Oscar Wilde o el genio de la paradoja
Se trataba del libro más extraño que había leído nunca. Se diría que los pecados del mundo, exquisitamente vestidos, y acompañados por el delicado sonar de las flautas, pasaban ante sus ojos como una sucesión de cuadros vivos. Cosas que había soñado confusamente se hicieron realidad de repente. Cosas que nunca había soñado empezaron a revelársele poco a poco.
El retrato de Dorian Gray
Dicen las malas lenguas que los mejores escritores ingleses nacieron en Irlanda: Samuel Beckett, James Joyce y William Yeats ejemplifican esta ironía, pero sin duda alguna, Oscar Wilde (1854-1900) es el más emblemático. Quizás esto se deba esencialmente a que su obra genial y su vida de enfant terrible esculpieron un paradigma de lo british y lo bello. O tal vez porque él fue portavoz por excelencia de L’Art pour l’art en la lengua anglosajona, así como la víctima perfecta de la sociedad victoriana, monumento a la mojigatería y doble moral en el mundo. “Mi vida es mi obra maestra”, habría de escribir desde la cárcel, cuando la pasión desbordada y su temperamento poético habían trazado su destino de muerte, cinco años después de conocer al gran amor de su vida, Lord Alfred Douglas, quien sería también su perdición.
En la existencia de Wilde brilla el choque de dos fuerzas opuestas: un impulso creativo y otro destructivo, pulsiones que la tradición clásica esculpió en las simbólicas figuras de Eros y Tanatos, amor y muerte. La manifestación de este encuentro tejió la fascinante historia de este genio, quien no solo sufrió este conflicto interno sino que además interpretó y padeció las contradicciones de su época.
Edad de oro
Oscar Wilde fue un prodigio. Su inteligencia excepcional y su encanto fascinaron auditorios, salones y tabernas en Europa y Norteamérica durante la segunda mitad del siglo XIX. Con el rumor de su presencia bastaba para que todas las miradas se prepararan ante su deslumbrante figura. De su infancia se habla poco, pero se sabe que fue una época definitiva para su visión romántica de la estética1.
Su madre, la poeta y dramaturga Jane Wilde, ejerció una doble influencia en el pequeño Oscar. El agua corre, el agua hace espuma / Las olas brillantes se parten en pedazos / Y con ojos asombrados [el pescador] ve surgir / una ninfa de las cavernas subterráneas2. Lady Wilde le recitó sus versos ricos en florituras y afectaciones, revestidos de un singular nacionalismo irlandés y una veneración del preciosismo neoclásico.
El recuerdo de aquellos buenos tiempos en la memoria de Wilde tejería el marco de una “edad de oro” que, años más tarde, harían su aparición en el colorido universo de El príncipe Feliz (1888), donde las golondrinas llevan rubíes a la mesa de los niños para devolverles la felicidad y el dulce sueño.
Sin embargo, las ambigüedades en la vida de sus padres imbuyeron el carácter del futuro escritor con una disposición hacia las contradicciones. Lady Jane era una talentosa escritora que componía “sediciosas obras del teatro irlandés mientras amenazaba a sus inquilinos irlandeses si no le pagaban la renta”3. De igual manera su padre, el otólogo más importante de su época, fue oculista personal de la reina Victoria y del Rey Carlos XV de Suecia, se movió entre la aristocracia y la pequeña burguesía con la astucia de un zorro social. A su imagen y semejanza, Oscar supo mimetizarse entre la clase alta pese a sus ideas de corte socialista y se integró sin dificultad en las ciudades que lo recibían como un perfecto embajador del arte y la elegancia.
“A pesar de que por cultura Wilde era un ciudadano de todas las capitales civilizadas, de raíz era un irlandés muy irlandés, y, como tal, un extranjero en todas partes menos en Irlanda”4 diría Bernard Shaw al respecto.
Pentland y Pater, dos ilustres mentores
La cátedra de Grecia antigua impartida por el provost5 John Pentland Mahaffy en la escuela Trinity College de Dublín alimentaría otro hito inevitable en la obra de Wilde: el helenismo. Ese espacio, donde el joven encontró su primer mentor, propiciaría su reiterada asociación de la belleza griega con la infancia y el individualismo creativo.
De ahí surgen sus primeras prédicas de lo bello como un deber ético que, expresadas en Oxford años más tarde con encanto y elocuencia, habrían de provocar entre sus compañeros un odio visceral. Diversos biógrafos aluden a las repetidas golpizas6 y los insultos en público que supo eludir con ingenio. De hecho, cuenta una anécdota que una tarde varios compañeros lo persiguieron hasta el borde de una colina, desde la cual Wilde se contentó con elogiar la belleza del paisaje. “El primer deber en la vida es adoptar una pose”, solía repetir al final de sus charlas.
Es bien sabido que el siglo XIX idealizó notablemente la cultura griega; fascinaba especialmente el concepto de ágora como un punto de encuentro entre sabios y jóvenes aprendices, así como los primeros destellos de la democracia o el arte conversatorio de la mayéutica, ese acuerdo común asentado sobre preguntas, contradicciones y dilemas que habría de marcar los derroteros del pensamiento en Occidente —la filosofía, ese destino de lo humano. A Wilde lo embelesaba particularmente la relación del pueblo griego con las artes poéticas —la poesía épica, la tragedia— y la música. “Todo arte aspira constantemente hacia la condición de la música”, escribió el crítico e historiador del arte Walter Pater en La Escuela de Giogione (1877), un ensayo consagrado a detallar las diferencias entre el romanticismo y el arte del renacimiento, Pater fue mentor de Wilde en el Trinity College desde su debut literario con Poems (1881), su primer libro de poemas.
La influencia del hedonismo pateriano en la obra del irlandés es inmensa. De hecho, en Wilde afirmó varias veces que la música es el único arte puro porque en ella no hay más que forma, el contenido es indisoluble o en el mejor de los casos, inexistente. Asimismo, fue devoto de “la teoría del presente” acuñada por Pater, que Jorge Luis Borges sintetizó con tino y fortuna:
Walter Pater predicó la doctrina de que únicamente existía el presente, que éste era como un ápice entre dos abismos conjeturales, pasado y futuro. Corolario de esta doctrina era la necesidad de vivir el momento con plenitud, no con plenitud meramente física o sensual, sino con plenitud en el sentir y en el comprender7.
Basta leer unas páginas de El retrato de Dorian Gray (1890) o La importancia de llamarse Ernesto (1895), las obras más notables en el credo artístico de Wilde, para descubrir cómo estos pensamientos las permean de principio a fin. Sus protagonistas viven afectados por el gusto y la delectación de los placeres sensoriales; se dan la buena vida, desprecian el pasado, el futuro los tiene sin cuidado. Solo el presente embriagador parece inquietarlos pero su hedonismo tiene también un sello helénico, epicúreo.
Para el filósofo griego Epicuro la naturaleza humana está dominada por una búsqueda constante del placer. Pero buscar el placer no implica necesariamente una bacanal orgiástica, un banquete donde lo único que preocupa sea el disfrute. No. En realidad la vida epicúrea se trata más bien de evitar el dolor y de encontrar en esa lejanía una felicidad y un regocijo.
En el siglo III A.C. Epicuro se alejó de las polis griegas para fundar “el jardín”, una escuela filosófica conformada por un huerto enorme donde recibía ladrones, prostitutas y esclavos.
Hedonismo, decadentismo y helenismo
Aunque los personajes de Wilde se enmarcan en un espacio de placer intenso y fugaz, sus chistes negros y sus ironías punzantes no desconocen los principios profundos de la filosofía hedonista: vivimos en un mundo sin dioses, y lo único que sabemos viene de la experiencia y la razón. Desde luego, son seres esencialmente modernos, conscientes de la finitud humana, por eso ríen, por eso se burlan del dolor ajeno, por eso su humor agridulce tiene un matiz sadomasoquista (el disfrute del sufrimiento del otro y de uno mismo).
Si bien tanto Dorian Gray como Jack Worthing declaman al ritmo firme y cadencioso de la poesía de Verlaine, cisne del parnaso que canta el arte por el arte, su conducta nos recuerda más al maldito simbolista Charles Baudelaire y a su consciencia del mal (“o dentro del mal”); esa consciencia trágica del poeta que se ríe de espanto al ver jugar a un niño pobre con una rata viva, o que ofrece una moneda falsa como limosna a un mendigo y pretende ganar las indulgencias de la caridad judeo-cristiana con una transacción fraudulenta.
La admiración de Wilde por el romanticismo del siglo XIX lo hermana con Baudelaire desde una perspectiva estética y filosófica. “Todo arte es a la vez superficie y símbolo”, proclama una sentencia que habría podido escribir cualquiera de los dos, aunque haya sido Wilde. Ambos desprecian el culto de la utilidad y el progreso; celebran la mentira, el artificio de lo humano que crea una belleza inútil y efímera8; elogian la máscara, el maquillaje, la parafernalia de la ficción; ambos reivindican y encarnan la figura del dandy —ese trágico héroe de la vida moderna que esgrime su elegancia y refinamiento en el telón de fondo de las ciudades industrializadas—; ambos rinden tributo a Víctor Hugo y a Honoré de Balzac, si bien Wilde es heredero directo del paisajismo preciosista y helénico de John Keats, a quien le dedica un memorable ensayo titulado La tumba de John Keats (1877), esencial para comprender las directrices poéticas de su escritura. En el texto, Wilde evoca el “sacerdocio de la belleza” del poeta inglés, su obsesión con resignificar la naturaleza a partir de la contemplación, y su muerte a destiempo como un mártir de veinticinco años de edad. No es casualidad que el poema favorito del irlandés, y quizás el más célebre de Keats, sea precisamente Oda a una urna griega (la urna siendo un símbolo de la muerte y del tributo a la memoria), cuyos versos resuenan en la obra del irlandés: “la belleza es verdad y la verdad, belleza”.
La noción clásica de lo bello implica un equilibrio entre el fondo y la forma, pero a Wilde le resulta más importante la forma, el color, el poder evocador del símbolo; por eso sus obras por momentos parecieran carecer de contenido, pues su deleite del estilo es a la vez romántico y parnasiano. La apertura de El retrato de Dorian Grey es más que ilustrativa al respecto: “El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso olor a lilas, o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos”.
Sin embargo, la pulsión oscura aflora en la literatura de Wilde, la imbuye con “metáforas tan monstruosas como orquídeas”, naturalezas muertas o deformadas que nos recuerdan el simbolismo decadente de Baudelaire y sus Flores del mal (1857). Con todo, la presencia de los clásicos repunta y forja sus ideas estéticas más constantes, entre ellas la imagen idílica según la cual la antigüedad griega, gracias a sus condiciones culturales, materiales y sociales, fue una infancia de la humanidad donde la esencia de lo artístico se manifestó en toda su pureza a través del individualismo de cada ser humano. Dicha idea de una Arcadia, ampliada por supuesto en la melodiosa retórica de Wilde, se despliega en El alma del hombre bajo el socialismo (1891), tal vez su ensayo más controversial y lúcido. Es producto, entre otras cosas, de su entusiasmo por el anarquismo filosófico y de la fuerte influencia de su tutor John Ruskin, un brillante sociólogo y crítico de arte bastante reconocido.
Según Ruskin, la codicia es el pecado fundamental del ser humano y obedece a la inequidad socioeconómica, que podría combatirse desde las políticas del socialismo cristiano. Estas ideas resonaron en Wilde y fluyeron con su prosa imaginativa. En el texto, el irlandés augura con optimismo desbordante que si existiera una sociedad sin propiedad privada y en la cual las necesidades básicas sean satisfechas por el estado –no sin antes advertir los peligros de una tiranía industrial, que degradaría aún más la condición humana9–, los individuos podrían dedicarse con ahínco a aquellas prácticas que anhelaran sus corazones, esto es, el arte y el ocio:
La verdadera personalidad del hombre crecería natural y espontáneamente, como crecen la flor y el árbol. No estará en desacuerdo. Nunca argumentará ni discutirá. No se empeñará en demostrar nada. Lo sabrá todo. Y, a pesar de ello, no anhelará el conocimiento. Poseerá la sabiduría y la cordura. Su valor no se medirá con arreglo a cosas materiales. No tendrá nada; y, no obstante, lo tendrá todo, y cuanto se le arrebate continuará, sin embargo, siendo suyo; a tal extremo será rica. (…) será algo prodigioso, tan prodigiosa, realmente, como la personalidad de un niño10.
No es difícil ver en la Arcadia de Wilde la imagen de una edad de oro que dominó su juventud y sus primeras lecturas. Tampoco es azar que esta sociedad idílica haya sido preconizada por los poetas románticos, tan influidos por las raíces del arte griego. Además, la idea del socialismo como un alto estado de lo humano acompañó a la mayoría de los intelectuales a lo largo del siglo XIX y en parte del XX. Por eso no extraña el cierre de su portentoso ensayo, cargado de utopía y de ocaso: “El socialismo será el nuevo helenismo”.
Apogeo y declive
Antes de graduarse con honores en Oxford, la reputación de Wilde en el medio académico lo prometía a la fama –su actitud de dandy no pasaba desapercibida–, pero los desamores avisaron desgracia. Al volver a Irlanda, tuvo el primero. Se enamoró perdidamente de Florence Balcombe, una notable dama que frecuentaba el medio intelectual en Dublín, e incluso le propuso matrimonio. Balcome declinó el ofrecimiento de Wilde y se casó meses después con Bram Stoker. El rechazo le causó una profunda molestia que no solo lo mantuvo alejado de su país natal durante más de seis años, sino que además distanció a los escritores, si bien habrían de reanudar su amistad cuando el infortunio cayó sobre el irlandés.
A pesar de todo, la década de 1880 fue bastante prolífica: Wilde escribió piezas de teatro y se concentró en sus primeros cuentos de buena recepción –El fantasma de Canterville y El príncipe feliz– y sus conferencias sobre arte y estética que lo tuvieron viajando por Europa y Estados Unidos. Además, probablemente durante ese tiempo maduró su obra cumbre, El retrato de Dorian Grey. En 1883 conoció a Constance Lloyd, distinguida aristócrata dublinesa con quien contrajo nupcias y tuvo dos hijos. Para su desgracia, la felicidad de la vida familiar duró muy poco, como el mismo habría de lamentarlo.
El loco amor, esa catábasis
La aparición de Lord Alfred Douglas “Bosie” en el camino de Oscar Wilde es una de las anécdotas mágicas y terribles de la literatura universal. Ambos eran poetas de la vida, encarnaciones de un ideal estético; se conducían por la existencia como si fuera una obra de arte. Pero “Bosie” no solo era un aristócrata encantador y caprichoso, o un Adonis exquisito de carácter voluble, sino que además parecía milimétricamente calcado del personaje de Dorian Gray, que Wilde creó antes de conocerlo. “Al darme la vuelta lo vi por primera vez. Cuando nuestros ojos se encontraron, me noté palidecer. Una extraña sensación de terror se apoderó de mí. Supe que tenía delante a alguien con una personalidad tan fascinante que, si yo se lo permitía, iba a absorber toda mi existencia, el alma entera, incluso mi arte”11.
Resulta difícil imaginar qué puede sentir un escritor que conoce a alguien idéntico al protagonista de su mejor obra, un ser compuesto a imagen y semejanza de sus ideales estéticos. Debe ser una impresión que se ubica a medio camino entre Pigmalión, el rey enamorado de su escultura de Venus, y el Dr. Frankestein, que enfrentó la monstruosidad creada con sus propias manos. Por eso no sorprende el loco amor que lanzó a Oscar Wilde en un descenso a los infiernos, una catábasis de la cual el héroe nunca regresó, pero desde cuyas profundidades dejó un negro testimonio de su hermoso dolor: De profundis (1905).
Las circunstancias de su primer encuentro son vacuas. El poeta Lionel Johnson los presentó en una reunión familiar a mediados de 1891. Simpatizaron inmediatamente. Comenzaron a frecuentarse en Londres, en la campiña inglesa, en cenáculos de artistas, políticos y amigos en común. Visitaban juntos bibliotecas y hoteles de lujo. Asistían a obras de teatro, muchas de las cuales se mofaban abiertamente en restaurantes y tabernas durante la noche. El irlandés estaba en el apogeo de su carrera, recogía los frutos de su drama más celebrado La importancia de llamarse Ernesto –que bien podría traducirse como “la importancia de ser Severo”–, dado el sentido original de su nombre en inglés.
No obstante, la entrañable amistad comenzó a degenerar en una relación tóxica, de constantes reclamos, chantajes y reproches. Douglas y Wilde viajaron juntos por Europa, conocieron mutuamente a sus familias, y establecieron una larga correspondencia, que habría de convertirse en la prueba irrefutable de su amistad, de sus amoríos y en la terrible punta de lanza de las acusaciones del padre de Douglas, el Marqués de Queensberry:
Me mandas un poema muy bonito, de la escuela poética estudiantil, para mi aprobación; yo contesto con una carta de fantásticos conceptos literarios te comparo con Hilas, o Jacinto, Jonquil o Narciso, o alguien a quien el gran Dios de la Poesía favoreciera y honrara con su amor. La carta es como un pasaje de uno de los sonetos de Shakespeare, traspuesto a tono menor. Sólo la pueden entender los que hayan leído el Banquete de Platón, o captado el espíritu de cierto ánimo grave que se nos ha hecho hermoso en los mármoles griegos. Era, déjame decirlo con franqueza, el tipo de carta que yo habría escrito, en un momento feliz aunque caprichoso, a cualquier joven gentil de una u otra Universidad que me hubiera enviado un poema de su mano, seguro de que tendría el ingenio o cultura suficientes para interpretar a derechas sus fantásticas expresiones. ¡Mira la historia de esa carta! Pasa de ti a las manos de un compañero aborrecible; de él a una panda de chantajistas; se reparten copias por Londres, a mis amigos y al empresario del teatro donde se está representando mi obra; se le dan todos los sentidos menos el recto; la Sociedad se embelesa con absurdos rumores de que he tenido que pagar una enorme suma de dinero por haberte escrito una carta infamante; esto sirve de base al peor ataque de tu padre; yo mismo presento la carta original ante el Tribunal para que se vea lo que es en realidad; el abogado de tu padre la denuncia como intento repulsivo e insidioso de corromper a la Inocencia; al cabo entra a formar parte de una acusación criminal; la Corona la recoge; el juez dictamina sobre ella con poca erudición y mucha moralidad; al final voy por ella a la cárcel. Ése es el resultado de escribirte una carta encantadora12.
Después de múltiples provocaciones y rencillas públicas, Lord Alfred Douglas convenció a Wilde de demandar a su padre por calumnia en 1895. Aunque el juicio no arrojó un dictamen definitivo, tras quedar en libertad, el Marqués de Queensbourg contraatacó como un púgil –no deja de ser curioso que este ser conservador y retrógrado haya inventado las reglas básicas del boxeo moderno, arte que el sobrino lejano de Wilde, el poeta Arthur Cravan, habría de practicar en suelo mexicano pocos años más tarde. A diferencia del primer proceso, la demanda contra Oscar Wilde por “inmoralidad” prosperó.
El escritor trató de protegerse con el aura artística que la sociedad le había concedido, pero ya era demasiado tarde. La correspondencia entre los amigos, el testimonio de burgueses mojigatos y la inteligencia cavernaria del jurado victoriano, condenaron al irlandés a dos años de trabajos forzados en la cárcel. Ese fue el comienzo del fin para él. Su vida se fue apagando con una velocidad impresionante. Si bien se reconcilió con Lord Douglas al salir de la cárcel, e incluso trató de iniciar una vida con él en Italia, terminó cediendo a la presión económica de su esposa y se estableció en París, ya con síntomas de una nefasta meningitis, y bajo un nombre falso. Esa última contradicción, la de un amorío destructivo e inevitable, selló una vida tan llena de contradicciones como su brillante obra.
De profundis y La balada de la cárcel de Reading (1898), publicadas tres años antes de su muerte solitaria en París, quedaron como un testimonio postrero de su malogrado genio. Ambas obras fueron las últimas lágrimas que florecieron como dos narcisos, los cuales según el mito griego brotaron de la tierra cuando el hombre más bello del mundo murió ahogado en el estanque, al tratar de besar su propia imagen.
- Para rastrear la importancia del helenismo y la influencia de su madre en la obra de Wilde, consultar: Sandulescu, C. George (1994). Redescubriendo a Oscar Wilde. pág 59
- Traducción del poema The fisherman, de Lady Jane Wilde: The water rushes –the wáter foams/ The bright waves part asunder/ An with wondering eyes he sees arise/ A nymph from the caverns under.
- Introducción de Colm Toibin en Wilde, Oscar, De Profundis y otros escritos de la cárcel, Random House, 2000, p. 27.
- Ibídem.
- Atributo educativo semejante al de un prefecto en las instituciones irlandesas.
- Así lo relata Sir Edward Sullivan en la biografía recopilada por Frank Harris: Harris, Frank (1999). «Oscar Wilde en la escuela». Vida y confesiones de Oscar Wilde. Madrid: Biblioteca Nueva, S.L. pp. 52, 53 y 54.
- Primera de cuatro conferencias que Borges dio en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo, en 1950. Disponible en el Semanario “Marcha”, N¨. 547, octubre de 1950: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/borges/jorge_luis_borges_habla_de_wilde.htm
- En El pintor de la vida moderna, particularmente en el pasaje titulado “Lo bello, la moda y la felicidad”, Charles Baudelaire explica su teoría binaria de lo bello. Según él, la belleza depende de dos componentes, uno eterno y otro circunstancial, pasajero. Éste último es el que funge como punto de encuentro entre su estética y la de Wilde: “Es esta una buena ocasión, en verdad, para establecer una teoría racional e histórica de lo bello, por oposición a la teoría de lo bello único y absoluto; para mostrar que lo bello es siempre, inevitablemente, de una doble composición, aunque la impresión que produce sea una; pues la dificultad de discernir los elementos variables de lo bello en la unidad de la impresión, no invalida en nada la necesidad de la variedad en su composición. Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la pasión. Sin ese segundo elemento, que es como la envoltura divertida, centelleante, aperitiva, del dulce divino, el primer elemento sería indigerible, inapreciable, no adaptado y no apropiado a la naturaleza humana. Desafío a que se descubra una muestra cualquiera de belleza que no contenga esos dos elementos”. Disponible en línea en: http://www.ecfrasis.org/wp-content/uploads/2014/06/Charles-Baudelaire-El-pintor-de-la-vida-moderna.pdf
- “Si el socialismo fuese autoritario, si los gobiernos llegarán a verse armados con el poder económico como ya lo están con el político, si fuésemos, en suma, a tener que soportar una tiranía industrial, en ese caso, la condición final del hombre sería aún peor que la actual”. En Wilde, Oscar, El alma del hombre bajo el socialismo y notas periodísticas, Editorial Biblioteca Nueva, S.L, 2010, p. 14.
- Íbid., p. 24.
- Wilde, Oscar, El retrato de Dorian Grey, Biblioteca Virtual Universal, 2006, p. 5.
- Wilde, Oscar, De profundis, Alianza, 2P. 17.