Tierra Adentro
Ilustración por María Magaña.

No existe muerte oportuna, mucho menos esperada; pero aquí estoy, ante el repaso de la iluminación —que no es otra cosa sino la prueba de que la poesía es solo para las iniciadas en las experiencias vitales y de muerte—, el deceso y la llama eterna de una de las mejores poetas del siglo XX: Anne Sexton. Regresar a su mirada no es sino la búsqueda de un acompañamiento ante los sucesos cotidianos de la existencia, el desencanto, el deseo y la correspondencia entre la muerte y la vida que sostuvieron cada una de sus líneas.

Desde luego que la voz de Sexton ha recuperado su potencia en los últimos años, en parte porque cada vez existen más jóvenes que desean reconocer el trabajo de cientos de escritoras a veces perdidas en la memoria de la literatura, y porque —hay que reconocerlo—, la poesía hecha por mujeres sostiene de diversas formas la necesidad de hacerse escuchar con la mayor resonancia posible. En el caso de Anne Sexton, vale la pena contemplar con sumo cuidado el trabajo que forjó durante su corta pero prolífica carrera.

Sexton fue reconocida y admirada por diversos logros literarios; sin duda se convirtió en una de las mejores poetas de su generación y será la voz que deslumbre desde la experiencia de la cuerpa, la maternidad, la menstruación, la muerte y el abuso de drogas; por lo que en términos de vida, su mayor logro fue haber tomado a la literatura como su espacio de aceptación, como aquel donde en términos clínicos se reconoce cuando alguna vez hemos llegado a la frialdad del diván y quién nos mira, siendo un profesional de la salud mental, no indica que ese es un lugar seguro.

Nacida bajo el nombre de Anne Gray Harvey, nació un 9 de noviembre de 1928 en Massachusetts. De familia burguesa y siendo la menor de tres hermanas, su juventud fue el primer escalón para llegar al constante combate entre la vida y la melancolía; lo anterior fue el resultado de una infancia de continuo abuso y maltrato por parte de su padre, como lo relata Diane Middlebrook en Anne Sexton: una biografía (1998).

Junto con el reconocimiento de la soledad y tristeza no resulta extraño que la poeta haya decidido casarse siendo muy joven, en 1948, con Alfred Muller Sexton, y con quien además de tomar su apellido tejió la siguiente parte de sus experiencias dolorosas. Con el nacimiento de su primera hija, Linda Gray Sexton, Anne reconoció en su psique la primera señal de estar ligada a la iluminación mediante una experiencia poco reconocida en su momento y que pese a las décadas todavía es motivo de silencio: una depresión postparto. Tras su primera crisis fue internada en el hospital Weestwood Leodegario. El siguiente año, tras el nacimiento de su segunda hija, Joy, nuevamente fue hospitalizada. En ese periodo conoció a su médico, Martín Orne, quien biográficamente es importante porque sería quien la alentara a escribir, con el fin de encontrar una cura ante su profunda depresión.

Anne logró sobreponerse y enamorarse de la idea de que podría romper con la imagen del sueño americano y con la cadena de violencia que terminaba por marcar a sus hijas. Se inscribió en un curso de escritura en la Universidad de Boston. Impartido por Robert Lowell. Sexton conocería a Sylvia Plath, con quien además de beber martinis después del taller, desarrollaría una visible admiración y de alguna forma un tipo de resguardo al encontrar una compañera de letras y dolor, el tipo de relación que toda escritora debiera experimentar.

Ambas, tocadas por la tristeza, las infidelidades, el no saber qué hacer siendo madre y escritora, ninguna sabía esconder sus pulsiones; sin embargo, ambas se acompañaban cada vez que la muerte tocaba sus cabellos, cada vez que soplaba sobre sus hijos, de ahí que no resulta extraño que ante el dolor por la partida de Sylvia, Sexton haya escrito con la furia que sucede al llanto, misma que explota ante el suicidio de Plath, anterior al suyo y por el que en 1963 escribe La muerte de Sylvia, incluido igualmente en su obra ganadora del Pulitzer en 1967, Live or Die (1966):

 

Ladrona,

¿cómo te arrastraste adentro,

te arrastraste sola

dentro de la muerte que quise tanto y por tanto tiempo,

la muerte que dijimos haber superado,

la que llevábamos en nuestros pechos flacos.

 

Mucho se habla de que la literatura resulta ser un terapia para quiénes no podemos salir del invierno eterno que es la melancolía. Desde luego que esta profilaxis no es para todos, solamente aquellos señalados con el duende —como lo llamaba Lorca— pueden ver más allá de la nieve y comprender el clima del silencio, recursos que para Anne constituían escenarios donde la tristeza encuentra también luz, para después cantar las loas, desgañitarse en el grito profundo de la extinción sobre la vida y del deseo de vivir cada experiencia como la última.

Anne reconoció sobre su piel la unción de la poesía, en el granate que se asoma y nos hace reconocer no la ausencia de un hijo, sino la honestidad del útero para hacerse nombrar sin la declaratoria de un reloj, en la cadencia de los senos cuando se saben plenos, en la abstracción del martini vespertino que siempre coquetea abiertamente con el deceso.

En la historia de la literatura es común suplantar técnica y poesía por etiquetas e incluso campañas publicitarias. La esfera de las figuras literarias en cualquier parte del mundo se cubre por esa leche negra tan espesa que termina igualmente por ahogar la verdadera resonancia. Es por eso que en nuestro contexto, reconozco que el termino poesía confesional siempre me ha parecido poco adecuado, en parte porque toda obra de alguna manera es confesional y tratándose del tejido fino hecho por mujeres, definitivamente termina por generar un juicio de valor que irrumpe en el detonar de la experiencia.

Cualquier obra es personal, no existe en ella nada que no nos haya devuelto la mirada y al hacerlo sentirnos desnudas, tocadas por lo único verdadero que en sí es la palabra. Al casi tocar la cuarta década, con la muerte rondando mis hombros y una hija que me regresa a la vida, leer a Anne Sexton no es sino un proceso de escucha en el recorrido de las imágenes cíclicas. Su voz me ofrece el consuelo; me detengo incluso ante la plena conciencia de saberme acompañada sin importar el dolor y la alegría que otorgan las señales de la cuerpa: su luz, la tristeza, la fragmentación, el vacío, la duda, elementos que solo puedo comprender al leer su poema “La menstruación a los cuarenta”:

 

Amor! Esa enfermedad roja

año tras año, David, me volverías loca!

David! Susan! David! David!

plena y desgreñada, silbando en la noche,

nunca envejeciendo,

esperándote siempre en el porche…

año tras año,

mi zanahoria, mi col,

te habría poseído antes que todas las mujeres,

llamándote por tu nombre,

llamándote por el mío.

 

De cada una de sus líneas, de cada rocío que brota al sentirla tan cercana, no puedo sino pensar que sus imágenes y su voz son tan hirientes y dulces, como el caso del poema: “Niñita, mi ejote, mi dulce mujer, que traspasa incluso el reconocimiento en términos de “el eterno femenino” para llevarnos a una posición más profunda.

Me gusta pensar que sus palabras pueden expresar la misma desesperación y goce más allá del género, que cualquiera es capaz reconocer en sus pérdidas; la verdad sobre la belleza encerrada igualmente en el desasosiego, también en el reconocimiento de una corporalidad, cuyas necesidades son complacidas mediante la búsqueda del amor, la masturbación y el placer de reconocerse a sí misma.

Ni la creación ni la clínica pudieron salvarla. La poesía me ha mostrado que no está hecha para rescatar a nadie, me demuestra que puede acompañarme de manera orgánica e íntima en los momentos más temidos, incluyendo el éxtasis.

El 4 de octubre de 1974, tras una reunión con Maxine Kunin, como lo relata Middlebrook, Anne Sexton volvió a su casa, se puso el abrigo de su madre, y tras servirse Vodka, encendió el motor de su automóvil con la puerta cerrada del garaje.

Esta vez lo había conseguido, en trance, asumió entonces que podía tener cualquier edad, se liberaba para siempre de sí misma y del dolor que la propia Linda Gray reconoce en sus narraciones.

Sin embargo, ante un otoño frío y la muerte que se extiende por el planeta, me abrazo, me recuesto en su pecho y espero abrasarme con su llama o sepultarme entre la gélida nieve que ya no volvió a ver, que yo misma sin conocerla, la siento ante la última mirada de quiénes amamos por y con las palabras.

Espero que la muerte también me alcance con la última gota de Ginebra y el paladeo de la escritura ante el corte del último aliento.

 

Bibliografía

Diane Middlebrook, Anne Sexton: una biografía, Circe, España, 1998

Sexton, Anne. Vive o muere, Ediciones Vitrubio, España, 2008.

Sexton, Anne. Poesía completa, Ediciones Linteo, España, 2012.

 


Autores
(Ciudad de México, 1984) Investigadora, docente, escritora y crítica. Es maestra en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires y ha publicado artículos y reseñas en revistas como Este País, Pliego 16, Fundación, Casa del Tiempo, Revista de la Universidad, Écfrasis, Tierra Adentro. En 2011-2013 fue Becaria de la Fundación de Letras Mexicanas en el área de ensayo y en 2019 fue Becaria Fonca en el área de ensayo. Fue finalista en el Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en su edición 2020 y aceptada por Ucross Foundation para hacer una estancia artística en el verano del 2021.

Ilustrador
María Magaña
(Guadalajara, 1988) es ilustradora y diseñadora. Egresada de la Licenciatura en Diseño para la Comunicación Gráfica por la Universidad de Guadalajara. Desde el 2011 distribuye su trabajo de forma independiente.