Tierra Adentro

Los cuentos de Que parezca un accidente forman un catálogo que ilustra bien el siglo que vivimos. En trece cuentos aborda la violencia, la amistad, el amor, la desesperanza, la euforia, la soledad y el humor. El hilo conductor de estos cuentos es el accidente: aquello que fue y tuvo repercusiones, pero del cual nadie tiene la culpa, como si la inconsciencia se apoderara de los personajes.

Raul Picazo, Nosotros somos el accidente.


 

Como muchas mujeres pasadas de peso, Doris Camarena lo había intentado todo para adelgazar sin obtener resultados. Incluso se había sometido a dos intervenciones menores, la primera para colocarse una malla supralingual que sólo le permitiría ingerir líquidos y la segunda para hacer que la retiraran porque, efectivamente, no la dejaba comer.

Probó con la dieta del licuado de pepino, con la de la alcachofa horneada, la del jugo de sandía, la de la infusión de jengibre, la del atún, la de la piña, la del huevo cocido, la de la manzana verde, la de la savia, la de la sábila, la de la manzanilla, la del apio, la de la chía, la de la alfalfa, la del té verde, la del abedul, la de los brócolis, la de la hierbabuena, la de la menta, la de la lechuga, la del agua de avena, la de la linaza, la del caldo de repollo, la del repollo crudo, la diurética, la que estimulaba el tránsito gastrointestinal y la de los dos traguitos de vinagre antes de cada comida. Esta última, particularmente, le había sentado fatal, porque con todas las comidas que hacía en el día antes de la cena ya se había tomado litro y medio de vinagre. Le había sentado peor que la del ajo, que ya es mucho decir, porque aunque supuestamente es excelente para desintoxicar el organismo, a ella le había hinchado la barriga con las más olorosas flatulencias.

Aquella mañana en que Doris Camarena iniciaba su affaire con la Dieta Monocromática, abrió la ventana y dijo qué mañana más radiante mientras respiraba hondo una brisa fresca que le onduló la bata, ruborizándole la papada y haciéndola lanzar una risilla pícara, porque Doris Camarena era cursi y sólo sabía expresarse así, con las frases hechas y los recursos del estereotipo que leía en revistas del corazón y noveletas rosas, que como es bien sabido, erigen su escritura en frases vacuas. Pero como ya apuntó un clásico francés con la sagacidad propia de los franceses: no se leen necedades impunemente, así que cuando Doris Camarena lograba construir una expresión suya, la repetía hasta convertirla en un cliché. Lo mismo que con cualquier acto espontáneo, por nimio que fuera, Doris Camarena sabría integrarlo a su pedante repertorio de gestos ostentosos.

Cuando a Doris Camarena le recomendaron la Dieta Monocromática, supo que sería la dieta perfecta, porque pocas veces una dieta se molesta en incluir el elemento estético, así que la indicación de organizar los platos como si fueran arreglos decorativos, más que incentivarla, le pareció una verdadera señal. Decidió comenzar con el rojo, porque como ya se dijo, era cursi y, como todas las gordas, también un poco dada al drama. Entonces, todos los alimentos que consumiera debían formar parte de una paleta de color que iría del rosa viejo al borgoña suave. Con sólo pensarlo su apetito se estimuló y un grueso hilo de saliva con regusto a pollo empanizado le humedeció el mentón antes de caer en su descomunal busto, junto a dos migas de algo que se confundía entre waffle y galleta.

Galleta, en definitiva, pensó Doris Camarena luego de pasarse grácilmente los dedos del escote a la boca y secarse la barbilla con tres golpecitos de una borla cubierta con talco perfumado. El polvo proporcionó una capa sedosa, delicada y aromática a los pliegues de piel que separaban su rostro de los hombros, ahí donde otras personas tendrían lo que se conoce como cuello. Doris Camarena se sintió sensual y hambrienta, bostezando, calzó sus piececitos rechonchos en dos babuchas de tul que la elevaron brevemente algunos centímetros del suelo, antes de que el exiguo tacón, vencido por el peso, se desplomara haciendo pasar las babuchas de diseñador por vulgares pantuflas. Pero Doris Camarena no lo notó, y si lo notó, no pareció importarle mientras se desplazaba hacia la cocina con la cadencia concerniente al tamaño de sus muslos y caderas.

Doris Camarena terminó de verter la jamaica con betabel en sus mejores copas, agregó un toquecillo de agua gasificada y un acento de sirope, ingredientes que por su transparencia se permitía incluir con un contento singular, y contempló un momento el primor de coquetería con que había puesto la mesa. Porque una cosa era hacer dieta y matarse de hambre y otra muy distinta hacerlo sin tener siquiera una satisfacción: cisnes de bolonia con salchichas, flores de queso de puerco y pimentón, pirámides de jamón bañadas de cerezas en almíbar, manzanas caramelizadas, lonchas de lechón en gelatina, pepperonis rebozados con tomate frito. Todo en porciones industriales porque donde decía un vaso, Doris Camarena bebía un galón. Donde decía una pieza, el querubín se zampaba un kilo. Donde un tazón, desaparecía la cara metiéndola en una bandeja.

Doris Camarena se anudó un mantel mediano a modo de servilleta con un moño en el nacimiento de la nuca. Imaginar el nudo de tela como un perifollo entre sus bucles dorados la llenó de complacencia y procedió a hundir los cubiertos directamente en las charolas. Apenas había probado bocado de un embutido tan blando y pulposo que recordaba a sus propias pantorrillas cuando sonó el timbre. A Doris Camarena le invadía un regocijo inenarrable cuando escuchaba el trino, el gorgorito y los aleteos de ruiseñor con que había hecho personalizar el llamado de su puerta, pero muchas veces podían ser inoportunos, sobre todo cuando se aposentaba en el comedor y cuando, como en esa ocasión, insistían con tanta vehemencia.

Doris Camarena puso un ojo en la mirilla y un pepperoni rebozado en su boca. Era el mensajero del taxidermista. Visiblemente emocionada, deslizó el mantel de su pecho y abrió la puerta dando aplausos con la punta de los dedos. El movimiento, que presionaba sus senos y los desbordaba hasta la desmesura para presionarlos otra vez, era sugerente por la enorme voluptuosidad de Doris Camarena en bata, y mantuvo en coma al repartidor hasta que cesaron los aplausos y las masas insufladas bajaron a un palmo de su ombligo, donde de acuerdo con lo ocurrido tras su bragueta, el repartidor intuyó el tamaño de la areola de aquellos dos pezones gruesos que amenazaban con reventar los encajes que contenían las carnes de Doris Camarena.

Doris arrebató el paquete al repartidor. Éste pareció despertar de alguna clase de hechizo y, sudoroso, entregó la nota. Doris Camarena tomó el bolígrafo y estampó su firma en el papel, un arabesco extravagante que remataba las íes con corazoncitos. El repartidor tembló. Doris Camarena cerró sin darle propina y se arrojó en el diván para admirar a Mirriñús, un persa aperlado de tres años, el séptimo gato que disecaba con la empresa que empleaba al repartidor. Colocó a Mirriñús en un cojín de damasco conmocionada hasta el sollozo por la excelente calidad del trabajo de liofilización hecho con los ojos del gato. Le habían dejado la plaquita y habían tenido la delicadeza de ponerle otro cascabel. Y el pelaje, tan lustroso, idéntico a como era cuando Mirriñús le alegraba los días compartiendo con ella el tocino y la soledad.

Doris Camarena pasó su mano por la pancita del gato y se conmovió. Mirriñús pesaba ocho kilos pero era un gato frágil en comparación con Señor Bigotes, que al momento de su visita al taxidermista estaba impedido para maullar y moverse a causa de sus diecisiete kilos. Señor Bigotes había muerto de una complicación diabética, lo que frustró mucho a Doris Camarena porque siempre pensó que Señor Bigotes se iría como los grandes: comiendo. El suspiro con que Doris Camarena puso a Mirriñús en la vitrina fue semejante a un bufido que la desinflaba. Posó ambas manos candorosamente sobre el cristal y pretendió que se abandonaba un instante a la desolación. Pero Doris Camarena no era ese tipo de mujer, ella se recomponía de inmediato y nunca se dejaba abatir por los sinsabores de la realidad.

Uno por uno, sacó a los gatos del aparador y fue sentándolos alrededor de la mesa con Señor Bigotes a la cabecera. Después, en el sentido de las agujas del reloj, les puso baberitos con curiosos ratones bordados en punto de cruz. Sololoy, Chimichurri, Macarrón, Budulbudur, Fígaro, Sushi, Zig-Zag, Quesito, Burbuja, Whisky, Finlandia, Cornflake, Malvavisco, Brandy, Duvalín, Nutella, Tropical y por supuesto, Mirriñús. A Whisky y a Brandy les sirvió piernas de pollo a la papikra; a Chimichurri, pavo al chipotle; a Quesito, Duvalín y Nutella, chorizo español; a Tropical, pastel de frutillas; Burbuja y Finlandia preferían las empanaditas de churrasco; a Sololoy le puso doble ración de tallarines marinara; Cornflake, Budulbudur y Macarrón se veían di-vi-nos con sendos filetes de salmón; a Fígaro le acercó un cisne de bolonia; a Zig-zag y a Sushi, lomo de lechón; y a Mirriñus y Señor Bigotes les repartió cinco flores de queso de puerco equitativamente.

Al terminar de servir, en estricto orden regresivo, Doris Camarena fue dando cuenta de cada platillo. Una, dos, tres, cuatro, cinco flores de queso de puerco y un sostenido gemido de placer. Lomo de lechón, cisne de bolonia, filete de salmón. Eructo. Risilla. Jarra de jamaica. Se empujó los tallarines marinara con las empanadas de churrasco y el pastel de frutillas fue un paraíso de dulzura en medio del festín salado. Devoró los chorizos, el pavo y los pollos enteros hasta arrasar con la mesa en medio de chumps y ñams. Agotada y somnolienta, se derrumbó en el diván con tal impacto que hizo cimbrar la casa, ensuciando a Sololoy con restos de salsa y mantequilla. Lucía tan apetitoso que Doris Camarena de buena gana se lo habría comido, pero al intentarlo, no se pudo incorporar.

Roncó sin dar tregua a sus cornetes nasales aproximadamente tres cuartos de hora, durante los cuales tuvo un vívido sueño en el que aparecía Señor Bigotes, donde ambos ronroneaban y compartían recetas desparramados sobre un algodón de azúcar a la que daban mordiscos de vez en vez, pero de pronto, Señor Bigotes abría unas fauces gigantescas llenas de dientes y se la tragaba. Doris Camarena despertó con hambre y un poco agitada. Regresó los gatitos a la estantería y tomó el pedazo de jamón enlatado más jugoso de la alacena, desmenuzó la mitad y la llevó a la ventana en el platito de Mirriñús. Ahora sólo debía esperar. Comer su medio jamón de lata y esperar. Pronto tendría otro compañero de atracones a quien prodigar mimos y a quien amar. Porque Doris Camarena tenía pocas certezas en la vida, pero ahí, con su redonda faz pegajosa y colorada, con rastros de esas viandas rojas cuyo recuerdo iluminaba sus pupilas y le provocaba borborigmos, se resumían en dos: la Dieta Monocromática había llegado a su existencia para quedarse y siempre, siempre tendría lugar para otro gatito en su vitrina.

“Señor bigotes” aparece en Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018) de Elma Correa.