Diez años de Black Swan: viaje a la consciencia de una intérprete
Están de moda los personajes femeninos fuertes, decir que tu historia (tu película, tu serie, tu novela, la que hiciste o la que te voló la cabeza) tiene un personaje femenino fuerte. ¿Pero qué vendría a ser eso? Me da un poco de miedo pensar que es una chica cool, irónica, siempre inteligente, pero un poco fría; encantadora, pero torpe, una especie de Anne Hall remixada con una retórica de empoderamiento: siento que hay un poco de eso en algunas series y películas que me encantan, como Fleabag, I May Destroy You y Booksmart, y en sus muchas imitaciones que me gustaron menos. Quise empezar con esto porque creo que El cisne negro, la película de Darren Aronofsky que se estrenó en Estados Unidos hace casi exactamente diez años, podría servir para pensar otro concepto de personaje femenino fuerte, uno que haga más referencia al personaje que a la fortaleza: Nina, la joven aspirante a primera bailarina que encarna Natalie Portman, llena el tiempo y el espacio con sus delirios y sus fantasmas, con los ángulos de su cuerpo y el temblor de sus labios. Eso es lo que para mí debería entenderse por un personaje fuerte: sus características “personales”, en cuanto falsa persona, me importan menos a la hora de pensar en su peso y su complejidad.
Y de hecho, empecé con esto también porque, en los estándares de la era #meToo, Nina es casi una antiheroína en el peor de los sentidos. Se me ocurre que a una espectadora diez años menor que yo podría sorprenderle cómo mis amigas y yo devoramos esta película en 2010 (y no fuimos nosotras solas, teniendo en cuenta que la película fue un éxito de crítica y sorprendentemente también de taquilla, llegando a recaudar 106 millones de dólares en Estados Unidos y 329 millones a nivel global, además de abrir el festival de Venecia y devenir una de las películas emblemáticas tanto de la carrera de Aronofsky como la de Portman); cómo en algún momento nos pareció que nos interpelaba, que hablaba de nosotras. El cisne negro parece en principio contar una historia trillada, el cuento de la recién llegada, de la ingénue en busca del estrellato y de su identidad como artista: Nina, una joven bailarina clásica que integra un cuerpo de ballet, quiere dar el salto a prima ballerina obteniendo el papel principal del icónico ballet El lago de los cisnes. Para eso, tiene que convencer a Thomas Leroy, el estricto y manipulador director del ballet que encarna Vincent Cassel, de que ella es capaz, no solo de representar al cisne blanco con su pureza y precisión, sino también de “soltarse el pelo” y convertirse en el cisne negro. Desde el principio, la película presenta esta situación como un desafío tanto artístico como personal para Nina: ella debe cruzar una frontera para dejar de ser la niñita remilgada que ya es demasiado grande para ser y que encima la frena en términos expresivos, y convertirse en una mujer plantada en su sensualidad, una bailarina capaz de usar sus experiencias y sus sentidos para hacer cuerpo la dualidad que El lago de los cisnes exige; teniendo en cuenta, claro, que desde hace ya más de un siglo la costumbre es que la misma bailarina interprete tanto a Odette, el cisne blanco que representa al amor bueno y puro, y a Odile, el cisne negro, que simboliza la tentación y la pasión. La historia además se complica cuando llega al ballet Lily, el personaje de Mila Kunis, una chica que carece de la disciplina que es el fuerte de Nina, pero tiene una sensualidad natural que la hace perfecta para el cisne negro.
El punto de vista que seguimos es el de Nina, pero a diferencia de lo que podría pensarse a partir del resumen de la trama que hice recién, Nina no es un personaje aspiracional con el que una chica puede querer identificarse, no es una muchachita imperfecta, pero querible que descubre su sensualidad de manera luminosa. Por el contrario, Nina es un personaje con el que es difícil empatizar y que, más bien, una tiende a odiar y compadecer a la vez; por su ingenuidad, por el modo en que parece creerse mejor que el resto, aunque es evidente que se odia a sí misma, por la manera en que soporta las locuras de su madre, la bailarina frustrada que la tiene encerrada y congelada como una especie de niña eterna o muñeca de porcelana; por sus también evidentes trastornos alimenticios y de autoflagelación, por su incapacidad a los casi veintilargos años de hacer nada mínimamente parecido a tomar las riendas de su propia vida. Es la Lily de Mila Kunis, en cambio, la que se parece más a un personaje que hoy podría tener una serie en la que guiñarte el ojo desde la cámara y relatar sus dificultades para balancear su pasión por la danza y sus ganas de divertirse. Pero Aronofsky elige dejar a Lily un poco a oscuras, en el plano de la fantasía y la especulación: nuestro acceso es a la mente de Nina, y conocemos a Lily solo desde su punto de vista, como un objeto de envidia, de deseo y finalmente de miedo e ira.
Lo genial de El cisne negro; sin embargo, es que justamente hay varias capas más. Aronofsky nunca nos pide que nos identifiquemos con Nina o que la admiremos, ni siquiera que deseemos que las cosas le salgan bien. Lo que ofrece El cisne negro con Nina no es una historia de iniciación, sino una radiografía de un padecimiento mental profundamente generizado, atravesado por el género. Esto último es una interpretación que tomo de Mark Fisher, en un interesante debate que él sostuvo sobre El cisne negro con la crítica feminista Amber Jacobs. Para Jacobs, la película reitera fetichiza motivos machistas: el ballet aparece como una especie de ámbito hiperfeminizado, hipersexuado y asfixiante, las relaciones entre mujeres solo pueden ser de competencia enfermiza (entre Nina y su madre que la reprime y la castiga por su propia frustración como bailarina, entre Nina y Lily que compiten por el papel de Odette, pero quizás sobre todo por la atención de Leroy), las mujeres se dividen en vírgenes y prostitutas, la única forma en que su creatividad puede ser liberada es a través de un hombre y si se liberan demasiado, se vuelven locas y mueren (como parece sucederle a Nina). Jacobs destaca también la evidente erotización y estetización de estos clichés: las bailarinas hiperdelgadas y teniendo un sexo entre ellas que parece hecho a medida para un espectador masculino y poco exigente, como otra prueba de la mirada masculina que inunda El cisne negro.
Fisher concuerda en que la película muestra todo esto, pero no cree, como Jacobs, que lo haga de manera acrítica, y creo que su lectura es la más ajustada: ya desde el principio la película introduce una perspectiva claustrofóbica, que nos da a entender que “el mundo” no es necesariamente así, sino que así es como lo ve Nina desde su alienación, desde la posición de una mujer que ha sido criada para cumplir y satisfacer, no para crear. Desde ese punto de vista, pienso que incluso (aunque quizás me estoy excediendo y concediéndole a Aronofsky mucho más de lo que merece) hay en la estilización e hiperestetización de El cisne negro algo paródico, un comentario sobre el modo en que históricamente vemos al ballet, y a las frágiles ninfas que lo practican, como epítomes de la femineidad: más allá de las imágenes sangrientas, en las que claramente Aronofsky se propone mostrar toda la suciedad y el dolor que hay detrás de esas diáfanas bailarinas, creo que la escena en la que la madre de Nina la obliga a comer una torta (blanca, rosada y florida, hiperfemenina igual que el cuarto lleno de ositos de Nina) donde más podemos ver esta tensión entre belleza y horror, el modo en que este universo, esta estética y esta mirada se sostiene en una hipocresía y en una dualidad que no puede más que terminar en psicosis, una tensión imposible entre “cómeme” y “no me comas”.
Sin embargo, el desacuerdo más fundamental entre Fisher y Jacobs se ubica, me parece, en torno a qué constituye una narrativa feminista. “La película”, dice Jacobs, “ni siquiera ofrece alguna clase de ambigüedad capaz de sugerir alguna alternativa a la construcción patriarcal de la femineidad”. Para Jacobs, el hecho de que la película sea pesimista (es decir, que muestre un mundo en el que no hay salida posible del patriarcado, en el que no hay alternativa, en donde en los márgenes no hay resistencia sino puro sufrimiento) la convierte en una película antifeminista, en un relato de derecha, en una legitimación y una reiteración del sistema que exhibe; en cambio, lo que Fisher encuentra subversivo (y progresista) es este mismo pesimismo, la idea de que no hay salida y sobre todo, no hay control. No estamos ante un sujeto que a pesar de la densidad de las estructuras logre tomar control de su destino: estamos ante un sujeto frágil, que se desmorona y se quiebra bajo el peso de esas estructuras. Pero, aunque Fisher, creo que por cortesía, no insiste en esto, yo quiero hacerlo: ¿por qué esa no es una narrativa feminista? ¿Por qué una narrativa feminista es, necesariamente, una narrativa del triunfo? Siguiendo al propio Fisher y a teóricas y teóricos como Sara Ahmed, Lauren Berlant y Lee Edelman, me pregunto: ¿por qué una narrativa feminista tiene que ser una narrativa de la felicidad feminista? ¿No hay también un relato del quiebre feminista, de la mujer que fue formada para cumplir y agradar y por eso, cuando quiso traspasar ese límite y dejar de ser muñeca para ser artista, se incendió? Yo creo que sí, y que ese es justamente el interés que ofrece la película, y en especial vista desde nuestra actualidad llena de “personajes femeninos fuertes” que muestran exactamente eso que Jacobs quería ver: una alternativa al patriarcado, el modo en que las mujeres se hacen fuertes aprendiendo del dolor. Lo refrescante de El cisne negro es que Nina no aprende nada: se autodestruye. Tensada entre múltiples demandas contradictorias en conjunción, con un deseo que apenas acaba de empezar a descubrir y entender (hablo, más que de su deseo sexual, de su deseo de bailar, de dejar de hacerlo por deber y empezar a hacerlo con pasión), Nina no encuentra una salida pacífica y se entrega a lo que tiene más a mano: una locura, pero al menos una locura creadora, que aunque la conduzca a la muerte la lleva mucho más lejos de lo que jamás podría haberla llevado su existencia reprimida.
Algo que se ha repetido bastante en la interpretación de El cisne negro es el modo en que la película repite el guion del clásico ballet El lago de los cisnes de Tchaicovsky: esta lectura, de hecho, es facilitada por un paratexto de la propia película, los créditos finales, en los que cada actor y actriz aparecen, no solamente con el nombre de pila de su personaje, sino con el que le correspondería en el ballet. Nina, por supuesto, es Odette, la reina cisne; Lily es el cisne negro, la madre de Nina es la reina y Vincent Cassel aparece acreditado como “el caballero”, un rol que no aparece estrictamente en el ballet (al igual que el personaje de la bailarina retirada, que interpreta Winona Ryder, y aparece acreditado como “el cisne moribundo”, protagonista estrictamente de un solo de ballet que no pertenece a la obra de Tchaikovsky, aunque está emparentado con ella). Muchos momentos de la película pueden espejarse con los de la obra, pero lo interesante es que al final, a diferencia de lo que sucede en las versiones más conocidas de El lago de los cisnes, Odette (Nina) muere sola, y no con su príncipe amado (que en la película no aparece más que en algunas escenas de danza). Creo que este desvío respecto del final clásico es una pista central para leer la película en una clave que al principio podría costar, pero que a mí se me armó desde el principio, desde la primera vez que la vi en el cine: no como una película solamente sobre una víctima o una esquizofrénica, sino también como una película sobre una artista, sobre cómo es devenir una artista entregada y torturada cuando una es mujer y encima trabaja con su cuerpo, con un cuerpo sobre el que todos quieren escribir tantas cosas y con el que una quiere hacer su propio lienzo. En algún sentido, El cisne negro es todo esto, la historia de una víctima y también de una creadora, de una artista que es engullida por un mundo que no está preparado para darle un lugar para producir, sino solo para ser consumida. Jacobs decía que no había ninguna señal en la película del deseo de criticar esa mirada sexista que Aronofsky parecía más bien reproducir: yo creo que este final, en el que se pone en evidencia la eliminación total de la trama romántica del ballet y su reemplazo por una historia de entrega a la pasión creadora, es esa señal. Al Nina morir sola en el escenario, (sea en el delirio o en la realidad; para el final de la película, ya no sabemos si estamos dentro o fuera de su cabeza), lo que se consagra no es, como en El lago de los cisnes, un amor, sino una artista. Es un final triste, oscuro, claustrofóbico y pesimista, como toda la película, pero eso no lo hace, para mí, menos feminista que nuestras narrativas contemporáneas sobre chicas que sí logran pensar y construir otros mundos. Quizás, más bien, todo lo contrario.