Tierra Adentro
Ilustración realizada por Maricarmen Zapatero
Ilustración realizada por Maricarmen Zapatero

No recuerdo lo que hice el 31 de agosto de 1997. Fue domingo, así que seguramente vi la lucha libre en la mañana, con mi hermano. Es muy probable que mi papá y mi mamá se hayan levantado tarde. No desayunamos en familia, esa nunca fue costumbre en casa.

No tengo idea de lo que hice por la tarde, si salimos o si peleamos o si alguien gritó. No recuerdo ninguna de las cosas que sentí o hice ese día, salvo una sola: en casi todos los canales de televisión hablaban de la misma cosa: el accidente automovilístico en el que Diana Spencer y Dodi Al Fayed habían perdido la vida. En tanto yo, no tengo algún recuerdo particular de ese día; el mundo entero se conmocionó por la muerte de la princesa Diana.

Nacida en 1961, y a pesar de haber pertenecido a este grupo de la nobleza moderna, podría decirse que Diana tuvo una infancia relativamente normal. No fue sino hasta que su padre recibió el título de conde, y ella empezó a ser llamada Lady Diana, que su vida tomó otro cariz.

Más allá del estatus, el título nobiliario solo hubiera tocado a Diana de rebote, por haber sido hija de su padre o hermana de su hermano, octavo y noveno condes de Spencer, respectivamente. Al ser mujer, el nombramiento solo le hubiera permitido mantener el estatus necesario para ser elegida como esposa de otro noble inglés o, en su defecto, europeo.

En 1981 su vida cambió para siempre tras el anuncio de su compromiso con Carlos, hijo mayor de la reina Isabel II y primero en la línea de sucesión al trono. Unos pocos años después del nacimiento de Diana, en 1969, en Estados Unidos se publicaba un ensayo escrito por Carol Hanisch bajo el título Lo personal es político. Este texto, además de ser usado hasta nuestros tiempos como un poderoso eslogan de la segunda ola del feminismo, demuestra las conexiones entre la vida pública y la vida privada de las mujeres de aquel tiempo.

El acceso a los espacios públicos se complementa con las implicaciones que sus ausencias de los espacios privados ponen sobre la mesa. Las mujeres que salían (salen) a la escuela, que conseguían (consiguen) un trabajo, que tenían (tienen) derecho a divertirse y a todo lo que el mundo fuera de casa derivaba y deriva en una serie de consecuencias, de pequeños impactos en las dinámicas familiares y de poder.

Las mujeres que no están en casa no pueden proveer cuidados, no pueden ocuparse del orden y la limpieza de una casa; no pueden solo pensar en el espacio íntimo de su círculo inmediato. Y quizá tampoco quieren, porque acceder al trabajo también significa poseer un sueldo, esa moneda de cambio para tener cosas, para poseerlas. El acceso a la educación confiere a las mujeres el derecho (reivindicación más que justa) de expandirse, material o simbólicamente. Dejando en claro que el matrimonio y los hijos no son el único futuro posible para ellas.

Otra de las reivindicaciones de los derechos de las mujeres fue la obtención del derecho al voto, que sucedió en diferente momento en cada país. En Reino Unido, se aprobó en 1918; en Estados Unidos, en 1919. A partir de esta cercanía temporal entiendo que hay una similitud en cuanto al desarrollo histórico de ambas naciones, al menos en este contexto.

Para la década de los ochentas, el feminismo estaba entrando en su tercera ola, tocando temas como interseccionalidad y teoría queer. Diana era una mujer blanca, perteneciente a la burguesía de uno de los territorios que preserva la monarquía como una institución, y aún en este contexto fue subyugada por los mandatos patriarcales que trastocan a las mujeres trascendiendo cualquier circunstancia material. Creo que nunca me ha hecho más sentido la correlación entre lo personal y lo político, que cuando leí sobre el acoso y la intromisión de los medios de comunicación de su tiempo, tanto en la vida de Diana, como en su muerte.

La primera vez que Guillermo y Enrique hablaron públicamente sobre su madre fue en 2007. El mayor de los hijos se refirió a los reporteros como una manada de perros que la acosó hasta el cansancio con tal de conseguir una fotografía. Después del accidente, los mismos que la persiguieron capturaron cómo se desangraba.

Esto es lo que me lleva a cuestionar: ¿hasta dónde es legítima esta intromisión en la vida de una mujer? ¿Hasta dónde la exigencia de un público justifica la invasión a la vida privada de alguien? ¿Por qué en vida nadie se puso a pensar en todo eso que terminó con la salud mental de una figura icónica que, ante todo, era una mujer? ¿No fue cada decisión de Diana un acto político en sí mismo?

Una princesa divorciada (una de las primeras, si no es que la primera) sobre quien el mundo volcó tanta atención que nunca pudo recuperar la tranquilidad; madre de dos niños a quienes el estado reclamó, obligándola a no cargar sola con el estigma de madre soltera, a no tener que limitarse en cuanto a sus apariciones públicas porque Carlos es representante de una monarquía y no podía perder el control sobre sus hijos, lo que significaba mantener mayoritariamente la custodia y ejercer una paternidad a puerta cerrada, pero con todos los privilegios y la ayuda del mundo; una mujer convertida en icono que mantuvo hasta el final una identidad propia.

Problemas como la depresión, la bulimia, la distancia emocional de un esposo y de su familia política, fueron abordados en Spencer, película de 2021 protagonizada por Kristen Stewart, otra figura pública señalada y castigada en su momento por actos privados que se volvieron del dominio público y, por tanto, políticos.

A Diana se le hace cuenta de los amantes que, en algún momento, hablaron para sostener o desmentir las historias, y a partir de eso se cuestionó su reputación. A Kristen Stewart se le señaló por haber mantenido una relación con el director de otra de las películas que protagonizó, y con esto de haber dañado profundamente a su coprotagonista de la saga Crepúsculo, porque, claro, su relación a prueba de todo debía trascender la pantalla y ser igual de satisfactoria y predestinada a suceder en la vida real. Quizá ambas figuras fueron hermanadas mucho antes por esta representación mediática ante la que no se puede perder la sensibilidad.

La gente habla de los vivos, de los muertos no. Mucho menos de las muertas que acaban muertas por todo lo que representa una violencia estructural. A veinticinco años de la muerte de Diana, sus hijos la recuerdan como su guardiana y protectora; otros miembros de la familia real, como una persona única; la gente común y corriente, como ídola, benefactora, filántropa… mujer que se salió del molde.

Yo solo puedo decir que hizo lo que pudo con lo que tenía, que trató de mantener una vida digna dentro de su contexto, con sus limitaciones y sus alcances. Pero no puedo negar que, a Diana, la carroza se le convirtió en calabaza mucho tiempo antes del accidente en París. A ella no la mató la herida pequeña en el sitio correcto ese 31 de agosto de 1997, sino una sociedad que, como siempre, utilizó a otra mujer como carne de cañón.