¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
La Redacción de Tierra Adentro, como tantas personas y Redacciones, vuelve siempre a Raymond Carver. En el mes del amor todo carveriano que se respete relee De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), y de su relectura 2019 la Redacción de Tierra Adentro apenas se quedó con el título, que entre signos interrogativos entregó a cinco autoras y cinco autores que han pasado y pasarán por aquí.
¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR?
No lo sé. La definición más acertada que conozco es la de Stendhal, que sostenía que el amor es una flor maravillosa pero hay que estar dispuesto a acercarse al filo del precipicio para ir a buscarla. Pienso en el amor y recuerdo cuando presencié cómo María cambiaba el cómodo de su hija desahuciada días antes de que falleciera a los 42 años; cuando supe que José viajaba en bicicleta de Tlaxcala a Veracruz para visitar a Ana antes de que existieran los autobuses; cuando Luis perdió la memoria y lo escuché repetirle una y otra vez la misma anécdota a su hijo Miguel, que se mostraba tan asombrado como la primera vez aunque fuera la enésima; cuando visualizo la mirada cansada de Jaime mientras pacientemente esperaba a que terminara otra de las crisis depresivas de su mujer. Pienso en el amor propio cuando recuerdo que Sara dejó una vida de privilegios para alejarse de la toxicidad de su padre y cuando Mariana no cedió a la presión de nadie y formó una familia con Natalia. He sido testigo de las decisiones más arriesgadas y de los mayores sacrificios en nombre del amor. El amor motiva, inspira y envalentona, pero también envilece: he visto al sensato perder la cordura, al amante transmutado en verdugo, al suspiro convertido en arcada.
Juan abandonó a su esposa y a sus nueve hijos a su suerte porque no resistió la mirada de su segunda esposa, con quien fundó una nueva familia. Mireya mató a sus hijos y se suicidó para evitar que su padre siguiera abusando de ellos. Lisa Marie condujo catorce horas continuas para asesinar a la novia de su amante. Yasmiry roció con gasolina e incendió la casa de su expareja cuando la abandonó. En la Ciudad de México los crímenes pasionales están entre las cinco causas más frecuentes de homicidios.
Dicen por ahí que cada quién habla según como le fue en la feria. Me atrevo a decir que en esta a todos –sin excepción– alguna vez nos han sacudido hasta la náusea.
En tiempos de Octavio Paz, dos se besaban y un mundo nacía; hoy nos besamos para refugiarnos de un mundo aplastante. Hablar de amor es ahora, creo, hablar de resistencia, de la posibilidad de sinapsis en un siglo de individualidades. Hablar de amor, de amor de veras, es también hablar en contra del amor marca registrada, ese autómata armado con expectativas prefabricadas y roles de género que funciona a base de un conflicto, en el que, como decía Amado Nervo, “el beso no es sino una variación de la mordida”. En cambio amar en serio es querer el bien del otro no por adoración sino por empatía, abolir el vasallaje emocional en favor de vivir en equipo. Hablar de amor, pero sobre todo ejercerlo, es hoy en día la pequeña revolución de una sonrisa fuera de contexto.
Después del Antiguo Testamento, el amor ha de figurar como la ficción más peligrosa de todas.
Así que, carverianamente, esta es la pregunta: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
En mi caso, con esta mala educación emocional de la que por más que intento no puedo escapar, estaríamos hablando básicamente de obsesión y codepencia. Es lo que te vengo manejando desde que aprendí que me gustaban los guapos y patanes. Shame on me.
1. De una pregunta formulada por Raymond Carver en su libro homónimo de cuentos, y cuya mayor dicha es una tautología: la conjugación de “hablar”. Un verbo que, precisamente, se opone al amor como acción suprema. (Lo cual no significa que el amor esté exento de habladurías.)
2. A punto de cumplir los ochenta, Octavio Paz cumplió el capricho, largamente acariciado en su poesía, de definir el amor. Según La llama doble (1993), el amor es “la apuesta, insensata, por la libertad. No la mía, la ajena”. Aún consumido por el fuego del surrealismo, Paz no veía en el amor un ejercicio de los derechos y las responsabilidades íntimas que exige la esquizoide democracia actual, sino una servidumbre voluntaria del yo que garantiza la libertad a segundas y terceras personas. (Un novísimo amor cortés, a cuya breve consumación carnal sigue una perdurable inflamación del espíritu.)
La poesía hace una apuesta semejante por la “libertad bajo palabra” de las personalidades múltiples que nos habitan y del yo ajeno, ávido de especulaciones frente al espejo de cuerpo entero que los otros son para él. En forma simultánea y a la vez contradictoria, la poesía se vuelve soberana del sentido cuando se somete al mundo y sus lugares comunes; el mundo, a la par, se vuelve súbdito del sentido cuando somete a la poesía y conquista sus tierras incógnitas.
3. No quieras decir tu amor, / el amor nunca se dice; / pues suave se agita el viento, / silencioso e invisible. (William Blake)
4. La oscuridad estilística de Jacques Lacan atinó, sin embargo, a definir el amor como “dar lo que no se tiene a alguien que no es”. La frase suele citarse mal: “dar lo que no se tiene a quien no lo necesita”. Entre ambas variantes se abre un abismo. La primera aborda la imposibilidad real de quien ama y es amado: se entrega una carencia a un imposible. La segunda, más esperanzadora, matiza la primera: al amar, obsequiamos algo insospechado a quien no sospecha su imperiosa necesidad.
Se mire por donde se mire, el amor surge de una carencia mutua. Acto filantrópico entre ciegos, labores para resolver un crimen que no se ha cometido —un crimen, siguiendo a Lacan, sin móvil ni evidencias.
5. “En El mundo del silencio (1954), el genial Max Picard suena mucho a William Blake: Los amantes son los conspiradores del silencio. Cuando un hombre le habla a su amada, ella escucha más el silencio que las palabras dichas por su amado. ‘Guarda silencio’, parece susurrar. ‘¡Guarda silencio para pueda escucharte!
Esto no quiere decir “cállate”, sino tan solo “deja de hablar”. La diferencia lo es todo, en el amor y en el arte. (Leonard Michaels)
6. Los amantes son los conspiradores del silencio, dice Picard en la cita de Michaels. Una frase retórica como la pregunta de Carver, aunque no tan memorable. ¿Contra quiénes conspirarían los amantes mudos de Picard?
Tal vez contra los teóricos, legisladores y gramáticos del amor que dan sesudas respuestas a preguntas gratuitas. Pero eso es suponer de más: los amantes son y su práctica de campo, su propio estado de derecho, su lengua privada.
7. El brillante editor Gordon Lish reescribió párrafos y finales enteros de Carver. En De qué hablamos cuando hablamos de amor, por ejemplo, redujo a la mitad el número de palabras que había en las primeras versiones de los cuentos y reescribió el 80% de sus desenlaces. La leyenda Carver se debe, en buena medida, a un ilustre desconocido. Si yo no hubiera revisado a Carver, ¿le pondrían la atención que le han puesto?, se pregunta Lish, quien dio a Carver lo que no tenía.
Perras
“Está bien no caerle bien a todos, perras”.
“Por nuestra cuenta hasta el infinito, perras”.
el lápiz labial vengativo, violento, enojado, harto y refinado manchó un sobre.
“Estaré condenada si soy sumisa, perras”.
“¿Cómo nos llamaste? ¿Qué nos dijiste?”
¿cómo se llama esa clase de amor, perras?
Melissa Lozada Oliva
Nos comimos el amor sin masticarlo.
Le ladramos al amor apenas lo olfateamos
a la distancia.
Le ladramos al albañil, al cartero,
al repartidor de pizza,
al señor que nos surte los garrafones
de agua. Lo mismo al ladrón que intentó
allanar nuestra morada y al amante
trasnochado que llegó al departamento
con un six de cervezas lager
y una caja de cigarros.
No hubo diferencia. El enemigo
siempre usa pantalones y perfume
barato.
El amor era la carnaza
pero nunca fue la recompensa.
Las perras no eran ariscas. Nos hicieron.
Salimos más perras que bonitas.
Marcamos la casa con orín,
el aroma que brota
de nuestras entrepiernas.
Esta casa es nuestra porque huele como nosotras.
Mordimos las almohadas, los cojines,
el colchón. Mordimos el amor
sin pronunciarlo antes.
El amor, esa palabra.
Paradójicamente, como sucede en el cuento de Carver, quien pregunta qué es el amor es el primero en recelar de la duda. Con la singular cacofonía carveriana que nos obliga a desconfiar de lo que nos rodea, nos damos cuenta de que no podemos definirlo con certeza. El amor se mantiene intacto hasta que queremos saber lo que significan esas malditas cuatro letras que hace poco creíamos ejecutar a la perfección. No es casualidad que el título del relato sea una pregunta, al parecer, sin respuestas, o con muchas, como muchos somos los que creemos haber amado alguna vez.
Sospechar del amor —cuestionar nuestros te amos— no es más que otra manera de buscarlo.
Cuando conocí a Stephanie, con frecuencia dudaba del amor que le tenía. Como si no fuera suficiente o estuviera condenado a extinguirse, era enfático y reiterativo cada vez que se lo demostraba. Tenía miedo de que no fuera suficiente.
Con el tiempo supuse que mi amor por ella consistía en interpretarla, es decir, hacer una lectura personal y subjetiva de sus aficiones, propósitos y miedos hasta lograr poseerla. Como si el amor semejara la interpretación de un lenguaje encriptado y complejo, ella hizo lo mismo, y por un tiempo nos amamos con el silencio de los malentendidos. A los pocos meses, cuando comenzamos también a malinterpretar ese silencio (creyendo que hablar no era necesario cuando hacíamos el amor) vino entonces la ruptura. Nació una grieta a la par de nuestro cariño que se hizo evidente entre los dos. Pronto nos acostumbramos a la rutina de las palabras a medias.
Tuvimos entonces que tomar terapia para entender que la solución estaba, literalmente, en la punta de nuestra lengua. Y no hablo de los besos, sino de la palabra (aunque uno y otro sean siempre la respuesta).
Amar no es descifrar sino preguntar. Pero no preguntar qué es el amor sino de qué manera quiere ser amada la otra persona y, sobre todo, cómo esa otra persona puede amarnos. Allí encontraremos las respuestas.
Pues en el amor, la pregunta llega hasta donde la privacidad lo permite.
Probablemente sea la pregunta más complicada de responder desde la mirada feminista, y lo es porque un aspecto importante dentro de nuestra interminable agenda tiene que ver con desarticular la idea del amor romántico, un imaginario que ha cobrado miles de vidas. No sería el espacio para describir esa clase de amor, pues todas lo conocemos de manera tan íntima, tan cotidiana que estoy segura que hasta la más férrea feminista en algún momento ha sentido la necesidad de bajar la guardia, de perderse en alucinaciones que el coctel de sensualismo y fatalidad proponen como la idea de una imagen que poco o nada tiene que ver con nuestros cuerpos o en sí con el amor.
En todo caso sostengo mi disertación entre dos puntos desde los cuales se desplaza esa energía que puede incluso quebrar por completo la idea de seres dóciles o mujeres embriagadas de amor. Esas dos coordenadas dentro de la cartografía personal serían el deseo y el compromiso. Una sin la otra se desvían y crean lo que hemos conocido por diversas lecturas y miradas, una clase de energía sin sentido o sin cabeza. Imagino ese amor como un ser acéfalo, una corporalidad con una fuerza que no hace otra cosa que detener, oprimir. Sin oídos, sin lengua, tan solo con una contención sobrenatural que logra sostener aquel cuerpo quebrado al mismo tiempo que lo subyuga.
Seguramente un amor sin deseo debe ser el estadío más infértil e insípido que el cuerpo pueda conocer. Ya Rosario Castellanos advertía de manera oportuna que sus hijas y nietas —dentro de la tradición moderna y contemporánea de la literatura mexicana— acabaríamos de maneras poco decorosas o deseables para aquel contexto donde las mujeres ya estaban tejiendo para nosotras una red infinita de saberes y deseos.
Creo que la trama más fuerte tiene que ver con la hilaza que une el saberse dueña de sus ideas, —de su tiempo, de su cuerpo— con el hacer valer sus placeres por encima de cualquier otra cosa que, desde luego, resultará ser menos importante. ¿Pero qué pasa cuando el amor también tiene que ver con nosotras mismas, con el compromiso que adquirimos con nuestra voz, nuestros labios, nuestras vibraciones, nuestro onanismo o con las personas que emergen de nuestras cavidades luego de treinta y ocho semanas?
La pedagogía del deseo de Hélène Cixous abre un espacio distinto para pensar el amor desde la experiencia de ser mujer. Como Hélène pienso que la escritura y todo lo que tiene que ver con ella, —incluido mi cuerpo, sus cambios, su correspondencia bisexual y su constante estado de continencia y vaciamiento— se encarnan debidamente en una clase de amor que ante todo pide el tiempo necesario para hacerse resonar, amar. Luego entonces en quién pensamos cuando escribimos, porque sí escribir es un acto de amor, en este, como en el onanismo, se convoca al cuerpo deseado con el fin de guiar esa pulsación eréctil hacia nuestros centros.
Si acaso es para ti, para mí, está bien, porque más allá del deseo —de la llama interna— me pregunto quién será la lectora o lector que escuche mis gritos, que repose en mis pausas, en mis silencios.
Cixous más que tatuar su impronta, desata un maremoto dentro de los esquemas y estructuras culturales para comprender la manera en que aman y hablan las mujeres.
Spoiler alert: el amor definitivamente es una construcción cultural.
Al ser una construcción que se desarrolla en imaginarios, obras de arte, libros, productos culturales y demás chácharas y fetiches, podemos revertir los procesos, espacios de poder y posiciones que han intervenido durante la historia de la humanidad la edificación de ese amor, incluidos sus salones de prácticas violentas y sus salas de estar en depresión continúa.
El compromiso encarna amor a nosotras y al cuerpo deseado, pues al aceptar el desafío de hablar desde sí, toda la lubricidad se correrá al momento de hacernos resonar, “la mujer asentará a la mujer en un lugar distinto de aquel reservado para ella en y por lo simbólico, es decir, el silencio. Que salga de la trampa del silencio. Que no se deje endosar al margen o el harén como dominio”. Siguiendo la tesis de Cixous, sin importar sus preferencias, sin importar incluso si se encuentran en la cumbre de la soledad, si acaso sólo se trata de las nuevas formas de deseo y amor milenial, hágase cucharita con todo el amor y pruebe escribirse desde sí.
Instrucciones para escribir una carta de amor
Hacer jadear al texto
Lubricar la idea
Paladear la memoria
Corromperla
Adentrarse en las oquedades y llanuras del deseo
Echarse una mano
Escribir con la otra
Gritar, explotar, leerla en voz alta
Decir me amo, te amo.
Algunas notas para hablar de amor
Noemí escribía su nombre con n de nunca. Yo tenía novia y ella tenía novio. Pero la primera vez que nos encontramos descubrí que medía exactamente lo mismo que mi deseo, tan alto a los 17 años. De eso estaba seguro —ponía tanta atención cuando la miraba—. Su novio era un sujeto agradable, a decir verdad. Jamás supe qué pensó ella de mi novia, quien debió ser agradable también. Supongo. A veces los veía de la mano o ella nos veía a nosotros, pero eso no me impidió medirla, memorizarla cada vez que nos encontrábamos para que no se hicieran largas aquellas noches que no pasaría con ella.
Las pocas veces que pudimos platicar, me habló de sus planes de vivir en el norte del país, y con sus palabras se iban volando mis esperanzas hacia tierras lejanas. Pasé más tiempo del que estoy dispuesto a admitir convenciéndome de que un muchacho como yo (nacido en una comunidad rural, recién llegado a Tlayolan, y con novia) no tenía oportunidad con una mujer como Noemí. Me convencía de esto a pesar de que ella rehuía mi mirada y, de vez en cuando, la sorprendía observándome de lejos. Midiéndome. Memorizándome.
Cuando nos graduamos de la preparatoria supe que se me escaparía la vida sin decirle todo lo que despertó en mí. Sin embargo, por una afortunada casualidad, nos encontramos cierto día en la calle y tuvimos una hora o dos para platicar a solas. Era lo justo para hacer una confesión vital apresuradamente. Y vaya que le confesé todo. Desde el primer día que la vi trabajando en un café y sentí que el azul del cielo llovía sobre mi alma; todo hasta el momento en que se fue de mi vida de la mano de su novio, que me caía bien, en realidad. Nunca sabré si fue por compasión, o si aquélla fue la manera de corresponderme, de decirme que había sentido lo mismo: Noemí me abrazó por el cuello y besó mi mejilla, justo en la curva donde empezaban mis labios.
Algunos meses después se separó del novio y se fue a vivir a Nuevo Laredo, para hacer carrera en derecho aduanal. O algo así. Llegó hasta tercer semestre. Luego unos hombres la asaltaron en la calle, la tumbaron a golpes y la arrastraron a una camioneta para que diera el último paseo de su vida. Me lo contó aquel que había sido su novio. “Fue terrible”, me dijo, “destrozó a su familia”, y yo pensé en la comisura de mis labios y en que hay historias que no deberían existir.
No encontraron el cuerpo. Hasta donde sé, aún podría seguir viva. Pero es poco probable. En su boca cabían los nombres de todas las cosas que amaría en mi vida.
Una historia de amor auténtica no tendrá un final feliz. Éste es el primer pacto y la primera verdad.
Punto.
Una historia de amor auténtica es una enfermedad que ataca cuando no se tiene tiempo que perder, y uno acaba perdido.
Esta es la primera que recuerdo.
En la Edad Media circuló un mito acerca de un trovador que se enamoró de la esposa de un noble. Le cantaba continuamente, molido por saber que su amante jamás sería solo suya. Los cantos desventurados siguieron hasta que el esposo de la dama se enteró del romance. Celoso, el marido mandó asesinar al poeta, e hizo que trajeran hasta su palacio el cadáver. Cuando lo tuvo a su alcance, le extirpó el corazón y se lo llevó al cocinero, pidiéndole que preparara el manjar más exquisito en la historia del reino —y de paso, de la literatura—. Cuando el platillo estuvo listo, el noble hizo que su mujer lo comiera la misma noche del asesinato. Una vez que terminaron de comer, la mujer confesó que nunca había probado un platillo de tal calidad, y el esposo, triunfante, pudo entonces revelarle el ingrediente principal.
Muchas versiones se han escrito acerca de esta leyenda del corazón devorado, y cada una hace variar el desenlace. Mi favorita es la siguiente: la mujer, loca de amor, se hizo asesinar esa misma noche por su dama de mayor confianza, y ordenó que le sirvieran su propio corazón al marido la mañana siguiente. El noble devoró sin mesura la carne de su mujer, muerta de venganza y, cuando se hubo enterado de lo que sus celos provocaron, juró no probar más bocado después del corazón de su esposa. Como cumpliera su promesa, murió nueve días después.
De la historia del corazón devorado inferimos el segundo pacto: en una historia de amor auténtica sólo existen villanos.
Una vez conocí a un hombre que se sacó los ojos el día que su mujer lo engañó para no verla nunca en los brazos de otro.
Así, ciego, siguió viviendo con ella.
Se llamaba Amador, pero su nombre no es importante para esta historia. Lo único que quería destacar es que esta podría ser una historia de amor auténtica.
Una historia de amor auténtica no necesariamente es una historia real.
He aquí una historia real.
Mi amigo Salvador y yo fuimos por unas cervezas a un bar de mala reputación en el centro de Tlayolan. Pasaba la medianoche, y el lugar tenía ese aroma que despiden ciertos espacios que transforman tu vida. Desde nuestra llegada habíamos estado tensos, porque a pocos metros de nosotros se hallaba una pareja de amorosos que no había dejado de discutir en toda la noche.
Aunque debo ser más exacto.
El hombre discutía severamente; sin gritar demasiado pero con insistencia. Ella intentaba acercársele para acariciarlo, intentando que se calmara. Él la apartaba de sí, primero empujándola, después dándole patadas o golpes discretos.
Lloraba mucho, ella. A veces miraba alrededor. A veces fijamente hacia donde estábamos nosotros; intentaba sonreír.
Marco estaba muy animado, hacía lo posible para que yo dejara de mirar hacia la peculiar pareja, cuya discusión se tornaba cada vez más acalorada. No quería notarlos.
Fue inútil.
Hacia las dos de la mañana, el hombre lanzó un certero puñetazo al rostro de la mujer. Siguió otro, y otro más. Ella cayó al suelo. La música paró. La gente hizo un círculo a su alrededor. Todavía alcanzó a recibir un par de patadas antes de que Marco llegara hasta el hombre y le reventara una botella de mezcal en la cabeza. Pateó con saña su rostro ensangrentado. Nadie se acercó a separarlos. Me quedé en la barra y me acabé la cerveza, mientras veía a mi amigo tomar pausas para recuperar su aliento justiciero.
La mujer, aún aturdida, se levantó a duras penas y se abalanzó sobre Marco. Le arañó el rostro, gritó majaderías, golpeó su pecho y sus brazos y su espalda con sus manos pequeñas mientras le hablaba, por su nombre. Mi amigo se detuvo, se apartó de los amorosos sin decir palabra. Todavía le dedicó a ella una mirada llena de incendios antes de salir del lugar. Pude verlo: había en él un fuego distinto a la violencia.
Pagué la cuenta. Lo seguí.
Cuando estuvimos solos, Marco dijo:
—Se llama Valeria.
No me lo dijo a mí. Más bien fue como si dejara que sus palabras se diluyeran en el aire. Y después:
—Ya lo decía la Biblia, no codiciarás a la mujer de tu prójimo en vano…
Desde lejos llegaba el rumor de la música y las luces titilantes de las patrullas que rodearon el lugar apenas cuando nos fuimos.
Una historia de amor auténtica es miserable. No hay bendiciones, ni buena estrella, ni buenos deseos. Se escribe con tintas malignas, porque el amor empieza donde Dios acaba.
Una historia de amor auténtica vive siempre en la amoranza.
Éste es el tercer pacto.
Cuando tenía diez años, una vecina cuarentona, amiga de mis tíos, me invitó a pasar a su casa. Una vez en el interior, me dio de comer (caldo de pollo, aún recuerdo que tenía arroz rojo en el fondo del plato) y luego me dijo que la acompañara a su habitación. Una vez dentro, se levantó la falda y pude notar que no usaba calzones. Se sentó en su cama y abrió las piernas para que yo mirara. En ese instante el mundo apareció explicado ante mí definitivamente.
En una historia de amor auténtica no hay puntos suspensivos, sólo una sucesión de tres puntos finales.
Esta la contó mi padre.
Todos los años, en abril, una mujer salía temprano de su casa, subía a un autobús, viajaba dos horas y media hasta El Limón, Jalisco, y visitaba una tumba en el cementerio municipal. Iba sola. Rara vez llevaba flores o cualquier objeto que denunciara la visita a un ser amado. (Pero sí tenía cuidado de llevarse, siempre, la misma ropa: un vestido blanco, gastado aunque elegante, rebozo gris que cargaba con orgullo y dignidad.) Volvía a casa poco antes de que la noche soltara sus lebreles en la Sierra del Tigre. Limpia, como al momento de su salida, sus ojos denotaban que se habían desbordado en llanto.
En esta historia sonaba —al menos en la versión de mi padre—, una canción ranchera. Según él, durante toda su vida la mujer puso aquella canción siempre que quiso llorar. “Cruz de olvido”.
La barca en que me iré lleva una cruz de amor… Lloraba a lágrima viva o, más exactamente, a lágrima muerta, a lágrima alimentada de una sustancia insoportable: sus ojos clavados en el espacio vacío, en el lugar que debió ocupar alguien que no tenía nombre, ni rostro, ni fecha.
Un día me enteré de que aquella mujer había tenido un hijo antes de su matrimonio, que lo había gestado en sus mares y lo había visto nacer: leche de sí. Del niño no había fotografías, ni siquiera llegué a saber nunca su nombre. La mujer lo vio morir: muerte de sí.
Un día no volvió. Salió de su casa temprano. Tomó el autobús. Viajó dos horas y media. Bajó en El Limón. Fue al panteón municipal. Iba sola y sin flores. Lloró cruces de olvido. No volvió. Ni al día siguiente volvió, ni al siguiente del siguiente. No volvería ya a su casa en Tlayolan: se la tragó el mes de abril sin dejar rastro.
Mi padre contaba esta historia, y creo que vale la pena decir lo siguiente.
La mujer era su madre.
Algunos dicen que la encontraron en junio, abrazada a una tumba con un nombre desconocido. Cuentan que lloró hasta morirse.
La canción ranchera la conocí hace un par de años, cuando supe que el padre de mi padre había prohibido que la tocaran en su casa.
Aunque esto, por supuesto, tampoco es una historia de amor auténtica.
Pero no se decepcionen, todo lo que he dicho es para declarar que las historias de amor existen, están ahí.
Y que una historia de amor auténtica comprende todo el bien todo el mal.
Pero aún está por verse.
¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
Cuando hablamos de amor hablamos del constructo romántico
que nos heredaron los abuelos.
Aquellos que durmieron en camas separadas hasta el final de sus días.
Los que vivieron muchos pequeños amores
a escondidas del gran amor que dormía a su lado,
pero en otra cama.
Porque hablar de amor se conjuga en pretérito
y todo aquello que es anterior al amor es más grande que el amor.
El amor es la tarde caliente con los pies descalzos.
Es ese salto hacia los espacios sombreados
para evitar la ampolla en las plantas de los pies.
Es que el amor siempre viene después
y nos toma de repente con tres pesos en las manos sudorosas
sin saber cuántos chicles de bola nos darán de cambio.
Dejaron de fiar en esa tienda de personas amables.
Dejaron de fiar porque falsificaron las carteras de Marlboro.
El amor nunca será la primera vez,
ni la tercera,
ni la quinta.
Amar no puede ser sufrir el rompimiento de todos lo hímenes adolescentes
que idealizados se vuelven objetos exclusivos del placer.
Amar tampoco es golpearse el estómago con un bate cada vez que se piensa estar encinta.
Ni quererse tirar de la torre más alta cuando el amor encontró otro amor.
Terri cree que hablar de amor se resume a un tiro en la boca.
Mel cree que el amor será sólo un recuerdo pasajero
al lado de un nuevo amor
que se convertirá a su vez en un recuerdo,
si acaso.
Cuando hablamos de amor los ojos se encienden
pero no sabemos de dónde viene el brillo
si del llanto o de la esperanza.
Hablar de amor es querer al gato,
es adorar al gato.