El ensayo como sintaxis
En el prólogo de El ensayo mexicano moderno, José Luis Martínez describe algunas de las que denominó “formas afines” al ensayo, entre ellas cuenta al artículo, al estudio crítico, a la monografía, a la crítica y al tratado. Más ambiguas que esclarecedoras, estas categorías cuando menos sirven de punto de partida para reflexionar sobre las fronteras y los tránsitos entre géneros textuales, formas discursivas, saberes y estilos. “Mezclándose, confundiéndose o apartándose de estas formas afines vive en el pensamiento moderno este cuerpo fluido que es el ensayo”, escribió Martínez. En su taxonomía, conformada por diez clasificaciones, incluye al final a lo que llama “Ensayo breve, periodístico”, y al cual define como “el registro leve y pasajero de las incitaciones, temas, opiniones y hechos del momento, consignados al paso, pero con una agudeza o una emoción que lo rescaten del simple periodismo […]”. Para José Luis Martínez es claro que el ensayo puede tomar muchas formas y nutrirse de géneros diversos, pero su espíritu es reconocible aun si congrega distintos estilos o si, por el contrario, forma parte de un todo mayor en el que “lo ensayístico” es un recurso o componente.
La cercanía del ensayo con el periodismo, con la crítica y la interpelación pública de ideas viene de mucho antes que la publicación de la antología ya canónica de José Luis Martínez de 1958. El talante crítico del ensayo y su relación con el ejercicio del criterio para el análisis de su tiempo se remonta a por lo menos el siglo XIX. Su genealogía puede rastrearse hasta El Renacimiento, publicación cultural y literaria de Ignacio Manuel Altamirano que comenzó a circular a inicios de 1869 y que incluyó, además de textos literarios, artículos y ensayos, tanto del propio Altamirano como de otros autores de la época (Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Justo Sierra, por mencionar unos cuantos). El arco histórico se proyecta hacia las revistas del modernismo, Revista Moderna y Revista Azul, luego descansa en Contemporáneos y Ulises, continúa con Plural y Vuelta, y desemboca en las actuales Nexos y Letras Libres. En el camino proliferan las publicaciones de todo tipo, con filiaciones y vocaciones diversas, algunas de ellas fundamentales para entender la cultura mexicana: Barandal y Taller, Revista Mexicana de Literatura y Diálogos, S.Nob y El corno emplumado, Revista de la Universidad de México y La palabra y el hombre, entre muchas otras.
La constante de la gran tradición hemerográfica mexicana es clara: el ensayo tiene un papel central. Históricamente su función en las revistas ha sido la de establecer un territorio para la discusión intelectual, casi siempre del presente, o del pasado resignificado por su peso en ese presente. El ensayo ha tenido una relación tensa con la actualidad porque no parece ser su terreno natural del todo y, sin embargo, suele ser vehículo para la confrontación literaria y, muchas veces también ideológica, de tipo coyuntural. “El ensayo es lo que fue desde el principio: la forma crítica par excellence, y precisamente como crítica inmanente de las formaciones espirituales, como confrontación de lo que son con su concepto, el ensayo es crítica de la ideología”, escribió Theodor Adorno en “El ensayo como forma”. Cuántos ensayos no fueron escritos de forma exclusiva para su momento y acabaron trascendiendo su tiempo y sus circunstancias. Están para confirmarlo el Manual del distraído, de Alejandro Rossi o Cómo leer en bicicleta, de Gabriel Zaid, por mencionar apenas dos ejemplos arbitrarios. El ensayo, aunque se despliegue en el presente continuo, se proyecta hacia la posteridad. A este arte, a veces impredecible y caprichoso, le ha llamado Hugo Hiriart el arte de perdurar.
Las propias publicaciones han sido espacios para la reflexión ensayística (en todas sus variantes, formas, vertientes, inclinaciones). En Viaje de Vuelta. Estampas de una revista, Malva Flores documenta cómo gracias a la insistencia de Adolfo Castañón, ensayista emérito de nuestras letras, el ensayo tuvo un espacio de reflexión fomentado por la propia revista. No ha sido esa la única para la que el ensayo ha sido epicentro reflexivo. Desde hace años, el ensayo se discute y se piensa no sólo como vehículo de la historia de las ideas (esa forma ancilar de la que hablaba Alfonso Reyes) sino como escritura autónoma en su especificidad estética. Revistas que han dedicado números monográficos al ensayo mexicano han sido, por ejemplo, en años recientes: Luvina, de la Universidad de Guadalajara, cuyo número 63 (verano de 2011), “Contraensayo”, fue editado después en forma de libro por la UNAM en 2012; o la revista Biblioteca de México, que en su edición de septiembre-octubre 2013 reunió textos de varios escritores nacidos entre los años cuarenta y los años setenta. Letras Libres y el suplemento cultural del diario Milenio, Laberinto, albergaron una álgida polémica entre Luigi Amara, Rafael Lemus y Heriberto Yépez acerca de la naturaleza indómita del ensayo. Y cuántas revistas reconocen la función preponderante del ensayo en sus páginas: Crítica, de la BUAP, que siempre se nutrió de ensayos de altísima calidad, solía comenzar sus números con “El sueño de la aldea”, una sección de ensayos literarios que se volvió un clásico. Así como las épocas recientes de las revistas Tierra Adentro, Revista de la Universidad de México y La Tempestad que han conformado dossiers de ensayos sólidos, bien documentados, bien escritos, que no privilegian las ideas sobre el estilo, sino que, conscientes de la importancia de ambas instancias o dimensiones, suelen ser muy exigentes editorialmente con la calidad estética de las colaboraciones, mismas que no apelan a la autonomía de sus ideas frente a su prosa. Gracias a este corpus histórico y viviente, se desarrollaron y consolidaron subgéneros de la escritura en su interacción con la publicación periódica, como la reseña, el artículo de divulgación, la columna. No todos pueden ser considerados ensayos, pero siempre serán un espacio de producción idóneos para el ensayista, esa especie de escritor subterráneo, que está presente siempre, aunque no lo parezca, aunque su labor no se reconozca del todo o, incluso, se menosprecie.
De donde vengo, se le conoce como el “uno y uno” a ese hallazgo civilizatorio en el que los automovilistas, en un acuerdo tácito que todos respetan, avanzan por las calles bajo la consigna de que “yo no soy el único que quiere llegar a donde voy”, de tal modo que, en la convergencia inevitable de dos autos en una encrucijada urbana, habrá de operar ese convenio en términos de ceder el paso al otro sin protestar. En Aguascalientes, mi ciudad, el “uno y uno” no sólo es respetado por todos: es que a nadie se le ocurriría violar esa norma no escrita. El “uno y uno” organiza los encuentros entre dos voluntades, guía las direcciones y los turnos para avanzar. Funciona como estructura y como principio de orden. ¿Qué pasaría el día en que, en un arrebato de egoísmo colectivo, dejara de respetarse ese esquema armonioso?
Imaginemos un escenario. Extraigamos quirúrgicamente al ensayo de las revistas y suplementos del país. En vez de reseñas críticas tendríamos textos tipo cuarta de forros o ya de plano banners publicitarios; en vez de números monográficos bien pensados, editados y equilibrados, obtendríamos dossiers ambiguos en los cuales las ideas brillarían por su ausencia; en lugar de columnistas con algo que decir, habría secciones con datos aleatorios tipo de Playground, Cultura Colectiva, Pijamasurf o, peor aún, Buzzfeed. Hay que decirlo, todo esto ya lo hemos empezado a ver.
Recurro nuevamente a Adorno: “En el ensayo se reúnen en un todo legible elementos discretos, separados y contrapuestos; no es el ensayo andamiaje ni construcción. Pero, como configuraciones, los elementos cristalizan por su movimiento. La configuración es un campo de fuerzas, como en general, bajo la mirada del ensayo toda formación espiritual tiene que convertirse en un campo de fuerzas.”
El ensayo ha sido el semáforo organizador de fuerzas encontradas en nuestra literatura. Las ha articulado, combinado, secuenciado; les ha inyectado una lógica, ha formulado una dinámica que me recuerda a ese “uno y uno” de las calles de mi ciudad. A las revistas literarias las sostiene una presencia constante en sus páginas, una estructura convencional, que no por ello esclerótica. Un esquema que está ahí, casi invisible o soterrado. El ensayo es su sistema articulatorio (también circulatorio, nervioso y, por qué no, respiratorio) y prescindir de su presencia sería convertir al periodismo cultural en algarabía. El ensayo funciona como principio de orden para el tránsito de autores, de tradiciones, de posturas estéticas, de diatribas y polémicas; las organiza en un espacio de diálogo que ha logrado consolidarse como esa forma por antonomasia en la que circula la cultura, particularmente, la discusión literaria. El ensayo ha dotado de sustancia, consistencia, cohesión y sostén a nuestras letras. En el idioma común de la cultura, el ensayo se ha convertido en la sintaxis de la literatura mexicana.
En “El ensayista que no quería citar y otras historias”, Eduardo Huchín Sosa traza un retrato irónico sobre el gremio ensayístico a partir de un ensayista que reflexiona sobre el porvenir del género. “‘El futuro está en las compilaciones; es una de esas cosas que presintieron quienes más saben de negocios: los piratas y los pornógrafos’”, sentencia, resuelto, el ensayista hipotético. Luego, continúa el relato especulativo: “Pasaron los años y el ensayista nunca publicó un libro individual. ‘Me siento como los bajistas de las bandas de rock que transitan de disco en disco y de grupo en grupo, mientras son los otros los que se vuelven solistas’”. Ése es el don y la maldición del ensayista: en la banda de rock de la literatura, su rol es obrar en la tiniebla, en el fondo inaudible del escenario literario, y desde ahí marcarle el ritmo de los demás. Mejor aún: ser necesario siempre. Un amigo bajista me dice: la ventaja de tocar el bajo es que siempre eres requerido en algún lado, a las bandas nunca les hace falta vocalista o guitarrista, siempre necesitan un bajista, y como casi nadie lo es, siempre somos imprescindibles. ¿Qué hermana al ensayista en una publicación y al bajista en una banda de rock? La modesta labor ordenadora de su arte.