Los campos
Son historias casi desconocidas. O, más bien, que han decidido no contar.
Historias de los campos de concentración en donde los japoneses tuvieron como prisioneros a los colonizadores neerlandeses en las entonces Indias Orientales Neerlandesas.
No hay origen, pero busco en ellos el origen de mi ser, una mirada que corresponda a la mía, un gesto. Los desentierro y les doy una voz, mi voz.
A mi oma le encantaba bordar en punto de cruz. La trama de su vida la llevó a perder la memoria casi por completo, a ser de nuevo una niña. Con cada hilo que bordaba, intentaba cubrir la tela blanca, raída, que fue el inicio de su juventud.
Las Indias Orientales Neerlandesas (en neerlandés: Nederlands-Oost-Indië) se fundaron después de una larga ocupación económica y mercantil de parte de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (VOC). Luego de la liquidación de la compañía en 1799, el gobierno de los Países Bajos se encargó de la administración del territorio bajo un modelo colonial hasta 1949, cuando triunfó la Revolución Nacional de Indonesia. En ese entonces, las islas del archipiélago de Indonesia (cuyas islas principales son Java, Bali, Sumatra, Kalimantan [la parte indonesia de Borneo], Sulawesi y parte de Papúa) eran parte de las Indias Orientales Neerlandesas La capital era Batavia, hoy Yakarta.
Los nudos del bordado dependen de mí.
Cruzo un hilo sobre otro. La aguja sube y baja a través de la tela de lino agujereada, una fila de puntos incompletos en diagonal que serán tejidos, matemáticamente trazados, contenidos en un patrón perfectamente medido pero sin color, hecho con símbolos repetitivos, que deberá seguirse al pie de la letra para obtener así un bordado que pueda estabilizar y fijar la imagen en sus agujeros.
Ida y vuelta.
No hay fotos de mis bisabuelos juntos, el día de su boda. Se casaron de forma remota, él desde Java, ella en Ámsterdam.
En el acta de matrimonio de mis bisabuelos se consigna que mi bisabuelo era un joven asistente contable de veintidós años que vivía en Semarang, en las Indias Orientales Neerlandesas desde 1928. Mi bisabuela obtuvo su diploma de educación en 1926 y trabajó como maestra de escuela en varias escuelas de Ámsterdam hasta que se casó en 1930.
Hay una fotografía que muestra solo a mi bisabuela, vestida de blanco, frente a unas puertas de madera, cargando un ramo de flores y con un solo “guante”, sin nadie a su lado. En holandés se le llama a esto trouwen met de handschoen (matrimonio de guante) y era una práctica común en la que frecuentemente el hombre estaba en las Indias Orientales y la mujer en los Países Bajos. Ambos se casaban legalmente, el mismo día, en su propia ciudad. En ocasiones había un “suplente” como novio de la mujer, el hermano o el primo del novio. Tras el matrimonio de forma remota, mi bisabuela pudo finalmente viajar y reunirse con su ahora esposo. Llegó a Java el 10 de mayo de 1930.
La ida y la vuelta, mi mano, diluida en el movimiento mecánico y la cuenta mental.
Al completar los nudos cedo mi necesidad de contener las figuras en mi mente, mi obsesión, al patrón compuesto por alguien que desconozco, al trazo que resulta repetitivo y monótono.
Ir y venir.
Ella sigue tejiendo su espera.
Mi oma, Elisabeth Christina Dörsch Meijer, nació un 3 de Julio de 1932 en Semarang, una ciudad en la costa norte de la isla de Java. Casi noventa años después, aún conservo un álbum fotográfico en donde su madre Catharina Wilhelmina Christina, mi bisabuela, escribió todos los detalles de su nacimiento y primeros años.
Entre las fotografías y el texto manuscrito en neerlandés, dirigido a mi oma, adivino los detalles de su vida en la isla. La bisabuela le escribe a su hija los pormenores de sus primeros balbuceos, la semana exacta en la que comenzó a sonreír, cuándo empezó a sostener su cabeza por sí sola, las enfermedades que tuvo y sus primeras palabras. Hay una tabla de sus medidas y peso y otra del mes en el que cada diente le brotó.
Las fotografías muestran a la naciente familia con su primera hija, alternando entre los paisajes tropicales llenos de palmeras de Indonesia y los árboles sin hojas del invierno de los Países Bajos, en donde frecuentemente pasaban algunos meses al año.
Mi tío abuelo, Jan Siebold Dörsch Meijer nació un 27 de mayo de 1939, siete años después que su hermana mayor, en Nieuw Tjandi, una zona residencial de Semarang.
En Europa, llegó en 1940 la Segunda Guerra Mundial hasta los Países Bajos. El ejército nazi ocupó el país en mayo de 1940. La suerte de las colonias también cambiaría muy pronto.
Mis bisabuelos, que tenían planes de viajar, lo cancelaron todo. El contacto entre la colonia y Europa era muy esporádico. El mundo se aisló y al mismo tiempo se volvió interdependiente, dada la necesidad de recursos y materias primas para la guerra. Los japoneses intentaron presionar al sudeste asiático porque querían agenciarse sobre todo su caucho y su abundante petróleo, materias que necesitaban para sus campañas militares. A su vez, era muy importante para el imperio japonés mantener separados y lejos de toda influencia europea a la población local asiática, para que no hubiera actos de sabotaje. Querían humillar a los occidentales y vengarse también por los campos en donde internaron a ciudadanos japoneses o de ascendencia japonesa en otros países como en los Estados Unidos.
La amenaza de la guerra se acercó al sudeste asiático de forma frontal después del ataque a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. La población local todavía tenía fe en el ejército y la marina neerlandesa para defender los territorios coloniales. Pero a partir de diciembre, la región colapsó. Los japoneses atacaron las Filipinas y bombardearon Manila. Cayó Singapur, que era considerado un territorio invulnerable. Ocuparon Borneo y otras áreas clave para la extracción del petróleo.
Al escuchar estas noticias, en las Indias Orientales Neerlandesas mucha gente decidió construir albergues en contra de bombas y pronto comenzaron los bombardeos aéreos. Todo eran noticias por radio. Se escuchaba el mensaje: “Estén preparados”. Alrededor, barcos de guerra y aliados estaban combatiendo para defender el mar de Java.
Era la isla en donde nació, en donde creció. La isla de su infancia, de sus años formativos. ¿Cómo sería el bordado de las líneas invasoras, acercándose a la velocidad de un rayo, asediando las casas por aire y por tierra? ¿Se puede delinear un quiebre de un mundo, tan radical? Y no poder volver ya nunca atrás, a la plácida serenidad de la amistad, la escuela, andar en bicicleta, las visitas sociales, una vida en paz.
En una entrevista que le hice a mi oma en 2005, muy poco antes de que el alzhéimer comenzara a carcomer sus recuerdos, me contó que cuando había alarma de bombas por la presencia de aviones japoneses en el aire, ella y su familia se metían debajo de la mesa para estar un poco protegidos. Eso es todo lo que recuerdo. Fue poco tiempo y muy rápido los japoneses ocuparon por lo menos la isla de Java, en donde yo vivía.
El 28 de febrero los japoneses llegaron por barco a invadir, por tres flancos distintos, la isla de Java. Apenas unos días después, el 9 de marzo de 1942, Java cayó oficialmente bajo el mando de los japoneses. El General Ter Poorten, oficial comandante del ejército neerlandés firmó la rendición incondicional. Dada la “incondicionalidad” de la rendición, para el ejército japonés se abrieron todas las puertas. Confiscaron todas las casas de los colonizadores y los pobladores locales de las regiones periféricas saquearon todas las residencias que yacían solas, tras la invasión. Rápidamente se llevaron a todos los hombres a campos de prisioneros de guerra. A los que se unieron a la resistencia, les fue peor. En las ciudades, cerraron las escuelas. Las familias de neerlandeses se mudaron juntas para ahorrar y para sobrevivir en comunidad.
A mi bisabuelo lo aprisionaron en su último refugio, en la compañía tabacalera Ketandan, cerca de Klaten, apenas un día después de la rendición, el 10 de marzo de 1942.
A finales del mismo año se llevaron también a mi bisabuela, a mi oma y a su hermano de menos de tres años a los campos. Oom Jan cuenta que, junto con otros 450 mujeres y niños, los mandaron a un campo de prisioneros civiles en Soemowono al noreste de Ambarawa, localizado en un campo militar en donde antes entrenaban los oficiales de la armada neerlandesa de artillería. 1
Se estima que más de 130,000 civiles aliados (50,000 hombres, 42,000 mujeres y 40,000 niños) estuvieron internados en las Indias Orientales durante la Segunda Guerra Mundial.2 La mayoría eran ciudadanos neerlandeses. Más de 14,000 civiles internos murieron como resultado del confinamiento. Estaban detenidos en más de 350 campos en las distintas islas y las condiciones eran diferentes en cada lugar, dependiendo de los oficiales a cargo y de las instalaciones.
A nosotros nos llevaron a un lugar que yo ahora creo que eran barracas de militares, unos lugares grandes sin nada, nada más camas. Ahí vivimos varias familias.
Los hombres ya estaban en otros campamentos, luego hicieron campamentos de niños, y los metieron junto a hombres viejos. Primero sacaron a los de dieciséis años, luego a los de catorce y si mal no recuerdo, al final hasta a los de doce los separaron de sus mamás y los pusieron en los campos de concentración, donde tenían hombres ya de edad avanzada.
Hay un recuento publicado de otro testigo que estuvo en el mismo campo, Dieuwke Wendelaar Bonga,3 que cuenta que el campo de Soemowono estaba construido sobre las laderas de una cordillera, a modo de terraza. Había largas galerías cubiertas que iban de barraca a barraca con escalones entre ellas y el campo se inclinaba cuesta abajo. En el centro había espacio de almacenamiento, abajo estaban las cocinas y en la parte inferior los establos de caballos, vacíos. El campo estaba rodeado por completo con alambre de púas. En cada barraca había aproximadamente sesenta y cinco personas, dependiendo del tamaño de las familias, y en total había unas ochocientas mujeres y niños.
Oom Jan no escribió casi nada sobre la vida diaria en los campos, quizás porque era muy pequeño como para recordarlo. Y mi oma no era alguien que contara casi nada sobre su vida durante esos dos años, pero en esa entrevista grabada me contó algunos detalles sobre la vida diaria en los campos en donde los tuvieron como prisioneros los japoneses.
El desayuno era una especie de engrudo, y allá en Indonesia tenían un azúcar, parecido al piloncillo de aquí, y lo metían derretido en el engrudo. La comida era arroz blanco, sin nada, y una especie de chícharos verdes secos. Si mal no recuerdo esto era todo lo que nos daban de comer. La comida venía en tambores grandes, pasabas con tu platito y las mismas señoras lo servían. Pero era de tal forma el hambre que las mujeres se quejaban, “a ella le quedó un poco de arroz en la cuchara, eso me toca a mí”. Tenían hambre, todos querían la mayor cantidad posible de comida.
Había una señora que tenía muchos hijos y que atrapaban ratas. Como no tenía aceite para freír, aceite de comida, ella todavía guardaba aceite de bacalao del que le daban a sus hijos. Guisaba las ratas en un anafre de carbón y entonces hacía un calor insoportable en las barracas cuando las freía en el aceite de bacalao. Era una peste… y todo el lugar en donde estábamos olía a eso.
Los baños eran como letrinas, había un chorrito de agua que andaba y a los lados ponías los pies, te sentabas y hacías lo que tenías que hacer. Te limpiabas con agua, porque papel de baño no había. Tampoco había regaderas, había lugares grandes con agua, y tú con una cubetita con un mango, te echabas el agua.
Las mujeres cocinaban con lo que hubiera, porque todos teníamos hambre. Recuerdo que una amiga y yo cultivamos en un pedazo de tierra espinacas, lechuga, y jitomates. No me preguntes de dónde saqué las primeras semillas, no recuerdo, alguien debe de haberlas tenido, o a lo mejor fuimos a la cocina y las encontramos. Queríamos tener algo más saludable de comer. Y te voy a decir algo: como en la noche, esto era especial para los niños, era peligroso ir a las letrinas en la oscuridad, teníamos bacinicas. Y esto acabó siendo el abono para las plantas. ¡Y sí sirvió!
Para cocinar, buscábamos ramas o algo, y si ya no encontrábamos, teníamos camas que estaban hechas de tablas de madera y encima estaba puesto el colchón. Quitaban una tabla y se dividían bien las demás. Al final ya casi no había tablas, apenas aguantaba el colchón.
Te puedo decir que mi mamá, como ella era maestra, a mi hermano y a un niño de una amiga de ella de la misma edad, que estaban en edad de ir a la escuela, les enseñó a leer y a escribir. No tenían cuadernos, entonces usaban unos blocs que eran originalmente para apuntar los puntos en el bridge. Con lápiz, trazó las dobles rayas en las hojas y les enseñó a escribir.
En las mañanas teníamos que formarnos y luego cuando llegaban los soldados japoneses, teníamos que ponernos en atención y en posición de ¡firmes! Nos teníamos que inclinar, pararnos, y luego quedarnos en posición de descanso. Nos formábamos en filas y los de enfrente tenían que contar en japonés: ichi, ni, san, shi, go, roku. Tenías que pararte, como los militares, y hacer así: kiwotsuke (¡atención!), keirei (hacer una reverencia), naore (en descanso). Por lo que yo recuerdo.
Oom Jan cuenta que el 14 de marzo de 1944 los cambiaron de campo y los enviaron al campo 6 de Ambarawa, en donde los detuvieron hasta mucho después de la liberación en agosto de 1945. Describe que la situación en el campo estaba empeorando, la gente estaba enferma de malaria, disentería, diarrea, paperas, sarampión o simplemente estaba completamente desnutrida. Los obligaban a estar de pie horas bajo el sol para cuando pasaban lista. A veces encerraban a las mujeres y las golpeaban durante días en espacios pequeños, a modo de castigo. Y como llegaban nuevas familias de otros campos, había cada vez menos espacio y no había privacidad. Oom Jan detalla que su madre lo obligaba a comer chiles porque tenían muchas vitaminas y hasta la fecha no le gusta comer nada con chile.
Mi madre me dice que oom Jan tiene muchos problemas de vista. En los años de crecimiento también los tenía, pero no se los detectaron ni se los trataron a edad temprana porque estaba en el campo y no fue a la escuela de forma normal. Pero de joven ya no tenían remedio esos problemas. Como consecuencia, ya le han hecho varias operaciones de la vista.
Wendelaar anota que el campo 6 de Ambarawa al que los trasladaron era mucho más rígido. Desde un inicio les dijeron que eran oficialmente prisioneros de guerra y tenían que seguir las reglas militares. El comandante era un japonés coreano que describe como “sádico” y que golpeaba a las mujeres por cometer cualquier error. Este campo había sido un viejo hospital y estaba en muy malas condiciones, además de tener que albergar a muchas más personas.
Mi oma nunca habló de la crueldad de los soldados ni de los ejercicios forzados que los obligaban a hacer, pese a estar todos malnutridos y anémicos, repitiendo los números en japonés. No habló nunca de los trabajos forzados que obligaban a todos a hacer ni de las golpizas que les daban cuando cualquier cosa no estaba como ellos querían. No me contó de las visitas sorpresa en las que revisaban todas sus pertenencias y cómo tenían que esconder lo poco que aún guardaban, debajo de los colchones. No sabía de las miles de mujeres y niños que murieron por enfermedades o por desnutrición y cómo las tenían que enterrar, ahí mismo. Quizás eso era lo que tejía, quizás por eso no hablaba mucho, quizás por eso perdió la memoria, definitivamente.
Japón capituló el 15 de agosto de 1945, después de ser víctimas de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. En los campos, no se supo esto hasta semanas más tarde. Desde aviones, los aliados lanzaron panfletos para anunciar la rendición. La actitud de los soldados japoneses cambió rápidamente. Había más comida y hasta medicinas para repartir.
A fines de 1945, después de la liberación, llevaron a todos los residentes a Semarang y los transportaron en barco o avión a Batavia (Yakarta), a otro campo. No fue sino hasta el 14 de marzo de 1946 que mi oma, su hermano y su madre tomaron un barco que transportaba tropas de guerra hacia los Países Bajos. El mismo día, sin que ellos lo supieran, mi bisabuelo salió también del puerto de Singapur, con el mismo destino.
A mi papá, cuando empezó la guerra, lo pusieron en el ejército y no supimos nada de él. Después escuchamos que los japoneses los internaron y él estuvo en el ferrocarril de Burma, haciendo trabajos forzados. Era un ferrocarril famoso en esa época.
Mi madre me contó que su opa, su abuelo, le contó que los prisioneros a los que se llevaron a trabajar en el ferrocarril de Birmania tenían también que comer ratas muchas veces. Que las cocinaban solo al calor de las brasas y se las comían, porque no tenían alimentos y necesitaban proteína. Uno de los traumas de guerra que le quedó es que se le fue la voz. Era algún problema que tenía. Cuando lo conocí, te hablaba muy quedito, se le iba la voz y de pronto alzaba la voz, le regresaba. De niña él hablaba así, se le iba, le regresaba y volvía a tener voz. Y no era ningún problema físico, era un problema de trauma de guerra que tenía, porque después le hicieron estudios y le dijeron que era algún trauma de guerra que no se le pudo corregir.
Y lo volvimos a ver ya cuando después de la guerra cuando nos fuimos en barco. Estábamos camino a Holanda. Los barcos siempre se paraban en Port Said o en Suez, en el canal. Estábamos ahí, atracados, y de repente por el altavoz escuchamos que le estaban hablando a la señora Dörsch, porque estaba su esposo en la zona en donde subes al barco. Yo nada más le grité a mi mamá: ¡tienes que ir allá! ¡Yo voy porque es papá! Yo fui la primera que lo saludé. Así fue como lo volvimos a ver después de varios años. Nada más fue un rato porque él estaba en otro barco, se tuvo que ir. Nos reunimos ya llegando a Holanda.
El 14 de abril de 1946 atracó el barco de mi oma y su familia en Ámsterdam y el de mi bisabuelo llegó el día 19 a Rotterdam. Por fortuna, estaban juntos y vivos.
No fue la misma fortuna la de muchísimas familias que regresaron, incompletas. Cuyos bordados y tramas fueron interrumpidas, para siempre, por una guerra lejana, por ambiciones incomprensibles.
Regresé a Holanda, fuimos a vivir en casa de mi abuela, porque en Holanda ahí también pasaron la guerra con los alemanes y no había suficientes casas y mis papás volvieron unos años a Indonesia y yo me quedé en Holanda para ir a la escuela.
A pesar de buscar trabajo, mi bisabuelo no logró que lo contrataran en ningún lado tanto porque había una escasez de trabajos como porque sus diplomas de las Indias no eran válidos para trabajar en su país natal. Así fue como se fraguó el plan de regresar de nuevo, después de todo, de volver a Indonesia. Según oom Jan, en 1947 su padre encontró un trabajo en Medan, Sumatra del norte y, poco después, él y su madre lo siguieron para instalarse de nuevo en la colonia.
Mi oma no se quedó con su abuela en Bloemendaal, sino con los vecinos de su abuela, una familia que no tenía hijos.
Los años siguientes en las Indias Orientales los describe oom Jan como buenos años con muchas comodidades, hasta el periodo de la segunda acción policial en la que los republicanos ocuparon Djokja y los Países Bajos se vieron obligados a reiniciar las negociaciones sobre la independencia de Indonesia. En ese entonces, vivían en Boolweg y cuando la independencia se acercó, la familia planeó su retorno definitivo a los Países Bajos hacia octubre de 1949.
Nunca volvieron a mencionar nada acerca de los campos y mi oma decía que era muy niña, no me acuerdo de mucho, no sé nada al respecto. De hecho, mi oma (no sé si conscientemente o no) me dijo en la entrevista que le hice que ella tenía seis o siete años cuando estuvo en los campos. Pero las fechas y la matemática no concuerdan. Ella tenía ya diez años cuando se los llevaron a los campos y trece cuando salió. Pero no hablaba de ello con nadie. Tampoco se consigna nada sobre los años de los campos de concentración en los álbumes de fotos ni en ningún documento, excepto la cartilla de prisionero de mi bisabuelo, escrita en inglés, holandés y japonés. Oom Jan le llama a esto el “Indisch zwijgen”, el callarse, el silencio, la negación de su experiencia en Indonesia. Si no lo cuentas, no existe.
Por eso lo cuento, aquí, hoy, ochenta años después, dos o tres generaciones después. No es mi historia pero es mi historia, que he ido descubriendo a lo largo de los años, a fuerza de preguntarle a diferentes personas y de investigar datos en línea, leyendo testimonios de otros sobrevivientes.
El tejido va y viene. Una cruz que se completa de abajo para arriba, para cubrir la ausencia, lo que nunca se contó.
No hay origen, pero ellas y ellos son mi silencio, mi herencia llena de agujeros.
- Todo el testimonio de Jan Dörsch, mi tío abuelo, a quien llamo oom Jan, puede consultarse en neerlandés en la página a continuación, incluyendo fotografías personales de su archivo. De su testimonio obtuve mucha información que yo misma desconocía, dado el silencio o negación de hablar de mi oma. Le estoy muy agradecida por haber publicado este texto y las fotografías: https://de-indische-verhalentafel.online/home-1/deverhalentafel/jan-d-rsch-vertelt
- Según los datos del siguiente sitio web, pero los números de quienes estuvieron aprisionados en los campos cambia mucho de fuente a fuente: https://www.indischekamparchieven.nl/en/general-information/about-de-camps
- Dieuwke Wendelaar Bonga, Eight Prison Camps: A Dutch Family in Japanese Java. Athens, OH: Ohio University Center for International Studies, 1996.