ENCUÉNTRAME AFUERA
PARQUES LINEALES
Qué hermosa la policía montada, la miel de maple, el guardabosques, una fila de caballos que tira con fuerza, como si me deslizara en trineo, por las calles de Montreal. Es invierno y camino sin mirar a ningún lado. Me dirijo a prisa hacia el departamento que alquilo en Rosemont, el antiguo barrio de mi hermano. Tiene balcón, piso de madera, un asador: lo suficiente para hacer una vida y, sin embargo, lo único que me agrada es contemplar desde ahí el estadio olímpico. Soy fan deNadia Comăneci y una de esas personas que usa cupones de descuento en el supermercado. Mis vecinos, como buenos canadienses, no usan botas dentro del hogar, las dejan en el pasillo. No imaginan que a veces, cuando subo las escaleras, las miro —inspecciono las agujetas, el forro, las levanto rápido—. Poco saben de mí. Yo tengo una forma de saber cómo son.
Avalancha en la lengua. Llego a casa por fin con mi bolsa del súper llena de fruta y caramelos. Ahí está Tiago, mi compañero de departamento. Insiste en hacer para los dos, con su escobita, un lugar habitable. Vino de São Paulo, es un prometedor astrofísico. Tiene sueños. Proyectos. Lo saludo breve:
—Gracias por limpiar.
Y me apresuro al cuarto.
Lo primero que hago es desnudarme, botar la ropa entre los platos sucios que se acumulan junto a la cama. No me molesto en recoger los pañuelos usados, los envoltorios de condones, los corazones de manzana que le dan a la habitación un olor ácido y se descomponen poco a poco. Tengo fastidio y me tiro sobre el edredón a ver mi mapa anexo a la Guía Michelin de la ciudad.
Con plumón rojo señalé las áreas verdes, esas que le gustan mucho a mi hermano, experto en parques, fascinado desde siempre por el pasto, las flores, las ardillas, por los zapatos de nieve que nunca, bajo ningún pretexto, habríamos usado en México. Fulminado por su necesidad bucólica, se hizo el quebecois diez años. Después se fue no sé a dónde. Él sale de escena, yo aparezco. Hice el equipaje y vine al país del norte solo después de que se marchara. El pretexto una beca, mi tesis sobre inmigración francófona, siglo XVIII: algo que nunca, nadie, va a leer.
El mapa muestra dos cosas: las zonas de oxígeno puro y las de asfalto. Ver los trazos de Montreal es ver una parte de mi familia. Montreal, como mi familia, me produce sospechas: nada bueno puede ofrecer un sitio que se congela año con año, que se convierte en un refrigerador mohoso, lleno de conservas. Lo miro con cuidado, desde Longueuil hasta Dollard-Des-Ormeaux y pienso vaya nombres impronunciables, vaya ciudad tan fea, de líneas perfectas, llena de gente alta. De pronto ya tengo bruxismo, el papel a medio milímetro de la cara, como si eso pudiera ayudarme, acercarme a lo que quiero.
Otro día sin hallazgos. El mapa en el suelo. Voy a la ventana. El estadio ahí, iluminado. Abajo la calle. Exhalo. Imagino que alguien pasa y me sostiene la mirada, un par de ojos lascivos que me invitan a perderme en los senderos del jardín botánico, oscuros antes de la hora de cierre, pero se van los minutos, nadie pasa.
Creo que es momento. Una dosis no me vendrá mal. En el teléfono, mensajes pendientes de mamá y la asesora de tesis. Los ignoro. Voy directo a la galería y deslizo los retratos de Olivier, mi sobrino, un niño de la provincia de Quebec, mitad mexicano, mitad leñador. Desaparecido también, junto a mi hermano y su esposa. Me arrastro a la cama, paso las fotos una por una: brazo fracturado, diente de leche, raquetas. La mandíbula se relaja. Disfruto ampliar con los dedos, hay detalles muy pequeños al fondo y los miro bien. Por fin la avalancha sale, mi aliento sobre el colchón. Mi sobrino a sus cinco años, a los seis años, a los tres meses de nacido. Mi sobrino saludándome con su manita pálida. Lo miro y pienso: se parece a mí, no a mi hermano, tiene mi cabello y mis ojos, los hoyuelos que se me forman al sonreír.
Cuando termino de ver las fotos ya es de noche, nada ha cambiado, sigo a solas. Me muerdo los labios. No me daré por vencido todavía. Mañana seguiré buscando. El resto del invierno y lo que venga después. Planeo con mucho detalle lo que haré: algo hermoso será. Y me dan escalofríos. Aquí no hay calefactor.
Me despierta el pitido de las grúas quitanieves que retroceden y avanzan sobre la avenida. Las conducen haitianos, musulmanes. A veces los saludo, intercambiamos palabras como si fuéramos amigos. Ellos saben de anonimato. Miércoles, media semana, ayer bebí. Una botella de vino blanco entera. Eso quiere decir sensación de fracaso, decir nadie estuvo en casa, compartió su cuerpo con el mío, hoy vulnerable, poco cubierto. Voy con retraso, la asesora me va a matar con su sermón, me intoxicará si no me tempero rápido bajo el agua. Uso los mismos calcetines de ayer, le robo a Tiago cereal, germen de alfalfa: lo como a puños. Imagino lo que podría decir a un guardia forestal, a un gendarme: si es un crimen ser un hombre que desayuna solo, señor, si es un crimen ser alguien que se peina el cabello con cera frente al espejo porque desea entender la belleza contemporánea, entonces, le diría, venga por mí.
La sed me invade mientras bajo las escaleras, los vecinos se fueron. Hay rituales de todos los días: tener la lengua seca, abrir la puerta de acero del edificio, salir a la intemperie. Es difícil. El viento es difícil, pero necesario. Entre el departamento y la parada de autobús hay un jardín de niños. A veces mi paso coincide con la clase de educación física. Voy siempre encorvado de frío, pero los niños pueden darle vueltas al patio, subir las manos como si estuvieran diseñados para la temperatura. Hoy no hay nadie, sin embargo. Algunos días, cuando paso por aquí, imagino a Olivier hacer deporte. Quizá la escuela que está en el cruce de la Vingt-cinquième Avenue y el Boulevard era la suya. No puedo asegurarlo.
Junto monedas y hago fila. El autobús llega pronto. Elijo uno de los asientos de atrás. Cuando el chofer pisa el acelerador, giro la cabeza y contemplo un detalle, algo de lo que no me había percatado: ninguna reja circunda la escuela, entre el patio de nieve y la calle no se interpone nada. Nadie se roba a los niños en Quebec, decía mi hermano, en Montreal todo está bien.
Me muerdo las uñas hasta llegar al semáforo.
Atravieso a paso rápido el estacionamiento del campus universitario. Está lleno de estudiantes de posgrado internacionales, coeficientes que se arruinan por el tabaco y el exceso de libros, los llevan de un lado a otro, son jóvenes, disfrutan las bicicletas. Aquí hay espacio para todos. Me excuso con mi asesora de tesis, su oficina huele a avellanas.
—Nicole, estoy atorado con el capítulo.
—No desistas, Alfonsó —me dice.
Es Alfonso, sin acento, le quiero decir, pero de inmediato suelta un “no perdamos el tiempo”, me sepulta bajo una pila de artículos que fotocopió para mí. Tan pronto abre la boca da nombres, fechas, su voz es la de un pato que da vueltas en círculo, nunca se agota. Me tenso de a poco en la silla de cuero, olvido los graznidos, no puedo dejar de pensar en el patio del jardín de niños, en la reja, cuál sería la diferencia si hubiera una reja entre el patio y la calle. Eso es lo más importante, no me interesa leer, a nadie le importa el siglo XVIII, ni siquiera noto cuando Nicole cambia el tema y comienza a hablar de su divorcio, como cada vez que estoy aquí. Levanto los ojos. Es vieja, está sola, qué desgracia, el marido la dejó después de cuarenta años juntos. Me gustaría ofrecerle un pañuelo, darle una lata de galletas, hacer que de una vez por todas me deje en paz.
—Désolé, madame —le digo—, pero tengo que recoger a mi hijo en la escuela, hoy vamos a la pista de hielo.
—Saludos a tu bebé —me dice.
Le sonrío. Yo soy uno de los pocos estudiantes que la escucha y llega acicalado a la oficina; eso basta para que piense que soy padre y tengo ocupaciones, para que me deje entregarle incompleto el avance. Está convencida de que el omega 3 de las avellanas la volverá joven, se conforma con las fotos de Olivier que le mando en momentos apropiados, me responde con corazones.
En el pasillo no soporto el cuchicheo de los estudiantes. El cúmulo de información me arrastra y me obliga a encerrarme en el baño. Tengo una paletita de cereza en la boca y me bajo los pantalones. Extiendo mi mapa. Dieciocho parques en tres meses, varias visitas a cada uno y todavía pocas pistas, qué ganas de arrancarme los ojos, no puedo creer que haya llegado el invierno, de ser verano todo sería claro, habría color, pero tengo que conformarme. Tranquilo, me digo, vas a terminar la tesis, mamá va a estar orgullosa de ti. Me atraganto la risa. Por supuesto, por primera vez orgullosa de mí. Mamá diciendo, también estás en Montreal como tu hermano, qué bueno, hasta que decides hacer algo de tu vida. Es como si la escuchara ahora. Y si pudiera responder, diría: esto es lo que hago de mi vida: selecciono un parque cercano a la ruta transcanadiense, el Parc Jarry, con la ilusión de recorrerlo entero, agotarme los músculos trotándolo. Encontraré algo, le diría, ya verás.
Un estudiante toca la puerta del cubículo con urgencia, me insulta, dice que ya me tardé. Da igual. Hace mucho que terminé, pero me quedo más tiempo solo para disgustarlo. Imagino los adoquines del parque, sus formas hexagonales; deliro como heroinómano ansioso de piquetes. Cuando esté ahí voy a respirar fuerte para que no se me baje la presión: el aire de esta ciudad me da asma; el río Saint Laurent, conjuntivitis. Aborrezco sentarme en bancas congeladas a comer pechuga de pollo y arúgula en un tupperware, el tenedor frío chocando con mis dientes.
Es la única forma de seguir la búsqueda: en los parques hay niños. Desde las bancas los miro. Hay padres, en los parques, que aman sin condición. Y los miro también. Salgo del baño y ni siquiera le hago caso al estudiante enfurecido, diarreico de notas al pie.
Él no tiene nada; yo dos cosas: fotos y parques.
Tengo que hacerme sentir.
Olivier, el cabello rubio, corto al ras.
Sentir. Como si pudiera, yo, ser algo que no soy. Que no seré. Nunca. Perdón, mamá.
El lunes tormenta de nieve. Encerrados Tiago y yo sin hablar, fumando en extremos contrarios. El martes, alerta de catástrofe meteorológica, sopa instantánea, doscientas lagartijas. El miércoles ya parece otra era. Nos gastamos junto al asador, en ropa deportiva. Y el jueves la ciudad bombardeada, en calma, nada en el cielo, imposible saber el rencor que se oculta bajo las superficies, la forma en que mis músculos se atrofian. Tres días y ya me quiero morir.
Coucou, les amis! Es hora de marcharse. A las dos de la tarde monto el autobús de la Societé de Transport, reaparezco. Entro de puntitas al bosque. Parque La Fontaine y tengo un gorro bolchevique puesto, me doy asco, es ridículo, no estoy en Siberia, pero luzco como bailarín de danza clásica, Anna Pávlova, un especialista, Olga Korbut en la viga de equilibrio. No puedo resbalar. El parque está cubierto de blanco, es como Disneylandia en glaciación, es complejo recorrerlo. Los trabajadores palean la nieve, despejan los senderos, buscan concentrados un tesoro. Tenemos la piel reseca. No ocultamos la ambición.
Los trabajadores del ayuntamiento ganan poco y, como yo, desean la primavera. Al aproximarme me interesa su trabajo, por nimio: mover nieve es inútil si va a derretirse, si llega cada vez más y más. A principios de abril cortarán setos, mantendrán el pasto.
No puedo evitarlo, me acerco a uno y le pregunto si le puedo dar unas paladas a la nieve.
Me muestro ansioso, a veces uno se debe al cuerpo.
—Si usted quiere, patrón —me dice.
—Deme acá.
Hundo la pala, necesito trabajar los brazos, estirar los dorsales, solo así, alguien, me notará. Me concentro, apenas levanto el brazo me siento niño otra vez con mi hermano, excavando en el jardín para enterrar a nuestro foxhound recién muerto, siguiendo por la banqueta para llegar al otro lado de una avenida congestionada, no respetando los semáforos en verde, moliéndonos los ojos a puñetazos. Recuerdo y el hielo cae, estalla, forma un relieve. Me acelero como si estuviera en el casino. Podría hacer esto toda la vida, me digo, no escuchar, no hablar con nadie. No es imposible sudar a doce grados bajo cero.
Una vez que reúno el calor suficiente devuelvo la pala. El hombre tiene un mostacho.
—Me gusta su gorro —dice—, yo también voto por la izquierda.
—Gracias, patrón —le digo limpiándome la frente.
Como si fuéramos el mismo.
Me alejo. Busco caramelos en el bolsillo del abrigo, me pongo los guantes. Dejé de sentir las manos en esta ciudad hace tanto. Me cuesta llevarme los dulces a la boca. No quiero recordar más. Si lo hago voy a regresar al trabajo físico hasta que me ardan los antebrazos, acabaré con toda la nieve de la provincia.
Si regresara y le dijera al hombre que compré el gorro ruso en una tienda lujosa, en uno de los túneles subterráneos, entre Square Victoria y Bonaventure, me odiaría. Suelo pasear a veces por esos túneles, conectan varias estaciones de metro, están llenos de tiendas, cafés, museos. No hace falta la intemperie ahí. Soy un topo, a oscuras, entre la gente. Uso la tarjeta de crédito una que otra vez.
Voy a trote. Hay sol, a pesar de todo. Doscientos metros, cardio, tengo que comprarme unas nuevas botas pronto, ya agoté las que tengo. Escucho el ladrido de un perro, giro la cabeza de inmediato: es idéntico al de nuestro pequeño foxhound. ¿Qué es esto? Enfoco la mirada. Una mujer castaña le avienta un frisbee al perrito. Él va, vuelve frenético, dejando huellas. Hay un niño, también. El hijo. Ahí está. Una inspección. No se parece a Olivier, es moreno. El perro, concluyo, no se parece al foxhound, es un labrador. El semblante del niño, sin embargo, se parece al mío. Años atrás.
Y me provoca acercarme, hacer comentarios sobre el clima, ganarme su complicidad, decir yo también tuve un perro como este, era enérgico, nos daba cariño, pero me quedo plantado en los adoquines, las manos en puño. De qué sirve salir si la distancia entre nosotros nunca se diluye. Ojalá pudiera aproximarme al niño —calculo que tiene siete años— y darle consejos para andar sobre la nieve. Cómo es hacer eso con un hijo, quiero saber. Estar en la feria. Caramelos de anís, menta en la boca del padre y el bebé, algodón de azúcar. El cuerpo me invita al avance, pero me bloqueo. Persiste el paleo de la nieve, a lo lejos, todavía, como un taladro.
Un hombre alto se acerca, hace lo que yo no. Tiene barba. Es bello y besa a la mujer, carga al niño en hombros. El niño mira directo al sol, levanta el brazo y enseguida, el dedo índice. El padre muestra la dirección, se van todos, yo me quedo. Me dan náuseas. Debajo del abrigo estoy húmedo.
Y es ahí cuando escupo, uno por uno, los caramelos.
Sobre la nieve son rojos, azules. Ya no son míos.
Frente a la máquina expendedora de jugos en la estación Berri-UQAM. No voy a pasar a la universidad, comer avellanas, pretender que leo en la biblioteca del campus hasta que me ardan los ojos. Solo quiero un jugo y meto dinero a la máquina. Hay naranjas frescas dentro, la gente pasa. Las frutas se deslizan por una banda, son cortadas, me entregan un líquido caro y lujoso. No es temporada, no es mi país.
Un verano, a los seis, Olivier visitó México, mamá se caía del gusto, a pesar de que no podía comunicarse con él, ni con mi cuñada, porque no hablaban español. Mientras mamá, su nuera y su hijo, traducción mediante, bebían martinis, me dejaron llevar a Olivier de paseo. El día entero para nosotros. Los jueguitos del centro comercial, la tienda de bicicletas. Quise comprarle una, verlo moverse rápido por las banquetas de la Colonia del Valle. Luego McDonald’s, nuggets, chocolate, nuestro amor por la diabetes y el cartón. Me jaló de la pierna: —Alfonsó, ven, ven— hasta los túneles de plástico. No he podido olvidar su exhibición de urgencia, su necesidad de alberca de pelotas, como si fuera un adicto al cigarro con síndrome de abstinencia, igual que su padre.
Imposible negarse a las peticiones de un niño. Lo dejé entrar a los toboganes, irse, una y otra vez, pero lo perdí de vista sin darme cuenta, las papas rebosando grasa mientras los niños, todos menos él, salían de la boca del tobogán y volvían a esconderse. No pude introducirme en el laberinto de túneles, me abrumaba no encontrarlo entre el plástico sucio y lleno de gérmenes. Los brazos en parálisis, el ojo izquierdo saliéndose de la cuenca. Un momento de distracción y todo había cambiado. Hice preguntas, di características. Ninguno de los niños lo había visto. Pensé salir del restaurante y atravesar a toda prisa Insurgentes hasta el Parque Hundido. Quizá estaría ahí, se lo habría llevado algún hombre.
En México nada está bien, le respondía yo a mi hermano, en México te pueden robar lo que sea.
Olivier, escapado de mi vista, se habría ido con alguien, pensé, habría recordado alguno de los parques de Montreal, sucumbido por la promesa del verde. Ese alguien lo habría llevado en un auto fuera de la ciudad, le habría dado un caramelo, después maniatado. En una cabaña, me dije. Sí, a mitad del bosque. Y lo peor: le habría hecho cosquillas.
No sucedió así. Alguien me informó:
—Ahí está su hijo.
Olivier había ido al baño por su cuenta. Regresaba descalzo hacia mí. Una escena de reencuentro en un McDonald’s, kilómetros de separación, años, décadas, un cuerpo contra el otro, un abrazo, la voracidad de las uñas enterrándose en la playerita a rayas.
—No te vayas sin pedir permiso, ¿de acuerdo?
Le acerqué el jugo.
—Debes tener sed.
Lo incliné contra su boca. Me lo arrebató.
—Yo puedo tomar solo.
Y lo miré beber, volviendo en mí.
Lo hizo de un trago. Era de naranja.
La gente apurada pasa por todas partes en esta conexión de metro. Nadie quiere perder el siguiente tren. La máquina chirría y el jugo cae rápido al vasito reciclable. Me desquicia, algunas veces, todavía, pensar en aquella tarde. En la posibilidad del cuidado. Necesito llenarme, golpearme el pecho con satisfacción, saciar. Palear nieve es complejo, requiere energía y afrenta.
Tomo el jugo a prisa, me inclino hacia atrás.
Tiro el vasito al piso de la estación.
Me integro a la multitud.
En el metro acidez estomacal. Un grupo de adolescentes molesta a una estudiante musulmana como si ocultara un kaláshnikov en su bolsa. La asesora acaba de enviarme un mensaje, me pide el avance, interesada en migraciones, notas al pie, no la soporto a veces, su labial caro en la foto miniatura me provoca enterrarla en la nieve. Prochaine station, una anciana me pide que le ceda el asiento a pesar de todos los espacios disponibles. Lo hago, me acomodo junto a las puertas, me miro la barba en el reflejo, nunca la recorto. Le envío a la asesora una foto de Olivier con el brazo roto: perdón, Nicole, se cayó de las escaleras, estoy triste, pero avanzando en la tesis, te llevo el capítulo la próxima semana. “Pero mon Dieu, cuida a ese bebé” escribe ella.
Me encanta que se preocupe. Le voy a comprar un frasco de avellanas.
—Ya te vas a la yihad, terrorista —le dicen a la estudiante.
Nadie la ayuda.
Me río con estrépito. Diez segundos, quince. Nicole me ha tomado en serio una vez más. Un veneno. Contamino el espacio. Medio minuto y no puedo parar. Los estudiantes y la chica de velo giran, bajan el volumen, se olvidan de su juego de púberes, apenas les sale la barba, pero yo in crescendo, intoxicado.
Imbéciles. Nunca escribirán una tesis, lo sé, a lo mucho van a llegar a la prisión local.
Miro a la chica un momento. Cuando llegamos a la estación Laurier sale del vagón disparada, se abre paso con el bolso a cuestas y se aleja corriendo.
Yo bajaré en la siguiente.
Ciudad sin mapa no es ciudad. Áreas verdes sin ciudad, qué son: un bosque. Y yo, uno solo con mi mapa, pero no vine como turista, a pesar de que los quebecois se detienen, me interrumpen el flujo de pensamiento, “tout va bien, t’es perdu?”. No estoy perdido, idiotas, estoy pensando. Cada vez más tiempo fuera, mirando los restaurantes cerrados. La gente va en zigzag desconcertada, el viento les tira las orejeras. Estoy en el antiguo distrito financiero, chocolate en la bolsa y sé que no puedo equivocarme esta vez.
Camino próximo a la reja de malla y paso el puño por el metal hasta sentir los nudillos. Entro al parque, busco los toboganes y las ruedas giratorias como un perro que identifica trozos de carne en algún sitio y no sabe qué dirección tomar. Entonces al fondo, entre los árboles, los encuentro. Me apresuro. Resbalo. Casi me orino. Golpeo mi teléfono con los dedos, funciona mal con el clima. Recorro las fotos, las he estado viendo en casa, regresivo, identificando sitios. Y al ver el pasamanos frente a mí, lo sé: Olivier estuvo aquí. A los cinco años se colgó de él y le tomaron una foto.
Mi presión a tope, el vaho, la escarcha sobre mi pelo. Ninguna duda.
El pasamanos desgastó su pintura y ahora está lleno de carámbanos. Boxeo hasta demolerlos. Quiero sentir el metal, el mismo que él tocó con urgencia, recorrerlo sin guantes, como si lo preparara con magnesia para ayudarle a subir, como si él fuera un gimnasta de la barra alta, mejor que Nadia Comăneci. El metal congelado me quema, pero eso es fascinante, quemarse por dentro e incluso por fuera es sentir algo. Me voy a la calle diciéndome: mi cuerpo puede derretirlo todo.
Soy alguien otra vez.
Eufórico, me pierdo entre las conexiones del metro. Quiero pista de hielo, filo, patines, helada. Quizá Montreal no está tan mal después de todo. Pago unos dólares y me descalzo.
Deme esos patines de cuero, buen canadiense, sé cómo hacer esto, lo practiqué muchas veces en la pista de hielo de Buenavista.
Liso, blanco es Quebec.
Acelero, no tengo frenos, buscándolo como si se me hubiera perdido entre la gente, ese hijo mío, tan rápido, mejor que yo, experto en las artes del frío. No conozco la contención, un hallazgo es suficiente para volcarme todo. Mis patines hieren la superficie, soy un esquiador y nada me importa. Las señales de modere la velocidad, el “Monsieur, arretez!” no es una advertencia. Quieren estar tranquilos, no saben nada: no han visto a un hombre perderse, sin aliento, en sí mismo. Y dos me derriban sobre la pista con todo el peso de sus cuerpos, mi sien impacta contra la superficie lisa y entonces el freno, la sangre.
Esto, mesdames et messieurs, es el hielo.
Estar vivo.
Sobre un tronco partido una joven me aplica agua oxigenada, no es necesario, arde. El policía me entrega una multa, me recrimina el comportamiento.
—Haga lo que quiera —le digo—, yo lo pago, solo quiero volver a casa con mi hijo.
Tomo un taxi hasta Rosemont, subo las escaleras, todo duele, Tiago está en su cuarto. Me echo en la cama, saco el chocolate del bolsillo, se trituró, eso me decepciona, el paladar se me quedó gélido, sabor a metal. Quisiera no pensar en otra cosa que no sea el éxito, pero Tiago golpea la puerta y me interrumpe, ojalá se fuera. ¿Qué es esta vez? ¿El recibo de la luz? ¿El del gas? No se lo perdono.
Recorro los tres metros de habitación sin molestarme en limpiar ni un poco, sin modificar nada. Abro y él se queda paralizado.
—¿Pero qué te pasó, estás bien?
—Me caí de la bicicleta —digo señalándome la herida con los dedos en forma de pistola.
Y él no sabe qué decir, mira enseguida la habitación, toda la suciedad que le muestro. La exposición de mi intimidad, las manzanas.
Me dice que viene su novia para cenar lasaña y que me invitan. Yo digo que no tengo hambre. Él se calla un momento, pero después tartamudea que nos hacen falta platos en la cocina y que, si no me molesta, él lava los que tengo en el cuarto. Le digo que sí, te los dejo en el fregadero.
Cierro la puerta, abro las persianas y miro la torre del estadio. No comprendo cómo Tiago pretende descifrar los misterios del universo si se la pasa extrañando el mar y a su madre, si tiene esa novia tan anodina que es idéntica a él, casi gemelos, casi incesto. Me dan asco.
Estaré bien solo, por mi cuenta toda la noche, me digo, pero más tarde, cuando siento hambre, me arrepiento de no haber aceptado la invitación. Escucho a la pareja prender el horno, chocar las copas, reír en una ceremonia doméstica que probablemente también hacía mi hermano en alguna de estas cuadras cuando Olivier estaba dormido en su casa de los sueños.
La novia y Tiago se meten al cuarto, y se meten las lenguas. Me paso todo el rato escuchando sus gemidos sentado en el piso. Me pico los ojos.
A veces pienso: Tiago es mi única familia en Montreal, compartimos sala, cocina, nos acompañamos, dormimos en el mismo hogar. No me basta. Olivier no está aquí y él es la única familia que importa. Una notificación en mi teléfono me dice que mañana es su cumpleaños. Ocho ya. Tan pronto.
Una foto suya: gorrito, confetti. Acaricio la pantalla.
Más tarde, cuando ya no hay ruido, voy a la cocina.
Tiago me dejó un trozo de lasaña, una nota pegada en la mesa: “Mejórate”.
Es su cumpleaños y me paseo tarde por las calles. Entregué el avance, más temprano comí pastel en una cafetería. Quiero celebrar, qué importa la tarjeta de crédito, puedo pedir prestado. Mezclo ginebra con cerveza, una tras otra, fumo, no me limito. Es necesario. Me explotaré este día mientras viva. Estoy en un sitio en Le Village, la zona gay de la ciudad, e intercambio miradas. Aquí nadie lleva abrigo, los cuerpos musculosos recuerdan el verano, se olvidan de los veinte grados bajo cero.
Es fácil seducir hombres si estás en el lugar indicado, llegar a su altura, decir qué estás bebiendo, vienes muy seguido aquí. Percibir su olor a leña. Alabar las camisas a cuadros. Me quedo bailando un rato solo, mirando en todas direcciones. Kylie Minogue, genial. No puedo vivir si vivir es sin ti, dice Mariah Carey. Me gusto a veces, algunos días.
Un cruce de miradas cerca de la barra y conozco a Adrien entre luces. Es alto, de cabello corto, lleva puesta una playera con la carita deNadia Comăneci, tiene la mezcla de timidez y arrojo que amo.
Es para mí. Me abro paso hacia él.
A los diez minutos salimos a trompicones del bar y nos subimos a un taxi. En el asiento trasero nos abrazamos, nos damos calor, la ciudad se refleja azul en los vidrios polarizados, la radio encendida, como si hubiera pasado otras veces, con el mismo cuerpo, a las cuatro de la mañana. El taxista nos echa una mirada, lo desafiamos con dientes vampíricos. Brillamos de vez en vez.
Bajamos en la entrada del edificio, él casi en cuatro. Subimos las escaleras y nos tropezamos con las botas de los vecinos.
En la mañana las encontrarán revueltas, buscarán poner orden.
Abro la puerta del hogar a oscuras, jalo del brazo a Adrien hasta la habitación, hacemos ruido, no guardamos la carcajada. Ningún espacio para la charla. Los platos sucios, las fotocopias.
Lo miro, contra mi edredón sucio lo empujo, le bajo los pantalones, voy contra él. Miel de maple. Eres tú el que está solo, ¿no es cierto? Policía montada. Pequeño criminal. Adrien gime, necesita. Lo manipulo, le lamo la espalda con mi lengua seca. Hacha. Nos encontramos a mitad del bosque. Leñador.
Trineo.
Le doy todo. Mis horas de soledad.
Me vacío. Exhalamos. Ya está.
La luz horas después.
Estoy crudo. Apesto. Voy al baño y me enjuago la boca.
Al regresar, Adrien se pone la ropa a prisa, se acerca a mi espejito, se pasa los dedos por la cara.
—No quiero ser viejo —me dice.
Es tan feo como los estudiantes de la universidad, ya no lo reconozco. Busco mis pantalones y me los pongo, pero quiero creer que no va a marcharse, que se quedará un poco más, o mucho tiempo más, que llegaremos algún día a escoger muebles juntos, que viajaremos, haremos planes.
Le junto la ropa, lo ayudo a vestirse, le acomodo los botones y el pelo.
—Me tratas igual que mi padre. Basta.
Y mi mano se detiene a medias. La garganta se atora. No respondo.
Su frase me acompaña más tarde, al anudarme las botas. Y después, mientras bajamos hacia la entrada. Lo contemplo de reojo y lo sé: envejecerá cuando menos se lo imagine, se le irá el cuerpo, pobre tipo, jamás tendrá hijos. Al mirar en el pasillo el reguero de botas de todos los tamaños, algunas más pequeñas que otras, el barandal sucio de la escalera, sé que yo tampoco los tendré. Quiero cepillarme los dientes hasta acabar con el esmalte, lo haré apenas vuelva. Me repugnan mi necesidad de sexo, los agujeros de mi ropa. Siempre espero que ellos no se den cuenta de que existen, que no miren de más la habitación.
Domingo. Es necesario recomenzar, como siempre. Abro la puerta y él sale, pero antes de irse, de perderse en la calle nevada, me pregunta:
—¿En qué parte de la ciudad estamos?
—En Rosemont, la Petite-Patrie.
—Qué clima —me responde—. No puedo esperar a que cambie.
Se pone los guantes y se aleja. No intercambiamos números. No volveré a verlo.
Me baño bajo el chorro del agua.
Jean Drapeau, Maissoneuve, René Levesque, Jardin Botanique, Île de la Visitation y yo, Parc des Rapides, todos ellos, Complexe Environnemental Saint Michel, todo este tiempo y queda uno solo. Quiero estrellarme la cabeza contra el vidrio. El autobús me aleja de las calles del centro y me bota en el parque Mont Royal, el más grande de la ciudad. Una curva. El parque es una montaña. Por ahí, en la ventana, los turistas chinos, los miradores panorámicos, binoculares que funcionan con tres monedas. Casi nadie viene hasta acá en invierno, pero es fin de semana. Miro atento la señalización. Y solicito la parada. De pronto ya estoy a mitad de una carretera vacía. A lo lejos puedo ver la ciudad entera, los rascacielos.
Vago entre árboles. Sé exactamente a dónde voy: al Lago de los Castores. Y confirmo: ciudad falsa, sitio anémico. Ningún castor, ningún pato. Un lago artificial hecho por arquitectos. Mi hermano creyéndose en la Arcadia sin conocer el terreno. Encuentro una zona de acampar y me tiro al suelo. El lago no queda lejos, puedo verlo desde aquí. Las familias se han reunido para comer sándwiches y beber whisky. Escucho las risas de los niños, están por allá: se lanzan bolas de nieve y llevan puestos, algunos, gorros de crochet.
Entre los manteles de cuadros y los árboles sin hojas hay un niño rubio, su cabello de la misma textura que el de Olivier: rizado al frente, lacio a los costados.
Un ángel, un alce. El sabor de la sangre en las encías.
Sentirlo es recordar que la herida de mi sien todavía no cicatriza. La tienda de bicicletas, mi necesidad frenética de ir a todas partes con él, tan agitados, el padre y el hijo que nunca fuimos. Ni seremos. Eso arde. Quizá mi hermano está en Siberia. En el fondo, lo resiento por muchas cosas desde el principio. Ya desde niño sabía yo que terminaríamos en pozos distintos. Él en el pozo de la familia y el orgullo de mi madre. Yo aquí. Mi hermano me quitó la conexión más próxima, la única posibilidad que tenía de cuidar a alguien más pequeño de alguna forma. Ahora bufo, rasco el hielo con las uñas. Sigo al niño de cabellos rizados. Tampoco es mi hijo. Pienso en la reja del kindergarten, en el pasamanos, la pala de nieve y las grúas. Perdedor. No hay fotocopia que te salve. Extraigo el mapa del bolsillo y lo hago trizas. Acá ya no hay ciudad. A qué vine. Cuando regrese a México haré un trabajo mediocre, seré lavaplatos, me olvidaré de todo, Nicole nunca volverá a saber de mí.
—J’sais ce que tu fais! Cochon!
Alguien llega, me empuja, no me da tiempo de reaccionar. Es una mujer. Dice, como todos los canadienses, que va a llamar a la policía. Que sabe lo que estoy haciendo. Me acusa de ver a su hijo de forma insistente, desde que estaba patinando hasta que armó su muñequito de nieve.
La miro desde abajo, no le creo.
—No hablo francés, señora. Soy turista —le digo en español.
Y prefiero imaginar lo improbable: los gendarmes del siglo XVIII, caballos, una escena de ejecución, la horca.
Señor guardabosques, venga por mí.
La mujer llama con aspavientos a todos los padres de familia.
Ellos preguntan qué ocurre. No tardan mucho.
Un hombre me toma del abrigo y me patea, inspecciona mis bolsillos.
Otro lo secunda. Un tercero me da un puñetazo.
La nieve es dura, no sé qué hacer, pero no opongo resistencia.
Es más, incluso sonrío.
Porque es la primera vez durante toda mi estancia que alguien me nota, quiere saber de mí.
Y eso me hace sentir alguna cosa.
Me escurre la saliva rápido, los trozos de mi mapa quedan regados en la escarcha. Me parten la boca y aun así, desde el suelo, sigo mirando hacia donde juegan los niños, todavía buscándolo. Qué podría decir. Enseñar las fotos. El cabello de su hijo, fue eso, es idéntico al del mío y perdón, no tengo excusas. Está muerto, decir. Se ahogó en este mismo lago, soltar. Soltar todo eso como un animal ante la punta de un fusil, la cabeza a punto de estallar.