2 años desde la declaración de pandemia del COVID-19
El 30 de enero de 2020, la OMS declaraba al COVID-19 como una emergencia de salud pública, con el estatus de “preocupación internacional”. La noticia no causó demasiado revuelo a nivel popular, al menos en México. Las redes, sin embargo, colmadas todo el tiempo de alarmismo, siguieron los datos de un virus del que se había hablado a finales del 2019, un coronavirus que había surgido en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, en China central. No había escuchado nada al respecto, ni siquiera en febrero, y cuando mi hermano menor me habló sobre la nueva epidemia, me sorprendí. No tenía información alguna. Tuve que investigar un poco para darme cuenta de que era un virus que causaba preocupación en China. No me alarmé ni creí que tuviera alguna repercusión real en nuestro continente; Asia ha sufrido de epidemias constantes, variantes de la influenza, gripes, y también coronavirus, y superaba todas esas crisis.
Como si nada. El virus no se extenderá mucho más, pensé.
Durante la epidemia del AH1N1, yo aún estudiaba en la universidad, en la ciudad de Puebla. Poco después, durante las dos semanas de encierro total, vi las imágenes de un CDMX apocalíptico en el que no paseaba nadie más que los reporteros. Mi hermano, en el 2009, era un niño apenas, al que costaba colocarle el cubrebocas, y eso me provocaba muchísima ansiedad, más al ver la despreocupación de mis padres. En las semanas álgidas de la pandemia estaba asustado, lo suficiente como para no salir a ningún lugar, y rogar a mi familia que, si tenía que hacerlo, se protegiera. Veía todo como una posible amenaza, el aire se había convertido en mi enemigo.
Me enfermé de AH1N1, tiempo después, en los primeros días de clase. Me sentía mal y quise irme a desayunar en lugar de entrar a primera hora. Era sábado, y me sentía más dispuesto a pasarme la mañana descansando que otra cosa. Cuando por fin tuve ánimos de acudir a la universidad, me detuvieron en la entrada. Mi temperatura era muy alta, así que me mandaron a la enfermería. Ahí me recetaron paracetamol y poco más, y me dieron tres días de descanso.
El lunes me encontraba ya en el hospital. Padecí la Influenza AH1N1 durante cinco días, y sus consecuencias durante más de un mes. Fue la primera vez en que sentí esa posibilidad de simplemente esfumarme. La pulmonía me golpeaba con todo y yo pensaba en que el Tamiflú quizá podría darme unos cuantos días más. Al final, por supuesto, no me morí ni tuve algún otro daño permanente provocado por la Influenza, aunque me costó un par de meses volver a tener energías, no marearme, respirar con normalidad.
Tampoco se quedó conmigo el miedo. Cuando la posibilidad de que el “coronavirus” llegara a México se hizo real, no quise volver a esa sensación de paranoia absoluta. Además, según decían los reportes de la OMS, la enfermedad provocada por este particular coronavirus, el SARS-CoV-2, llamada COVID 19, se parecía tan sólo a un resfriado. No parecía tan grave. ¿Para qué estallar en pánico?
El arribo del virus, sin embargo, fue muy rápido. El primer caso en el país fue detectado el 27 de febrero de 20201. Y la suspensión inmediata de actividades no esenciales en todos los sectores se instauró del 30 de marzo al 30 de abril, a pesar de que la SEP previno la asistencia a clases desde el 23 de marzo, y en algunas entidades como Tlaxcala, se aprovechó el puente del lunes 16, en conmemoración del 21 de marzo, natalicio de Benito Juárez, conectando con las vacaciones extendidas debido a la grave situación que parecía avecinarse sobre el país.2
La medida parecía ajustada. Eficaz. Una temprana reacción suspendiendo clases, además de medidas para mandar a los trabajadores a sus casas. Trabajo remoto. Hola, Zoom, Google Meet, Skype y demás plataformas que se unirían a las medidas provisionales. Todos lo recordamos. Parecía algo pasajero, e incluso emocionante.
Daba un taller de cuento de terror en ese entonces. Me aliviaba. Todavía di un par de sesiones durante marzo. El 2019 había sido muy duro conmigo, y pensaba que el siguiente año se convertiría en una especie de esperanza. Me estaba dando la oportunidad de hacer lo que más me gustaba además de escribir: hablar de terror, de cuento, revisar textos. Unas semanas más. Y cuando fue bastante obvio que seguir implicaba un riesgo para todos, me detuve, y abracé aquel “asueto”. Creí que el periodo de emergencia se convertiría en un momento de descanso para mí. Tenía tiempo de leer, de escribir, de pasármela bien en casa con mi perro. ¿Qué más podía desear? La enfermedad, aunque altamente contagiosa, no parecía grave.
Durante poco más de un mes, vi cómo llegaba el virus a cada rincón de México, e incluso de Tlaxcala, mi estado, el lugar inexistente (ese mal chiste que un elevado número de mexicanos suele repetir como si encontrara, oh, qué originales, el nivel más alto de hilaridad geográfico-cultural)3. En casa no leí más, no escribí más, ni siquiera vi muchas películas. No hacía nada en esas vacaciones gozosas, que no me supieron a nada. No dolía, por supuesto, apenas parecía algo similar a una ensoñación. Pero me daba gracia. En enero sufrí un secuestro, en el que nos llevaron a mí y a otros tres colegas, trabajadores de la empresa en la que era empleado, por el monte. ¿La intención? Robarse la camioneta para, con ella, asaltar a un tráiler cargado de mercancía. La zona donde ocurrió se le conoce como el triángulo rojo, localizado entre los límites de Puebla y Veracruz, cerca de la caseta de Esperanza.
Después de andar dando tumbos, encañonados durante todo el trayecto, y mover algunos blocs cerca de una iglesia que estaba en la cima de aquel lugar, nos dejaron ir, golpeados y asustados, sin nada. Sobrevivimos, ¿y para qué? ¿Para terminar entubados en un hospital, inconscientes? A veces, las cosas pueden ponerse mucho peor.
En México, a pesar de todo, no parecía demasiado grave, a pesar de que la curva no hacía más que crecer. A finales de abril, había casi 18,000 casos positivos, acumulados, por Covid, y cerca de 1700 muertos. Aun así, no vivíamos la pesadilla de los cadáveres siendo apilados en las calles de Guayaquil, en Ecuador. ¿Qué significaba entonces la pandemia, el Covid-19?
Abril del 2020, quizás, es demasiado pronto, o no. Las crisis, olas, momentos terribles aún llegan a un país en el que parecía que zoom y lo virtual sería un simple divertimento, algo que pasaría pronto, en unos cuantos meses.
Los reportes del Dr. Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud del Gobierno de México, máxima figura de control de la Pandemia, extendían el periodo en que las clases se reanudarían y la pandemia terminaría. Un mes. El siguiente mes. El siguiente. Había cierta esperanza, hasta que la mayoría terminó por darse cuenta de que esto no iba a acabar. Bastaba con leer las breves notas donde se hablaba de estudios y modelos de la pandemia: podría terminar hacia 20244. Justo hoy estamos en marzo de 2022, “conmemorando” dos años del inicio de la pandemia global, y pese a que hemos descendido desde la cuarta ola de contagios (si es que es realmente tal su número, aunque las estadísticas confirmarían que sí5), la pandemia aún no ha terminado. Sigo saliendo, y la mayoría de nosotros lo hace, con cubrebocas. En el caso de Tlaxcala, muestro mi comprobante de vacunación al entrar a alguna tienda departamental, y me tomo la temperatura en termómetros que registran menos de 35 grados mientras se hace la pantomima de lanzarte algún desinfectante que, por supuesto, no está diseñado para eliminar un virus que apenas entendemos.
La situación es absurda, pero la aceptamos, la acepto.
Ir al restaurante es una de las cosas más extrañas e ilógicas que existen. Uno lleva el cubrebocas en lo que encuentra su mesa, y se lo quita cuando va a comer. Como si el virus se desactivara al momento de sentarse; lo mismo ocurre en el cine. ¿La respuesta? “Sanitización”, cubrebocas, jergas con cloro y gel, mucho gel antibacterial. ¿Funciona? ¿Algo de todo esto realmente funciona?
Me contagié de Covid-19 a finales de diciembre del 2020. Pasé año nuevo en casa, aislado, como muchos otros también lo estuvieron. Me dolió no ver a mi familia, pero no estaba dispuesto a hacerles correr riesgo alguno. ¿Qué había hecho mal? Había reducido mis interacciones todo lo posible. Lo único que hacía era ir del trabajo a casa. Comprar verduras, carne, pasar al supermercado por alguna cosa, llevar a mi perro a su baño, pasearlo utilizando cubrebocas. ¿En qué momento me contagié? En el trabajo, con algún descuido, comprando zanahorias.
Fui asintomático. Suelo visitar a mi mamá y a mi hermano. Mi mamá también estaba contagiada. Pero al menos pareció llevarlo mucho mejor que yo, y mi hermano, por suerte, no se infectó. Un alivio, al menos, después de tanta mala suerte.
Enero, y la posibilidad de que las cosas cambien. 2021. Este año será distinto. Sigo trabajando una vez me han dado de alta. Ningún problema, hasta hacía ejercicio en casa. Poco después, sin embargo, empecé a sentir que me dolían mucho las rodillas, los hombros, las plantas de los pies. ¿Por qué me sentía así? Poco a poco, empezó a empeorar. Para principios de marzo ya estaba siendo atendido de nuevo, y por primera vez escuchaba sobre un “síndrome”, una enfermedad, o quién demonios sabía qué era, llamada Post-Covid, o Long-Covid, Covid Persistente. Al parecer, yo lo sufría. No era tan grave. Desinflamatorios.
Sin resultados. ¿La siguiente línea? Esteroides. Todo bien. De vuelta al trabajo, a la vida monótona de la que trataba de salir. Poco después, sufrí un ataque de ansiedad. Apenas pude salir de casa y pedir ayuda. Llegué al doctor con la presión altísima y el corazón saliéndose de mi pecho. Casi podía verlo a través de la playera, aunque es un decir. Lo que veía era mi pecho diciéndome, hey, aún hay más. Y lo había. Después de una visita a una internista, suspendí los esteroides. Al parecer eso me provocaban. Nuevo medicamento, complejo B. Entonces llegó el dolor, el verdadero, en cada una de mis articulaciones, el que me impedía siquiera agacharme para amarrar mis agujetas, el que me hacía gritar de dolor cada vez que tenía que ponerme los calcetines. Y no había un descanso. No podía dormir. La espalda me ardía, sufría espasmos en la zona de los riñones, y mis hombros no aguantaban el que pudiera girarme para dormir de lado, como siempre lo había hecho.
Sí, las cosas pueden ponerse mucho peor.
El 2021 se convirtió para mí en el verdadero rostro del Covid-19. No lo podía creer. Daba gracia. Me había separado de mi esposa en 2019, me secuestraron en 2020, y comencé el divorcio en ese mismo año porque, después de sufrir una experiencia como aquella, tuve claro que olvidarme de cualquier pelea con quien fuera mi pareja era lo más sensato. Además, todo lo anterior, los problemas, las fallas, el dolor, nada de eso importaba ya. Casi me moría, las cosas siempre podían empeorar. Y, repito, lo hicieron. Cerré 2020 con un contagio, e inicié 2021 con una de las peores enfermedades que he sufrido en mi vida. La conocí durante meses como post-covid, aunque fuera un reumatólogo quien por fin pudiera darme una respuesta, una no del todo saludable: metotrexate.
La verdadera cara del Covid la tuve frente a mí, y no hice más que descubrir sus rasgos, sus pequeños detalles, los lunares, las marcas y espinillas, con el pasar de los meses. Y lo pienso: no debería estar aquí, así como no lo están algunos amigos que murieron (te seguimos extrañando, Paco Haghenbeck) por el coronavirus, como mi tío materno, Alfredo; mi abuela, Rosamaría; mi abuelo, Miguel Ángel. Ni siquiera pude ir a despedirme. ¿Qué caso, además, estar sin estar, ser como estorbo?
Otra respuesta, un cliché. Me salvó del dolor el metotrexate, sí, y el deflazacort, el dolobedoyecta, la gabapentina. Y, más que otra cosa, el escribir. Escribir, leer lo que había hecho y corregir. Porque tuve una oportunidad que no tuvo nadie más, ni mis amigos ni mis abuelos ni mi tío: seguí escribiendo porque un libro se publicaría en ese fatídico 2021, y además es un libro al que le he puesto el alma desde que lo empecé, apenas como una idea, allá por 2016.
¿Por qué cuento todo esto? ¿Acaso importa relatar aquí cuántas veces pensé en morirme, en soltar todo y simplemente dejarme ir bajo esa manta de absoluta oscuridad? ¿De qué le sirve a quien lea esto el saber que me detenía mi perro, que quería seguir estando para él, porque él, sólo él era mi responsabilidad? Porque mi hermano tiene a mamá, porque papá tiene a su familia, pero mi mascota no tiene a nadie más que a mí. Y escribía porque quería dejar algo antes de irme. Sólo déjame terminar este libro, esta novela y estos cuentos, y entonces, ahora sí, puedes venir por mí, oh, dulce compañera.
Mi enfermedad ya no se llama Post-Covid, ahora tiene otro nombre: Artritis Reumatoide Tipo II, acompañada por Síndrome de Sjögren. La explicación es que ya estaba en mí, que era latente este padecimiento autoinmune, y el Covid lo sacó a la luz. Quizá, después de todo, debería agradecerle. Me ha enseñado a escribir, aunque quizá no se note en este texto, acompañado de demasiadas cosas personales que no sé cómo canalizar, cómo ir dejando una detrás de otra. Me ha enseñado a permanecer, y a leer también. Porque durante meses me fue imposible, o casi, leer demasiado. Me había metido a una maestría, y ninguno de los textos se quedaban en mí, no eran más que agua, y ni siquiera me refrescaban.
Tan sólo había una pregunta, ¿qué haré cuando todo esto acabe, cuando se termine mi enfermedad, esta condición? Qué haré. Pero nunca terminó. Es la propia epidemia de mi cuerpo. Y aún debo aprender, quizás hasta que esté muy cansado y pueda extraer alguna otra enseñanza. ¿Por qué sigo aquí? No me hago muchas ilusiones. Por pura buena y mala suerte. Pero al menos sí sé algo, y tal vez por lo mismo es que me ha dejado de importar el obtener un grado académico, o ser un experto o tener cualquier cosa banal que pensaba me haría sentir mejor. Lo que sé es una vieja enseñanza que también encontró Bradbury, en una situación mucho más gentil.
En El hombre ilustrado, el autor de Illinois dice que un amigo suyo, camarero de un bar cerca de la Torre Eiffel, le confesó cuál era su ritmo de vida: trabajaba durante diez, once, catorce horas seguidas, y luego salía y se iba a bailar, durante otras cinco, hasta que llegaba a su cama, y de vuelta. ¿Cómo lo haces?, le preguntó el escritor, y el camarero le aseguró que dormir es como estar muerto, y que bailaba para no estarlo. Bradbury se dio cuenta de que escribía todo el tiempo, a cualquier hora, justo para eso, para no estar muerto. Y yo sólo puedo decir, decirte, lector paciente (in extremis) que, con toda humildad, entiendo justo eso mismo que puso Bradbury al inicio de uno de sus libros más hermosos, y por eso me he dedicado a colocar palabras, una tras otra, una tras otra, y contar así algo mío, con la adusta excusa de la conmemoración por el inicio de la pandemia por el Covid-19, en la que ahora sumamos en México 5 millones y medio de contagiados, en total, y más de 334 mil defunciones6; y a nivel global unos 446 millones de contagios y 5.9 millones de decesos7. Porque esta es mi manera, y me disculpo rotundamente, de esquivar a la muerte. Que te sea agradable, y que tú también la encuentres.
- https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC7250750/#:~:text=Antecedentes,(9%2C67%25)%20fallecidos.
- https://www.jornada.com.mx/ultimas/sociedad/2020/03/16/publica-dof-acuerdo-de-suspension-de-clases-a-nivel-nacional-por-covid-19-5707.html
- Una crónica mía habla sobre los primeros días de la enfermedad en Tlaxcala, publicada primero en el portal de Tierra Adentro, y luego en el libro Covid- 19. Narrativa joven sobre, desde y contra la pandemia (FCE/Tierra Adentro, 2021). https://www.fondodeculturaeconomica.com/Ficha/9786071671172/F
- https://science.sciencemag.org/content/early/2020/04/14/science.abb5793
- Basta darse una vuelta por https://datos.covid-19.conacyt.mx/ o por Google Statistics.
- https://datos.covid-19.conacyt.mx/
- https://es.statista.com/estadisticas/1107719/covid19-numero-de-muertes-a-nivel-mundial-por-region/