Tierra Adentro

Virus poesía. Tendencia suicida. Hospital saturación y una fotocopiadora que hace mucho es solo un adorno de oficina. Se acabó la tinta negra. Se clausuraron los slams en la suavicrema. Llegó la policía a todas las fiestas del mundo menos una. 

Yo sabía poco sobre el escritor en cuestión, era unx iniciadx en ciernes. Sabía que era queretano, que había escrito por lo menos tres obras esquizofrénicas (aunque una bien podría ser un libro para niños), que había muerto en 2012 y que hoy era su cumpleaños. En la sala de M.S. Yániz, sede de la Sociedad de Lectores Independientes, comenzaron a llegar asistentes a la fiesta.

Recordar la celebración ahora es recordar un mundo diferente. Podía salir de casa, me tomé una cerveza o dos en un bar sobre avenida Cuauhtémoc, caminé hacia la Doctores, sin conocer a nadie, sin conocer la calle. La nostalgia de la exploración.

Había whisky de cortesía para las primeras personas en llegar, botones conmemorativos del cumpleañero, fotocopias de poemas y un ambiente que, sin caer en lo solemne, daba pistas de lo que Gerardo Arana significaba para cada quien.

Estaban quienes lo conocían, porque habían vivido en Querétaro cuando él vivió en Querétaro, porque conocían a algún amigo suyo y se lo habían encontrado en alguna fiesta o en la calle, o en la barbería. Y estaban quienes lo conocían porque lo habían encontrado en internet, todavía demasiado jóvenes, y lo admiraron con el misterio que supone conocer a alguien a través de una pantalla.

 

Ilustración de Luis Ham

Ilustración de Luis Ham

 

 

Gerardo Arana nació en 1987 en Querétaro. Su obra, repartida en oscuros blogs y libros inconseguibles de editoriales independientes, auguraba ya una escritura de culto. Al día de la fiesta cumpliría 33 años, 8 de los cuales llevaba ya viviendo en otra tierra (dicen que Comala). “Gerardo Arana, mítico-mago-escritor, quizá sea el héroe de una generación, la de los chicos adoctrinados por Wikipedia y los ecos de Ian Curtis. ‘Todos podemos ser escritores’”, dice Guillermo Hidalgo. Cuando la gente habla de sus libros, se intuye el aura benjaminiana que supondría tener una copia. Nada de producciones en masa. Esta es de las plaquettes que salieron en 2011. Esta es su sangre.

Cómo ansiamos a la literatura de culto, que nos pongan el libro de un autor muerto en su juventud en las manos para que podamos sentir algo. Pero una minoría de los asistentes se oponían a la romantización del queretano. Si nos enamoramos de un libro porque tocó las manos del poeta, ¿qué pasa con las manos de aquellas personas que tocaron al poeta? Nadie quiere que romanticen a su amigo, nadie quiere terminar en un museo. 

 

El doctor Hoffman de La máquina de hacer pájaros vive entre la genialidad y la locura, como alguien que vio demasiada televisión. El libro plantea, en el primer capítulo, una invención que arroja un cuento a partir de los objetos que se pongan dentro de la máquina. Leerlo es como pasar los canales de televisión, como las ocho de la mañana con cereal y las caricaturas al otro lado de la cocina. Pasamos de trama en trama infatigablemente, con personajes que se sienten familiares a pesar de no haberlos conocido nunca. Nunca queda claro si el doctor Hoffman, capitán de tan inventiva empresa, sabía exactamente lo que estaba haciendo. El libro lo muestra decepcionado con el invento, pero esa podría ser una máscara, un detalle para darle más sentido a la trama. Televisión trauma. Taladro taquicardia. 

 

Porque crecimos con la televisión, incluso si ahora en nuestra sala quedan solo mesas, ni siquiera un sillón. Crecimos con las pantallas y en las pantallas aprendimos a leer.

Leí a Gerardo Arana primero en libro, luego me estremecí con Gerardo Arana en pantalla. Llegó un día a la sala de redacción una re-edición de Bulgaria-Mexicali, proyecto en que se combina “La suave patria” de Velarde con “Septiembre” de Geo Milev, poeta búlgaro. Un libro triste. No sé si todavía se lea a Ramón López Velarde fuera de las clases universitarias de Literatura Mexicana.

No sé si a la gente le guste la Suave Patria. Bulgaria-Mexicali apuesta por la reescritura, por el remix. Un escritor puede ser un DJ, pero jamás un DJ de los que dan conciertos de año nuevo en Tulum. Un escritor puede ser un DJ pero tendrá que serlo como Harry en Requiem por un sueño. Un libro tristísimo sobre la muerte del hijo del poeta Javier Sicilia.

Ya luego conseguí el PDF de Meth Z, obra en principio similar a La máquina de hacer pájaros, si esta hubiera desarrollado una adicción fuerte a la piedra y hubiera asaltado un puesto de ropa retro del Chopo. Meth Z es un libro que se resiste a la lectura y a la categorización, aunque esto también es una mentira. El mismo libro incita a la lectura y hace referencias a sí mismo como un libro de cuentos, en algunos capítulos, y como novela, de forma más vaga, en otros.

Publicado finalmente por Tierra Adentro bajo el paratexto de “novela”, se divide en dos partes que tienen como rasgo en común a Pegaso Zorokin, mago, escritor, drogadicto y diseñador de drogas (“pociones”). La primera parte del libro sigue casi la misma estructura que La máquina de hacer pájaros, solo que en vez de una máquina es Pegaso quien reescribe incansablemente el primer capítulo de su novela. Para el momento de la fiesta, yo solo había terminado la primera parte, el archivo PDF seguía abierto en mi computadora esperando a mis ojos para desgastarlos con su polifonía, con su luz blanca a las tres de la mañana. 

Me doy cuenta que tengo a un Pegaso Zorokin agregado como amigo en Facebook; así se presenta en sus lecturas, así lo conocía yo antes de conocer a Arana, y entonces me doy cuenta también de que la influencia de Arana, como la de un árbol que habla con otros árboles en el subsuelo del bosque, podrá estar oculta pero es real y de ella nacen flores.

 

Ilustración de Luis Ham

Ilustración de Luis Ham

 

 

Después de las lecturas, la sala del departamento de Yániz en la Doctores se volvió fiesta. El pretexto de Arana había funcionado y ahora cada quién era libre de entablar conversación, propiciada por el alcohol y la literatura, en una de esas terribles tertulias que ya casi no ocurren.

Discutimos, bailamos y recitamos poesía. Hablamos del rumbo de la literatura. Fuimos el lugar común del paradigma literario joven latinoamericano y nos sentimos bien siéndolo. No intuíamos el desenlace, las semanas venideras, el hastío al que nos llevaría una insospechada pero inminente cuarentena. Muy pronto estaríamos saltando de nodo a nodo en Wikipedia.

 

Una vez instaurado el home office, comprada la silla de oficina, organizada la mesa que usaría como centro de trabajo desde casa, terminé de leer Meth Z.

Como era de esperarse, Pegaso habla sobre el fin del mundo en uno de los últimos capítulos. “Creo que es importante que consideren que si esto sale mal el presente corre el riesgo de volverse una eternidad […] Si el mundo no se acaba nada tiene sentido.” Arana y el aceleracionismo, temazo de tesis.

Algo así te hace sentir Gerardo Arana; sus libros, conspiranoicos por naturaleza, se sienten como cuando el chico de pelo rizado en la fiesta te comienza a hablar sobre el control inherente que tiene la familia Rothschild sobre las decisiones económicas y culturales del mundo. Y no sabes qué haces ahí, cómo terminaste en la Doctores a las dos de la mañana, cómo se llama esta persona frente a ti que sabe tanto de algo imposible de comprobar. De una máquina que al final genera poemas. De las maldiciones del FONCA. De cómo controlar tus sueños para vandalizar edificios de gobierno. No puedes dejar de escuchar, no hay forma de saber hasta dónde llegará todo. 

 

 

Neónida-portada

 

 

El final melodramático de esta crónica/ensayo/texto/reflexión citaría a Arana en Meth Z: “Si he llegado hasta este punto, al lugar donde cuento mi historia, donde se me permite contar una historia y decir que esa historia es mía, lo único que busco es la certeza de que no cambie nada al vivirla y al contarla. Esa es mi única forma de saber que yo y ustedes fuimos felices. Entonces me sentiré bien. ¿Nos sentimos bien, verdad?” Y yo diría, “Nos sentimos bien, Pegaso. Nos sentimos bien, Gerardo. Son días pesados pero nos sentimos bien”.

 

El final utilitario te incitaría a ti a buscar el rastro digital de Arana en la interminable ruta del internet. Haz clic de nodo a nodo. Salta en el tiempo. Encuentra cada texto que puedas encontrar.

 

No es necesario elegir entre uno y otro final. Es posible, además, agregar un final diferente. Pero el final es importante. Termina (para mí) la fiesta, regreso a casa tarde, estoy cansadx. Tengo que escribir una crónica sobre la fiesta de un escritor que no conocí. Tengo que escribir la crónica de un escritor que encontré entre los papeles de la oficina. El mundo acabará en unas semanas. Jamás le mandé un mensaje al Pegaso Zorokin de mi Facebook para confirmar su versión de los hechos. Se me acaba el texto. Me gustaría imprimir mi PDF de Meth Z y pegarlo en las ventanas de mi cuarto, pero no tengo impresora. 

 

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Fotografía cortesía de la autora
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