgas. Calculé las sombras del trayecto antes de elegir el asiento sobre el que me arranaría durante hora y media.
Voy en camino, me dije con la resignación de quien sabe que está cometiendo una idiotez. Quise explicarme que ya no había vuelta atrás. Pero sí había. Siempre hubo.
*
Sábado, diez de la noche. Recién terminaba de ver el obligado maratón de anime que siempre he usado a modo de premio por salir vivo y más o menos cuerdo de otra semana. Me recuerdo hurgando el fondo de un tubo de galletas cuando vibró el teléfono en mi bolsillo celular. Para sorpresa mía y de mi memoria RAM, la notificación no era un correo electrónico de alguna publicidad indeseable. Tampoco se trataba de un SMS de Telcel ni de una llamada perdida de mi abuela. Era, concreto y azul, un mensaje de Messenger. Un mensaje de una de las muchas personas que acepto en Facebook sin tener la menor idea de su existencia, para luego asimilarla después de reaccionar a sus memes sin gracia y a sus thirst traps convertidas en pretexto de foto.
Por las pocas interacciones que habíamos tenido previamente, sabía que la chica era soltera y contadora.
Me gustaría excusar mis modos ingenuos arguyendo el tiempo que ha pasado desde entonces, pero cierto tufo de honestidad involuntaria me obliga a reconocer que sigo siendo tan esencialmente imbécil como lo era durante aquellos días.
>Hola!!
>Hola, qué tal 🙂
>como estas?
>Bien, gracias por preguntar! Estoy descansando un poco, jaja. Y tú?
Una conversación tan inocua como el agua. Aunque dilatada, sí, a lo largo de varios días.
No tardé en acostumbrarme a la periodicidad de los mensajes, a las fotos que alborotaban mi carne adolescente y mareaban el poco juicio con el que Dios me arrojó al mundo. Después de los isótopos del uranio, no hay nada más destructivo que una hormona descarriada.
A mí me faltaba afecto y a ella le sobraba tiempo libre.
*
Bajé con hambre. Me desentumí dando vueltas innecesarias por unas calles nombradas con motivo de los hermanos Serdán, buscándole orden a la semiurbanización del municipio. Zapotlanejo, se supone, ha pertenecido históricamente a Los Altos de Jalisco, pero carece de la gente güera per capita que hace falta y lo cierto es que no se encuentra tan al norte del estado. El pueblo es más bien chiquito —le calculé veinte cuadras, a chingadazo pitagórico— y homólogo al resto de la provincia del país. Está lleno de chuecas calles empedradas por las que circulan carros sin afinar. Adoquines tapizan la plaza principal, vecina de un templo de cantera.
Después del hambre vino la sed. Sed de azúcar, de alta fructosa, de néctar para el páncreas. Viendo mi reflejo en los vidrios de una camioneta, tan muchachito y tan nervioso, deduje que en un lugar así abundarían paleterías La Michoacana. No tardé en encontrar una.
*
Me dijo que por qué no la visitaba. A mí me pareció que sería un acto de decencia mínima de mi parte hacer un esfuerzo por conocerle el rostro en persona. Quedamos para el sábado. Le pregunté dónde vivía, esperando Guadalajara o Zapopan por respuesta, incluso Tlajomulco o Tonalá. Pero dijo Zapotlanejo. Y mis genitales le respondieron que sí, que allá nos veríamos.
*
La esperé sentado en la plaza del pueblo, sorbiendo el agua de frutas que contenía mi vaso de unicel. De pronto llegaron a mi mente las historias que habitan la mitad de los guiones de la Rosa de Guadalupe y de los otros programas que, generación de señoras preocupadas tras generación de señoras preocupadas, han protagonizado la televisión del país.
Un par de niños chamagosos me pidieron dinero para un taco cuando comencé a sospechar, genuinamente, que mi cita sería más bien un señor buchón que había logrado engatusarme con fotos robadas de algún rincón de internet (cosa que bien hubiera podido comprobar con una sencillísima búsqueda inversa en Google, pero que decidí ignorar por el mismo motivo que viajé al pueblo: por pendejo).
El mundo se había convertido en la posibilidad de un robo o de un secuestro o de una estancia en un narcocampamento por las sierras del lugar. O de un encuentro anhelado por cada arruga en mis tanates.
O de la muerte, probablemente.
Pero acepto mi destino, me dije. Es posible que pase, y está bien, le susurré al vaso. Si me pasa, me pasará por andar de pinche urgido, repetí frente al quiosco.
Sólo quedaba adivinar quién, entre el gentío, era ella.