“Cree en la poesía”, un regreso a la voz de Enrique Servín
Ha pasado un año, tres meses y diecinueve días desde el asesinato de Enrique Servín, un crimen que sigue sin justicia. Su muerte, su pérdida, no es sólo una tragedia que nos atañe a quienes lo conocimos, a quienes tuvimos el privilegio de su amistad; es una tragedia también haber perdido una mente como la suya, una verdadera biblioteca que albergaba incontables poemas de los más diversos idiomas que llegó a estudiar, fragmentos de novelas y las historias que, con su formidable capacidad oral, hacían un deleite las conversaciones con él.
Con él hemos perdido su erudición y su capacidad para la bondad. Cualquiera que lo haya conocido puede dar testimonio de su disposición para ayudar a quien fuera, pero estos rasgos, aunque hermosos, son los que nos quedan en la memoria. De esa bondad nos queda la lección que nos dio y continuar su labor, su lucha por los derechos lingüísticos de las comunidades indígenas es una de las labores que hemos de continuar en su nombre.
Su voz, su sonrisa —que no pocas veces se tornaba en risa abierta, era formidable su sentido del humor—, las hemos perdido y permanece fragmentada, como su imagen, en videos, en fotografías. Sus palabras también pronto serán sustituidas en la memoria por las palabras dichas frente a una cámara, pero, quizá en el punto donde aún me es posible encontrarlo, con su voz, con los giros de su pensamiento, es en su poesía.
Enrique fue un poeta, aunque sólo publicó un libro de poesía —en sentido estricto fueron dos, pero El agua y la sombra (UACH, 2003) recopila los poemas que publicó en Así de frágil será el pasado (UAZ, Dosfilos Editores, 1990) y Sin dolor de por medio (Onomatopeya, 1997)— esa obra es suficiente para considerarlo poeta. “Un poeta no tiene más de siete poemas perfectos”, nos citaba a Rilke y en El agua y la sombra es posible encontrar esos siete poemas, de hecho se encontrarán más, pero también ya es cuestión de gustos.
Para hablar de esos poemas y del libro en su conjunto he de dar un paso atrás y hablar del epígrafe, que no aparece en el libro pero que él me dio a conocer, no pocas veces nos lo recitó. Se trata de un poema de Al-Mu’tamid, en el cual el poeta, encarcelado, se admira ante el vuelo de las perdices y lamenta su suerte, presentó los versos finales, de donde procedería el epígrafe de dónde Enrique Servín tomó no sólo el título, sino una de las emociones que atraviesan su libro:
“Mi alma anhela
el encontronazo con la muerte:
otro quizás amaría la vida cargado de grilletes.
Que Dios preserve a las perdices en sus crías,
que a las mías las traicionaron el agua y la sombra.”
El agua y la sombra como metáfora del paso ineludible del tiempo, de la pérdida constante. Todo se nos va como el agua, ahí está desde el principio de nuestra tradición poética Jorge de Manrique y los ríos como metáfora de la propia vida. Mientras que la sombra, la ausencia de luz, es una de las formas más antiguas que en la poesía se ha dado a la muerte —nox est perpetua, dijo Catulo—. Pero, aunque esa conjunción que resulta una metáfora tan poderosa, tan insinuante, del agua y la sombra, no es la única razón del epígrafe, esos versos contienen también una aspiración por la libertad (y una nostalgia por ella), una contemplación del mundo natural (en las perdices) contrastada con el mundo humano, todo lo cual forma parte de la poesía con que Enrique Servín construyó su obra.
“Un poema es”, nos llegó a decir en el taller de poesía[1] que por varios años impartió, “una pieza verbal donde cada una de las dimensiones del idioma están activadas de manera unitaria y armónica para transmitir, con un mínimo de elementos, un máximo de intensidad comunicativa y estética.” A partir de esa definición, hecha por él mismo, es que hablaré de los siete poemas de Agua y la sombra que hacen de Enrique Servín un poema —y razón por la cual se ha de seguir leyendo ese libro y el resto de su obra—.
Ya he hablado de la amistad que nos unió, que me sigue uniendo a él, dada esa amistad es que en diciembre 2007 como obsequio de cumpleaños me dio su libro. Libro cuyo primer poema es una Nota para un regalo, qué mejor apertura. Señalo esto para remarcar que este libro ha estado conmigo trece años, durante los cuales he vuelto a sus páginas constantemente[2].
Aunque es un libro lleno del fino e irónico sentido del humor de Enrique —ahí están Lamentación de un cocodrilo que se come una sirena, Caviloso, Hongos y eternidad, Inauguración de la Cloaca Máxima, Lección de historia son sólo algunos de los ejemplos—, he de decir que mi última lectura no deja de estar sesgada por mi duelo, es decir, ahora son los poemas que hablan de la muerte y el paso inexorable del tiempo los que más me conmueven. De ahí que del primero de los poemas de los que deseo hablar es uno de los que más se compartió el día de su asesinato: Elegía. El poema habla del momento en que se supo que un violinista de la sierra, Juan Hielo, murió:
“Es triste esa primera vez, al hablar de alguien
usar el imperfecto.
El verbo vivo, firme, cede al fin:
hablaba, decía, tenía. Era.
Hielo tocaba su violín en la sierra.”[3]
Poco hay que se pueda agregar ante esos versos, más allá del interés por el paso del tiempo, y de la existencia misma, y su correlato en el lenguaje que utilizamos. Es claro el porqué este poema se volvió el más compartido en redes sociales una vez se supo de su asesinato.
Enrique Servín fue una persona que se preocupaba por el horror del mundo y su violencia. La Oración del avestruz lo muestra, también Valentía en el Mictlán, pero en ese sentido el que mejor desarrolla esa preocupación, sin caer en los clichés que se le dan a la poesía comprometida es Apuntes para cualquier himno nacional, unos apuntes que son un poema y que podrían ser también el himno de un país, de cualquier país (como bien apunta en la nota al final, que es un potpurrí hecho con estrofas de nuestro himno, el himno estadounidense y la Marsellesa). Con ironía parodia el lenguaje grandilocuente del chauvinismo y ofrece un poema que, además de mover a reflexión, nos saca una sonrisa.
“La Patria es generosa: en el país
no se hace millonario tan sólo el que no quiere
todos sus millonarios son buena prueba de ello
(también todos sus pobres, añadamos).
Su ley fundamental nos garantiza
el derecho a creer en lo que sea
a soñar en voz alta. Incluso a morir de hambre
si eso es lo que queremos.
[…]
Es cierto que tenemos -como todo- defectos
¿qué cosa no los tiene? ¿qué persona o familia?
¿qué país no los tiene? Eso se llama
la condition humaine.
Pero volteen el rostro los traidores
hacia el resto del mundo:
¿No están peor en Tirania
en Barbaria, en Pauperia, en Malpaís?”
Si hay recomendaciones para un himno nacional, no son las únicas, también Apuntes para una cartilla moral, un poema que aboga por la responsabilidad moral del individuo, antes que a leyes o preceptos.
“1. Cree en la alegría y en el dolor ajenos:
son reales, como los propios.
Pero no pienses que puedes definirlos, ni entenderlos del todo.
Somos islas
y apenas nos es dado, pocas veces
entrever el infierno o el cielo de los otros.
[…]
7. Cree en la poesía. Que también es de aire
pero que nos ofrece verdades más grandes que la verdad
indecibles como los sueños, bálsamos.
Y que puede, con unas pocas sílabas ingrávidas, invisibles
abrir las puertas de los abismos.
Cree en la flor que no dura, en la verdad de los sueños
en el tiempo que iguala lo triste a la hermosura.
Cree en el mar y en la arena, y en el sol que la inventa
en la alegría de las doradas cervezas y en el fugaz amor.
En la poesía, que salva todo eso
y sobrevive hombres, religiones, y llega más lejos que los imperios.”
Al terminar de leerlo, de recitarlo, uno se pregunta ¿necesito otra guía moral que estos sencillos consejos en los cuales la poesía es central? La poesía, esa creación humana capaz de unirnos a través de milenios y lugares muy disimiles.
Ese misterio y esa unión Enrique la refleja en el poema Luna y Fronteras (en el libro de 2003 aparece como La luna en ciudad Juárez. Recuerdo) donde la voz poética habla del encuentro en el consulado estadounidense con un grupo de chinos con quienes habló de poesía.
“Los descubro. Los saludo en mi chino precario. Es suficiente.
Pierden su lugar, se amontonan alrededor de mí.
Les menciono a Li Pai, a Tu Fu
los grandes nombres del pasado.
Una de ellas me recita de memoria un poema, emocionada.
Como si cantara.
Me explica una palabra que no entiendo.
Vuelve a explicar. Señala al cielo y al voltear
descubro que es la luna.
La luna blanca y azul.
La luna alta sobre el arrabal
sobre el barrio grisáceo de la ciudad más gris.
Pero es la misma que vieran aquellos grandes muertos.
La luna de Li Pai y de Tu Fu. La que han de ver
los poetas del porvenir.
La de todos los siglos
y todos los hombres.”
Este poema que es también un recuerdo refleja una de las posturas sobre la poesía que él prefería, aquella que no teme a ser confesional (como hace en A personal confession, cuando pregunta de quien es la confesión en el poema si el poeta ya no existe). Así, poemas que surgen de la vivida experiencia personal deslumbran con las revelaciones sobre la condición humana.
“Carro pintado de azul
Mi abuela dice que el primer carro que vi era azul.
Al recordar que recordaba, yo digo que era verde.
El carro ya no existe.
Como una imagen rayada por una vara en el agua
los recuerdos se funden, se confunden.
Así de frágil es el pasado.”
La fragilidad del pasado, su pérdida, los fragmentos que de él nos llegan y apenas podemos reconocer son constantes en su poesía, Grupo de muchachos jugando beisbol es un ejemplo. Pero donde queda más de manifiesto es en el poema Catedral de Chihuahua, una hermosa loa a ese edificio que ha sido el corazón de cantera de la ciudad del desierto. En él, al final, la voz poética recuerda su infancia con una tía abuela que lo llevaba a contemplar la catedral:
“Ella se ha ido.
Cualquier cosa, se sabe, aunque no dure para siempre
dura más que los hombres:
una camisa, unos lentes,
un viejo libro, una flor seca entre sus páginas.
Con más razón la piedra poderosa del templo.
Y sin embargo
la pátina de polvos y de soles, el lento envejecer
del templo inanimado son también
todo aquello:
la historia compartida, los recuerdos
lo inabarcable y numeroso
también lo ya olvidado y perdido para siempre: el borradizo
transcurrir de los hombres en el aire luminoso del tiempo.”
La pérdida de los seres queridos es un motivo que atraviesa muchos de los poemas de El agua y la sombra. Uno de los que más me ha conmovido desde la primera vez que lo leí es Mi padre frente al mar, poema en el que se narra[4] un sueño en el que la voz poética se encuentra con el padre fallecido:
“Cuántas cosas habríamos recordado, cuántas cosas
amadas, entendidas. Y yo volviendo a verte, frente al mar.
Qué bien lucías, padre. Qué bien te sentaba la muerte.
Cuánto silencio y lejanía acumulados en estos raros años de tu ausencia.
El verte una vez más, qué dulce era. Y el mar
que nunca vimos juntos, cómo brillaba
desde un oleaje lento, como algo incomprensible, y en paz.
Pero de pronto un ruido, un movimiento brusco en el camino
me despertó
y alrededor quedó el rumor del autobús en que viajaba
la sorda oscuridad de las distancias sin límites. El regresar
a un viaje menos bello y más triste, en medio del desierto.
Las ventanillas frías, unos pocos vislumbres de formas indecibles
en la noche: la larga carretera hacia lo oscuro.
¿A qué ciudad me acercaba? ¿A dónde quería ir? ¿Qué perseguía?
Tú, hacía un instante, allá, tan lejos, frente al mar
Yo, desde este lado, ahora, más acá de los sueños
dudando como siempre, tenso y callado
viajando por el hondo desierto de la noche
por ajenos caminos
hacia ajenas ciudades.”
Presento las estrofas finales del poema, para mostrar el contraste entre el espacio onírico con el que empieza, donde se da el encuentro con el padre, y el espacio de la vigilia, uno luminoso y abierto y el otro oscuro y cerrado. La presencia amable del padre en el mundo de los sueños opuesta a la soledad de un autobús en una carretera del desierto en medio de la noche.
Enrique no está. Nos queda su voz, su poesía. Nos quedan los inéditos, que no son pocos (por lo menos otro libro de poesía, otro de relatos fantásticos y su maravillosa novela). Mientras seguimos leyéndolo no se ha hecho justicia, luego de más de un año no ha habido avances en la investigación.
[1] Habrá que señalar aquí la que, contrario al prejuicio contra los talleres literarios y los talleristas, Enrique Servín nunca intentó imponer su visión de la poesía, al contrario, promovió que cada persona adquiriera su propia voz y la desarrollara. Para ello acercaba a quienes asistíamos a su taller a las más diversas tradiciones poéticas del mundo, incluso en aquellas de sociedades ágrafas; su desconfianza hacia las vanguardias, por lo mismo, le permitió no casarse con una sola forma de entender la poesía y de hacer poesía. Ryby Myers, poeta organizadora del Encuentro Nacional de Poesía Enrique Servín y que formó parte del taller, ha dicho de él que era: “Un poeta hacedor de poetas”.
[2] La dedicatoria del libro incluye una oración en serviño clásico, “la única lengua que nació muerta”, una conlang que Enrique Servín creó para una serie de relatos que permanecen inéditos. Como buen amante de los idiomas que era (y de los sistemas de escritura de estos) no pudo resistir la tentación de crear su propia lengua, con su propio sistema de escritura que evoca al alfabeto georgiano o a los abugidas bráhmicos.
[3] De algunos poemas he elegido versiones corregidas por el propio Enrique Servín en lugar de las del libro de la colección Flor de arena de la UACH (colección que, por cierto, él comenzó en los 1990s cuando fungió como editor). En el caso de este poema, los cambios son mínimos, pero significativos: poner en cursivas algunas palabras.
[4] Enrique Servín insistía en sus talleres que los poemas podían narrar, que un siglo de vanguardias nos había hecho creer que el poema se oponía a la narración, sin embargo, a lo largo de la historia y de las más diversas tradiciones literarias el poema ha sido también narración.