Navegaciones en torno al ensayo
Un océano de incertidumbre se abre cada vez que alguien menciona el término “ensayo creativo”. Confieso que en esos momentos me siento a la deriva, porque en realidad nunca he comprendido del todo la pretensión de querer delimitar un proceso del otro. Ante una batalla que se disputa el mejor apellido, vale más tomar a nuestro clásico de cabecera, y de forma callada, acaso estoica, salir huyendo.
Poco después de que decidí navegar a la deriva, cuando en una de tantas citas en lugares noctívagos ante dos parroquianos, tres meseros y algunas muchachas descansando de las imposiciones de bailar sobre estiletes, decidí no sólo que sería escritora y que me había cansado de la academia, sino también que escribiría ensayos; tan excitada estaba que osé en decir que me cortaba los dedos antes volver a publicar una tesis o artículos académicos. No lo he olvidado, pues aunque lo escribí en mi diario, recuerdo que esos dos parroquianos defendieron su academicismo obsoleto, y a base de mediocres argumentos trataron de sacarme algún tipo de pusilánime disculpa. Han pasado algún par de años de esa noche, y al desdoblar mi recuerdo, además de sentir aún en mi nariz el picante aroma a coco y cerveza del lugar en cuestión, reflexiono: desatar prejuicios sobre la escritura, que ya de por sí es un proceso que a más de uno le ha costado la propia sensatez, no promueve sino un tipo de guerra declarada a quienes seguramente no contarán con las armas precisas para soportar la poética de nuestros deseos materializados en prosa; hacerse vencedor de una batalla entre un texto literario y un texto académico simplemente me parece un gesto de poca gallardía.
Aún en plena sobriedad, como también bajo la cálida llegada del mezcal a mi estómago, lo único que repetiré es que el ensayo debería de carecer de aderezos, pues todo texto que desarrolle una idea, que proponga una búsqueda y que sea capaz de generar sus propios mecanismos y estructuras, merece llevar sin más el nombre de ensayo. Desde luego que la tarea de intentar siquiera leer la introducción de las tesis que se producen en las áreas de humanidades y ciencias sociales deviene agonía, o por lo menos, la sensación de haber estado en un páramo luego de intentar dilucidar las abyectas apreciaciones de quien hubiera errado menos como copista o escribiente. Textos que sólo sirven para justificar un grado, una beca; un mero trámite que no produce sino una masificación de mentes incapaces siquiera de comprender lo que conlleva un proceso, una técnica, la febrilidad que nos inunda el cuerpo cuando reconocemos nuestra poética.
La manera más significativa de corroborar que los textos que integran dichos informes académicos no son sino eso, trabajos monográficos, radica en el punto de que no cumplen con el pacto de cualquier acto de creación: el originar una ética y una estética que se encuentren justo en una tecné. La docta ciencia en el presente no hace sino desdibujar la capacidad de reflexión, borrar de su cartografía cualquier evidencia de que en algún tiempo existió una tradición, aun en el relato científico, de hacer que la palabra tuviera una significación trascendente en el discurso y, desde luego, en los hallazgos que todo principio de investigación sostiene.
Trato de imaginar en qué momento las ciencias sociales perdieron el oído, ese instante en que las humanidades desterraron de su isla el goce estético. En pleno despliegue de ideas, llegan a mi memoria los deseos de una Virginia Woolf insistente ante la necesidad de que las mujeres, futuras escritoras, tuvieran un lugar en la universidad, que contaran con la oportunidad de ser libres a través de la educación, además de tener un sustento y un espacio en la vida intelectual igual que el de los varones matriculados en lujosas universidades de inmensos campos, abigarrados uniformes y cenas fastuosas.
Quizá dentro de mis navegaciones, mencionar a la Woolf sea un lugar común, pero cada vez que pienso en ese librito de 1929 donde la amorosa suicida intentaba contagiar a las jóvenes estudiantes de esa necesidad de luchar a través de sus ideas, en realidad, me ruborizo cuando veo los resultados de todas las bisnietas de esa generación, todas y, claro, todos hijos de un proceso universitario en plena desarticulación del lenguaje, inmersos en prácticas que, bajo la idea de producción del conocimiento, no hacen sino establecer rupturas incluso con sus pares y sepultar toda clase de puentes con posibles lectores.
De regreso a mi punto de deriva, cuestiono las circunstancias en que alguien se proclama como generador de un momento en que nuestro género rompe con el canon y despliega una serie de posibilidades para construir una prosa capaz de albergar un discurso rico en ideas, en percepciones estéticas y claro, en préstamos y herramientas de otros géneros. Pero la historia a lo largo del siglo pasado nos ha mostrado que en realidad nada nuevo hay en el paisaje, que incluso las rupturas estéticas más osadas devienen una búsqueda de tradiciones concebidas un par de siglos atrás. Sin ir más lejos, ¿acaso el padre de nuestro género no construía sus tesis a través de relatos, ficciones, flujo de conciencia y una escritura que entra más en la condición del diario? Quizá una de las enseñanzas más valiosas que dejó en sus famosos ensayos es el hecho de que todo gira en torno al propio hallazgo, la manera en que sea relatado; el diseño de la estructura que soporte las propias cavilaciones, que defienda la tesis, no es sino el soporte que desplegará la manera en que percibimos ese hallazgo.
Sostengo mi sospecha de que quienes tratan de levantar el interés por nuestro género se autoproclaman como generadores de movimientos estéticos que, lo repito, nada de nuevo tienen. La propia historia del arte nos ha enseñado que muchos movimientos quedan sepultados bajo las aguas del olvido. Pienso, en todo caso, que las obras, sin importar el momento en que sean generadas, si realmente son piezas de arte se sostendrán por sí mismas, navegarán flagrantes en los océanos de la historia, conformaran su propia Eleusis, y desde luego, en cualquier momento tendrán sus lectores, pues ya el autor de “Para los que llegan a las fiestas” decía que nunca hay genios olvidados.
Mi punto de encuentro entre aquella navegación donde me dispuse a izar mi bandera y ésta donde ensayo el desplazamiento entre la academia y la creación, está donde el ensayo, sin más, será capaz de trazar rutas para un encuentro furtivo, húmedo y febril con cualquier lector que considere que ese texto vale tanto la pena como llegar al punto final. La manera en que seamos capaces de encontrar marineros que nos sigan hasta el acto más violento, pleno y angustiante, como lo es la escritura, será la pauta para que ese otro nos haga sentir iluminados, pues si sólo escribiéramos para nosotros mismos sería como si nunca hubiéramos tenido la osadía de aventarnos a la bravura del mar. Imagino que toda vez que encontremos a un lector, desde luego que habremos consumado ese acto de apertura de nuestra intimidad.
Nada existe tan fascinante como encontrar un mundo distinto a lo conocido luego de deambular por aguas turbulentas, encontrar un sitio que nos haga salirnos de nosotros y concebir, incluso, una verdadera experiencia estética. Raymond Carver lo manifiesta de la siguiente forma: “todo gran escritor o incluso todo aquel que sea bastante bueno, hace el mundo conforme sus propias especificaciones”. Si el ensayo ha sido capaz en cada línea de construir esa isla, sin importar su origen, su percepción estética, entonces habremos cumplido con nuestro deseo, podremos sentirnos como ensayistas sin más, podremos sentirnos merecedores de la gracia que sólo el otro lector nos dota.
Para este momento me siento como el Sindbad de Owen, he llegado con una trémula sobriedad a una tierra desconocida, aunque me siento varada, reconozco un ansia profunda de recorrer nuevos destinos, de romper fronteras, de encontrar a mi lector y robarnos un poco de nuestro aliento.