El ensayo doble vista
Titulo: Strauss quería pastel
Autor: Adrián Chávez
Editorial: Fondo Editorial Tierra Adentro
Lugar y Año: México, 2018
Hay una clase de ensayo que, como cierta ropa noventera, tiene doble vista. En estas prendas no importa qué lado vea la luz, el reverso se oculta a los ojos expectantes de los críticos del buen gusto. La moda es así: opera por capricho. A mi generación le tocó asistir a fiestas de cumpleaños ataviada con prendas de colores sobrios y diseños austeros, libres de estampados. Aunque se nos miraba mal podíamos tirarnos el refresco encima, pues gracias a nuestra armadura teníamos otra oportunidad de lucir impecables. Fuimos víctimas de la creatividad de unos diseñadores que con un supuesto mal gusto incomodaron a quienes preferían vestir ropa menos experimental, más elegante y de marca reconocida.
Estas prendas se parecen al ensayo de Adrián Chávez (Estado de México, 1989), merecedor del Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez del año pasado. Strauss quería pastel es un recuento a dos vistas de algunas prácticas culturales de los últimos años. Para Chávez el cover (to cover, tapar en inglés) es una acción que no se limita a la música. A manera de prólogo, en un breve ensayo sobre Shakespeare y unas aves enanas llamadas estorninos, adelanta su tesis: coverear es un verbo que muestra más de lo que esconde. Esta idea lo conduce, a lo largo de trece ensayos, a reflexiones asociadas en su mayoría con la quintaesencia del género: la revelación de lo que permanece al abrigo de la superficie. Chávez lo dice mejor cuando habla de la Napoli Sotterranea: «El pasado, que suele pensarse como un atrás, es en realidad un debajo».
Mediante la agógica musical que marca la pauta de expresividad durante la interpretación de una pieza, Chávez reescribe «El Danubio azul», el vals compuesto en 1866 por el austriaco Johann Strauss. El esfuerzo por trasladar la vivacidad de la música a las palabras se traduce como el relato de una reapropiación. El ensayo retrocede hasta el imperio de los Habsburgo, cuando en el país desembarcó, junto con Maximiliano y Carlota, una pieza que terminaría por animar los cumpleaños en las casas de familias clasemedieras mexicanas. Los recuerdos de infancia de Chávez se acomodan al compás ternario de la pieza de Strauss: la contradicción aberrante del ensayista y su tía (cómplices que se rehúsan a entonar ese coro maldito) no está muy lejos de ciertas escenas de películas noventeras en las que el célebre tempo di valse de Strauss acompaña al humor en cámara lenta.
Pero el cover fracasa cuando intenta apropiarse de lo que prescinde de réplicas. Degenera en sociedades eclipsadas bajo el influjo de la globalización, proceso emparentado con la política neoliberal que en los últimos años, por medio de los Estados Unidos como su fiel paladín, devalúa lo autóctono. Adrián Chávez da cuenta de esto en «La justicia soy yo», un ensayo sobre el manga japonés Death Note y su forzada adaptación por Netflix en 2017. Como si los valores de ambos países fueran intercambiables, la plataforma de entretenimiento aclimató el contenido al público norteamericano, y la serie quedó desnuda de la riqueza cultural de Oriente para transmitir, en cambio, un contenido good vibes y sin ánimo de abonar a la discusión sobre la justicia y la violencia emprendida por los creadores del original. Chávez reconoce el previsible fracaso de la adaptación yanqui cuando apunta que «antes que malas copias, los remakes gringos son copias congruentes con los valores de quienes la perpetraron y de quienes la consumirían».
Sin embargo, debe quedar clara una cosa: el autor no critica los medios sino el fin. Para él, «la segunda mano es otra primera, una con igual capacidad de modificar el contexto de la obra al recodificarla». Hay un eco aquí de Dafen: dientes falsos (2017), el libro de otro ensayista joven, el michoacano Pierre Herrera. Dafen y Strauss quería pastel son libros escritos como trasuntos de preocupaciones similares: la renuncia a temas hasta entonces intocables como la originalidad, la autoría, la apropiación y la reescritura.
En este sentido, el ensayo que practica Adrián Chávez es una excavación no solo del pasado, sino de todo aquello que no sale a la superficie. Realiza una biopsia de diversos temas y devela, con precisión quirúrgica, las subcapas de la realidad. Arrojado, el ensayista mexiquense pasea no entre dos puntos equidistantes, como en el recorrido tradicional, sino que se zambulle y vuelve a salir, como quien baja a una ciudad escondida para conocer la verdad. Para Chávez ensayar es como «salir pero no irse».
En «Sándwiches en el subsuelo» relata su visita a Nápoles, una ciudad italiana que, como otras ciudades en el mundo, oculta una réplica subterránea y húmeda de las plazas del exterior. En la Antigüedad la ciudad subterránea servía como acueducto. Más adelante los napolitanos del siglo XX se resguardaron allí del fascismo de Benito Mussolini, cuya censura quedó registrada en el uso restrictivo de la lengua. Su chovinismo va bien con el paisaje italiano de ese tiempo: pálido, como el rostro de quien se esconde por haber cometido el delito de pedir un sándwich en vez de un tremezzino (nombre italiano para el famoso emparedado). En la actualidad el mundo grecorromano en Italia permanece escindido por la arquitectura contemporánea, cubierto por la capa de la historia moderna.
En Strauss quería pastel, la crítica funciona también como excavadora, sobre todo en aquellos temas en los que no se ha profundizado lo suficiente. En «Terror en la calle Arbat» Chávez utiliza su fobia a las botargas para denunciar el ofensivo desinterés del sector empresarial respecto a la seguridad social de sus empleados, un tema que sólo es perceptible a través de la observación atenta de aquello que da vida a las botargas del Chavo del 8 y Mickey Mouse. Lamentablemente el ensayo termina por perderse en divagaciones infértiles sobre los orígenes de la palabra botarga. Mucho más seria es, por el contrario, la crítica a la economía neoliberal que ha engendrado los peores adefesios jamás imaginados, como el homo economicus. De acuerdo con Chávez, se trata de «un sujeto racional, piedra angular del funcionamiento de El Mercado, cuyas decisiones se basan en la obtención de beneficio y que existe aislado de cualquier contexto». Este personaje encuentra su modelo en la piel rosa y apergaminada de otra botarga mediática: Donald Trump. En «A la manera de quién», el último ensayo del libro, el presidente de Estados Unidos, tomado del hombro de su esposa, Melania, baila «My Way», el himno que reivindica los errores pasados «del hombre económico [hasta al] que una orquesta le toca para que baile en la celebración de su poder».
Finalmente, la escritura que profesa Adrián Chávez excava con fuerza hasta llegar al centro de un pastel que alguien trajo para festejar en familia. Su ensayo es insolente y de un refinamiento burlón, como entonar a Strauss, a voz en cuello, en el cumpleaños de nuestro primo más feo. Su voz recuerda gratamente las prosas de ensayistas cuyo estilo no caduca (aunque la moda opine lo contrario). No es casualidad que Chávez haya ganado un premio con el nombre de quien, además de escritor esforzado, dedicó parte de su vida a compilar a otros ensayistas de nombres indelebles en la tradición del género en México. Pienso en Julio Torri y Hugo Hiriart, y un poco más para acá, en Luis Ignacio Helguera, a quienes Chávez recupera (o coverea, en el buen sentido de la palabra), en un intento saludable por continuar ensayando de un modo frontal e incómodo, sublimando el humor como arma política.