A noventa años de El hombre sin atributos
¿Cómo se escribe una novela total? ¿Qué condicionantes o facultades se necesitan para rebuscar en el punto más profundo la naturaleza misma, la más pura de lo humano? A través de la belleza, sería una de las respuestas. Ya Marcel Proust había emprendido la búsqueda de un universo a través del lenguaje y de los artefactos de la memoria utilizando la belleza de las descripciones, paisajes y sutilezas que iban de la imagen más ingenua a la perversión más torcida, todo aderezado con ese estilo tan propio del decadentismo, sin llegar, por supuesto, a las cotas de un Joris-Karl Huysmans o de un Octave Mirbeau.
Un intento más, el de la cotidianidad grotesca, de un Ulysses (1922) magnánimo y extraño, escrito por James Joyce, que jugó con las propuestas experimentales del uso del “fluir de la consciencia”, que autoras como Virginia Woolf, o escritores como William Faulkner, siguieron con resultados magníficos.
Había una esencia apenas percibida por los sabuesos de la literatura durante los primeros años del siglo XX. Era un tufo a conflagración, a la inocencia del capitalismo, a ese conflicto que terminaría llamándose la Gran Guerra, y que parecía en un principio nada más que una sangría saludable para aligerar las tensiones europeas.
Darse cuenta de que la forma de afrontar los conflictos cambiaría para siempre las reglas, la utilización del poder, e incluso las técnicas de la ciencia, devino en las posibilidades creativas de artistas que buscaban entender el absurdo y la violencia de un conflicto de casi nivel global, utilizando así la novela que, ya desde el siglo anterior, se erigía como la madre de los géneros narrativos. Esto es, por supuesto, una exageración debida a los ejemplos decimonónicos.
La labor dickensiana manifiesta en novelas de mil páginas, enormes bloques que examinaban la historia completa de un hombre como en David Copperfield (1850), conformó una generación de novelistas que trabajaban con el formato más amplio de la narrativa. ¿Cómo podía distinguirse la novela en el XXI ante esta tradición en la novela de siglos pasados? ¿Qué tendría que ocurrir para hallar un recurso propio (o una serie de ellos) que no fuera una mera copia, reactualización, de la narrativa del siglo XIX?
Una copia fue justo la idea que desecharon los grandes novelistas del XX, de Joyce a Woolf. Los historiadores, por supuesto, han llamado “vanguardia” a movimientos particulares del arte que han buscado la renovación y a partir de eso instaurar un nuevo concepto para escribir novela. Y es el siglo XX el que ve emerger estas propuestas, tanto en poesía como en dramaturgia o narrativa.
Con una senda tan larga que abarca desde el Decadentismo hasta el gótico sureño, lo que buscó Robert Musil, poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, fue una explosión, una caterva prosística subyugada al mero estilo, aunque anclada en una cruceta marcada por personajes que bien podrían ser un mero pretexto para la circulación de la prosa aparentemente lineal. En su entretejido novelístico, manifiesto en El hombre sin atributos (1930), se expande un mapa del mundo, específicamente el de Austria, el de la Viena imperial y monárquica, de principios de 1900.
A pesar de que una de las razones para elegir la capital del entonces Imperio Austro-Húngaro fue la nacionalidad misma del autor, también subyace la naturaleza periférica de Austria, que le sirvió al escritor para manifestar este estado de lejanía, de eterno trabajo en progreso, de periferia que nunca termina por cerrar en centro fuerte.
Robert Musil, un autor austriaco nacido en 1880, no es únicamente el escritor de El hombre sin atributos, novela empezada a escribir en 1930, y publicada en dos volúmenes: el primero en 1930, y el segundo en 1943. El material adicional de esta novela que, es importante señalarlo, está inacabada, se terminó por publicar también en 1943. Este 2020, sin embargo, se cumplen 90 años del inicio de esta gesta imposible y totalizante. La obra de Musil contiene esfuerzos cuya prosa es igual de exquisita, pero con temáticas completamente disímiles, como la bildungsroman, en Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), o el erotismo y la visión masculina de la femineidad (sea esto lo que sea o pueda significar) en Tres mujeres (1924). Sin embargo, la obra cuya manifestación condensa el interés superior de Musil, el más amplio, se cristalizó en la novela inacabada por antonomasia, al menos de la literatura contemporánea eurocéntrica, El hombre sin atributos.
Los análisis de la tremenda obra que tardó años en completarse, además de que ni siquiera esto fue posible, son demasiados, principalmente en alemán. Se extraña, sin embargo, una versión crítica de la misma, ya que la edición imperante en español es la de Seix Barral. Algo hay que decir a favor de ella, pues además de respetar la elegante prosa (tan delicada como retadora en su estructura plagada de hipérbaton inteligente y magníficamente empleado) mantiene la versión fijada por Adolf Frisé, e incluye los fragmentos que quedaron al aire cuando el autor halló la muerte, desde los capítulos en galeradas, incluyendo el último de ellos, que permanece enmarcado en el segundo volumen, “Viaje al paraíso”.
Lo dicho me sirve para entender que no vale de mucho la pretensión de escribir, en unos cuantos párrafos, un análisis de una obra que parece inasible. No porque sea difícil, ya que la profundidad y la extensión de la misma permiten casi cualquier tipo de acercamiento. Esta palabra que he elegido no es un accidente, pues solo puede aproximarse a la obra. Musil, en su extensa obra, depositó a sus personajes, ese hombre sin atributos, Ulrich, y su contraparte, el hombre con atributos, Arnheim, además de los ejes compuestos por Clarisse o Moonsburg. Kakania no es el centro mismo de la novela, sino la prosa, la manta imposible de la misma escritura que deviene en una continuación ad infinitum del universo.
Lo aquí preparado, revisado y magnificado por Musil, es el cosmos y también el caos de una toponimia cuya identidad doble manifiesta lo extraño y frágil de este elemento geopolítico que era el Imperio Austro-Húngaro, denominado popularmente Kakania, debido a las dos Kas de su nombre, que refieren el kaiserlich und königlich (imperial y real), pues en ella cabían el imperio de Francisco José (el mismo que aparece en La marcha Radetsky, de Joseph Roth) y el reinado de Wilhelm II.
“Austria antes que Prusia”, se oye pronunciar a uno de los personajes que forman una de las crucetas narrativas de la novela, esa organización que será llamada “Acción Paralela”, cuyo objetivo no parece demasiado claro, pero en apariencia, parece destinado a un sentido nacionalista. Sin embargo, Musil no es un escritor del Realismo Soviético. Su obra no mantiene un cariz de este tipo.
La polifonía, porque existe, está en una construcción diegética que la aleja de, por ejemplo, obras posteriores que divagarían entre la divergencia de voces para establecer una realidad (como Vida y destino, de Vasili Grossman, o la trilogía de Ciudades a la deriva, de Stratís Tsirkas).
Austria antes que Prusia, es como si el narrador nos dijera “el pensamiento antes que el sentimiento”. Porque las voces están transmutadas en ideas. Porque las relaciones entre personajes responden mucho más a una suerte de diálogo mayéutico que a una expresión de lo social, de la ideología. Si aquí hay una ideología, es la de la vida como trabajo incompleto, como obra incompleta, work in progress sempiterno.
La obra, dividida en dos volúmenes, versa sobre la historia, primero, de Ulrich, el susodicho hombre sin atributos, y su némesis (que en realidad es su complemento), Peter Arnheim, quien los tiene todos. Sin embargo, este juego no es uno de violencia, celos o conflicto eterno, sino el de una reflexión sosegada, pero también amplia y compleja, de la totalidad de aquello que llamamos real, realidades, más que otra cosa. Y una de ellas es la de los últimos años de Kakania, un lugar abrumador y extraño, donde transitan automóviles, pero también es permitido que un hombre ajuste los caballos a su viejo coche y dirigirse a su destino guardando las formas, la lentitud.
Es posible afirmar, porque podrían comentarse o pensarse mil cosas sobre esta novela, que el adagio a la lentitud es una especie de crítica a la aceleración que terminará por derramar el mundo hasta la llegada de la Segunda Guerra Mundial. No es casual que la novela se sitúe justo antes de su estallido, donde las potencias aún parecían decididas a entablar una guerra “necesaria”, “elegante”, con unidades de caballería incluso; una guerra para, en palabras de Kissinger, “liberar la tensión del conflicto europeo.”
La guerra, además de atroz, conllevará ese absurdo de la realidad que no tiene ningún sentido, el movimiento de la “Acción Paralela” cuyo objetivo es fútil, y luego inexistente. Esta asociación terminará por convertir el letimotiv de la novela, ese objetivo plasmado tanto por el narrador como por el mismo Musil, en una piedra de toque necesaria para comprender lo que su prosa quiere decirnos: la caída de Kakania. Su inevitabilidad no es solo una representación de un mundo que se fue y que no podremos recuperar salvo en la memoria, sino de aquello que nunca termina por ser, que fluye y que también se extiende como en una arquitectura demente, proteica, y también absurda.
Es notable esta necesidad de Musil, de hablar de una organización que se funda antes de tener un objetivo, pareciera abandonarse en el segundo volumen, donde este llamado leitmotiv, encalla en la aparición de la hermana de Ulrich, Agathe, y en su relación filial. Y es justo aquí donde el lector se pregunta sobre las intenciones del autor, si acaso existiría un tercero, si era posible culminar una novela que tenía por fin no completarse, más aún en su propia estructura, en lo tenue de su anécdota que, sin embargo, sirve para extenderse por todo el mundo. Kakania es un mapa del mundo, y es el locus amenus y el locus horridus, al mismo tiempo, de un universo destinado a la infinitud.
No hay nada más real que el absurdo, pareciera decirnos Musil, erigiendo en su prosa una estética que va más allá de lo decadente, de la innovación, de la vanguardia, pues la construcción en apariencia lineal, mediante el uso adecuado del hipérbaton, de las figuras retóricas justas, a veces elocuentes y hasta pantagruélicas, manifiesta una nueva forma de hacer una prosa, una novela que jamás podría acabar. Porque, como Kakania, en esa doble “excelsidad”, busca no solo abarcar todo el mundo, sino ser el mundo mismo.
En sus noventa años de aniversario, al menos su primer volumen, ya que el segundo se publicó hasta 1943, en plena guerra (mejor circunstancia irónica no podría haberse gestado), se erige aún no como una de las grandes novelas escritas en alemán, sino como una de las grandes catedrales narrativas cuyo único fin es el arte y la filosofía, la idea de lo imposible, del work in progress que representa, más que a la política o a la sociedad, a la humanidad misma.