SOLICITUD DE CANONIZACIÓN DE VÍCTOR JARAMILLO
“La madurez de una vida, como la madurez del día, no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía, en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera antes de empezar un descenso que es, al mismo tiempo, un regreso”, escribió Xavier Villaurrutia sobre Ramón López Velarde: poetas cortados por la misma tijera que podó sus vidas, pero también sus obras. Hoy podemos leer la poesía de los dos —la vida escrita ahí— como una antología portátil y no como el primero de varios tumbaburros. Tal impresión, aunque así lo parezca, no estriba en la temprana muerte de estos autores: los primeros libros ya lucían la plenitud sin titubeos de los restantes. La muerte no vino más que a corroborar el descuido de las ediciones póstumas. Concluye Villaurrutia: “Desaparecido en el mediodía de su vida, la muerte no vino a derribar esperanzas ni a segar promesas en flor, porque (…) López Velarde había realizado ya las primeras y cumplido las segundas. Su viaje fue el perfecto viaje sin regreso”.
Víctor Jaramillo Cruz (1973-2022) falleció en Mérida, Yucatán, a la vuelta relámpago de un viaje a Brasil que había realizado junto con su esposo, el poeta Juan Carlos Bautista. Un periplo digno de su vida nómada: desde Puerto Progreso —donde vivían hasta nuevo aviso— viajaron a Cancún para, de ahí, pasar las fiestas navideñas en São Paulo y Río de Janeiro. Pero el descenso había comenzado aún antes del despegue. Entre el aire acondicionado del avión y los días de traslado y espera, una bacteria encontró el mejor huésped posible en el anfitrión más generoso que jamás conocí. A su retorno —maléfico por obviedad—, la pareja tomó el coche rumbo a Mérida, de donde Víctor ya no pudo volver —o, mejor dicho, desde donde emprendió el último y “perfecto viaje sin regreso”.
Lo conocí en 2003 durante la presentación de Bestial, el tercer y extraordinario libro de poemas de Bautista. Alguna vez, entre brindis y lágrimas de carcajada, le confesé al propio Víctor la extrañeza (incluso el desagrado) que sentí al conocerlo. Era mi némesis, todo lo que yo —joven y obeso poeta homosexual, nostálgico de la muerte y la culpa— odiaba hasta la envidia: un ingenio más rápido que su conciencia, un don de gentes al mismo tiempo visceral y espiritual, un humor que llamaría “negro” de no ser tan luminoso, la picardía en la punta de una lengua que sabía transformar el veneno en oro y la maldad en vino. Y guapo, para colmo. Morenazo de un fuego que siempre reunía a tribus fascinadas. Cómo ser el amigo de alguien que, con éxito y sin apego, había pasado por los más variados oficios: el activismo estudiantil, las artes visuales, el cine y el negocio restaurantero —tal y como después crearía, junto a Bautista, espacios míticos de la comunidad LGBTIQ+ en la Ciudad de México—. Y todo ello sin inmutarse, con el impulso que una y otra vez lo hizo cambiar de residencia e intereses. Yo aspiraba al decoro, a la inmovilidad, a la tragedia amorosa y a la calma chicha; Víctor, a la incorreción, al desplazamiento, al mejor de los desmadres y a la paz que le sigue, a la comedia sexual de una noche sí y otra también. Yo era un manojo de miedos e inseguridades; Víctor, un ramo de flores frescas y exóticas que combinaban con los estampados de sus camisas, el tono de sus cocteles y los pájaros pintados de su porcelana. Yo tenía prioridades porque aún no trabajaba. Víctor tenía inquietudes porque ya era libre.
Todo le causaba asombro y avidez: lo mismo se zambullía en Zweig, Casanova, Gibbon, Lem y López Austin que agotaba el periodo neoclásico de Stravinsky y el agogó de Pérez Prado; lo mismo improvisaba estampas del arte mesoamericano que de física teórica; lo mismo rescataba murales olvidados que amigos en desgracia o colibríes heridos. El Pollo —como lo llamábamos sus cortesanos— era un alma todoterreno que, fiel a su mote, no sabía estarse quieta en el gallinero del mundo. Con aquella curiosidad en forma de provocaciones, chistes, paradojas, enredos o epigramas automáticos, tiraba por igual las defensas de políticos y escritores, de machines y locas, de inseguros y arrogantes. Yo no fui la excepción. Una noche, mientras debatíamos sobre la mejor intérprete de Agustín Lara (Toña la Negra o Amparo Montes), El Pollo zanjó así la discusión: “Ni tú ni yo: fue la propia Agustina. Flaca de voz pero correosa al piano. Y esa cara cortada de maleante, cómo calentaba a María Félix. No sé quién salió más rayado de los dos”. Fue el primer ataque de risa con que Víctor selló nuestra amistad y me introdujo en las artes —circenses, cachondas, adivinatorias, fiesteras— de su conversación.
Porque la amistad con El Pollo tenía su sede en la carpa, el cuarto oscuro, el oráculo y el antro de su charla. No platicábamos para intercambiar puntos de vista sino para construir bombas caseras del sentido. Por encima de otras virtudes, Víctor ponderaba el delirio, la inmadurez y el escándalo. Quizá por ello amaba a Borges, aunque difícilmente lo hubiera invitado a cenar como lo hizo Bioy. Ante cualquier asomo heteropatriarcal —pudor, formalidad, retórica, predominancia—, volvía la cabeza hacia los bichos raros o “estuches de minorías”, en palabras de Bautista. Con ellos ensayaba nuevas sensibilidades, nuevos lugares comunes, nuevos gritos de independencia. Y ocurrían milagros: de pronto, dejábamos atrás “el lado moridor”, esa tristísima profundidad de campo con que la cultura oficial define a las inteligencias. Perdíamos el miedo a la ternura, al deseo, al desatino y a la cursilería. Éramos ya las preciosas ridículas que llevaban su evangelio fucsia, su ministerio de amor chacal, a todas partes.
De ahí esta solicitud. “Por la presente tengo a bien dirigirme a usted”, escribió Virgilio Piñera en uno de los poemas favoritos de El Pollo, “para solicitar una plaza de santa laica / en la Iglesia del Amor”. El cubano lo dedicó a Rosa Cagí —“Rosa la genuflexa”, mártir de las pasiones—, pero hoy la solicito para Víctor Jaramillo Cruz, sal de la vida y sol de medianoche, terror de los mustios, casa de citas de los bienaventurados. Firmo mi petición a nombre de estos exvotos de carne y hueso, antes de perder la cabeza y de volver a hallarla ahí, donde la habíamos dejado en paz. El corazón, menos roto por incrédulo, aún no regresa de su largo viaje.