Un montón de fantasmas: meditaciones en torno a Adela Fernández
Si bien la buena prosa suele ser antítesis del habla, la narrativa recurre a menudo a la oralidad para dárselas de natural o auténtica. El estilo es casi siempre una meditada fabricación. El habla, por el contrario, aspira a la espontaneidad inspirada. Sin embargo, hasta el habla más auténtica debe pasar, paradójicamente, por el tamiz del estilo.
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el universo rulfiano, del que nos dice Juan Villoro:
Ningún campesino ha hablado como personaje de Rulfo, pero pocos diálogos parecen tan genuinos como los [suyos]. Este espejismo de naturalidad depende de numerosos recursos: el reciclaje de arcaísmos […], la poesía dicha por error […] y las tautologías casi metafísicas […].
En las cursivas está la clave para asir la paradoja del habla como recurso narrativo: los narradores no pueden darse el lujo de errar para bien. Es cierto que se les da el hallazgo poético, aunque esto es más una falla en el sistema que un posible sistema de trabajo. Ninguna creación puede sostenerse en equívocos afortunados.
La musa tampoco tiene vocación de profesora de primaria, jamás llega para corregir las omisiones del escritor; este debe hacerse a la idea de que no se crea por arte de magia sino mediante el dominio de la ilusión. El espejismo como método ilustra bien este punto: del mismo modo en que el humo y los espejos engatusan al público, así opera el habla; a través de ella, el escritor oculta o desaparece algo bajo nuestras narices —y, si podemos desmontar el artilugio, reducirlo a sus partes, encontraremos la posibilidad de vernos reflejados ahí—.
En sus cuentos, Adela Fernández se nos revela como una ilusionista mayor. Mediante voces en apariencia cristalinas y diálogos revestidos de maliciosa naturalidad, nos confronta con el tabú: la verdad en su más incómoda forma.
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En el cuento “El montón”, la voz cantante es la de un niño con un propósito a la altura de los mitos griegos. Así lo confiesa él mismo: “Pienso matar al cabrón de mi padre”.
Mediante un ejemplar primer párrafo, Fernández construye una escena elíptica en la que despliega los símbolos precisos para presentarnos una niñez despojada de inocencia:
Rodó la canica por tierra, cruzó el círculo trazado con una vara, pasó de largo sin caer en el hoyo. Al hincarme se me rompieron los pantalones a la altura de la rodilla. ¡Pelas! Ya me debes tres canicas. [El Grillo] me preguntó qué quiero ser cuando llegue a grande. Encarcelado, le dije. Me corrigió: carcelero. No, encarcelado, reafirmé; pienso matar al cabrón de mi padre.
Pero la inocencia se ha perdido por partida doble: junto con la del narrador, desaparece la del lector. Ahora que este sabe lo que se propone aquel niño, no puede dar marcha atrás. Se descubre atado y apuntado con una linterna; bajo esa luz delatora, hace una confesión a modo de interrogante tartamudeo: ¿quién no fantaseó al menos una vez con matar a su padre?
La tradición inaugurada por Zeus —librarse del progenitor— es bastante socorrida entre escritores. Para exorcizarlo como a un espíritu o para echarlo abajo como a un monumento, se escribe desde, sobre, hacia y para él.
Le escribe Kafka una carta en que echa en cara las descalificaciones y desplantes de toda una vida.
Lo revive, defectivo y complejo, Carver, en un ensayo donde consigna el mejor consejo que llegó a darle: “Escribe sobre lo que sabes”.
Lo invoca Auster para dimensionarlo en tanto “hombre invisible”.
Pero la obsesión trasciende la realidad y los géneros. En la novelística abundan también las figuras paternas imperfectas. El negligente Mr. Bennet. El redimido Jean Valjean. El atormentado Humbert Humbert. En nuestra literatura, el progenitor más cuestionable de todos es Pedro Páramo, “un rencor vivo”.
A propósito de padres fantasmales, el de Juan Rulfo deambula entre las líneas de “Diles que no me maten”: al igual que al Guadalupe Terreros del cuento, al padre de Rulfo lo asesinaron en una pelea de tierras. Según cuentan los hermanos del autor, “la bala entró por la nuca y salió por la punta de la nariz, eso ocurrió el 23 de junio de 1923 y al asesino jamás lo detuvieron”. Es llamativo que, en la ficción, acontece justamente lo contrario: el asesino Juvencio Nava se encuentra preso y próximo a ser ajusticiado.
Rulfo, al igual que Carver, escribe sobre lo que sabe. Y parece efectuar no ya una justicia poética, sino una revancha estilística. La ficción se hermana con la realidad. El cuento deviene recuento.
En las escasas entrevistas que dio Adela Fernández, los entrevistadores apuntaban las preguntas no a ella ni a su obra cuentística, sino a su difunto padre —el cineasta Emilio “El Indio” Fernández—. Adela, antes que ofendida, se mostraba feliz de hablar de él y, con una ternura encarnizada, lo describió así: “[Un macho-macho] bien joto porque era de una pulcritud […], olía a bombón, a chocolatito […]. Solo una vez me golpeó, porque él no golpeaba: él mataba […]. Creía en sus ideales [revolucionarios] y lo demás no importaba; ahí estuvo lo malo: que lo demás no importó”.
Mención aparte merece cierto recuerdo que Adela rescata de sus primeros años y que definió como “un gesto de ternura y amorosidad”: ella sentada en una silla, y su padre cebando a un gallo de pelea al tiempo que alimenta a la pequeña Adela, dándole a ambos trozos de carne sumergidos en mezcal o tequila: “Un trozo para el gallo, otro para mí; carne cruda, bien enchilada. Fuego en la boca”.
La escena de la hija nutrida por su padre cobra especial importancia si la contraponemos al episodio en que Zeus emetiza a Cronos para forzarlo a devolver los hijos devorados: el panteón olímpico en pleno. Se trata de una operación análoga a la que realiza el escritor cuando se aproxima a la figura paterna mediante la escritura: sustraerle alguna verdad, o bien, sacarle la sopa.
Dejar atrás al padre es, nunca mejor dicho, una tarea titánica.
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El padre que Adela Fernández nos presenta en “El montón” no tiene nombre. Se le refiere únicamente como “el cabrón” y se le adjudica una “voz aguardentosa” y una “barriga desparramada”. La ebriedad es su estado natural, y el abuso, su único modo de relacionarse con los otros. Así condensa el narrador del cuento la relación que tienen él y sus hermanos con aquel:
… mamá lava la ropa, el cabrón ronca; el vidrio encajado en el pie mugroso de Roberto, el cabrón arroja un escupitajo; Jacinta se baña a cubetadas ahí tras la cortina, el cabrón la perturba, le pellizca los pezones y la acosa, ella corre desnuda, chorreando agua y miedo por toda la casa, huye, cruza la vecindad y se refugia en el cuarto de la tamalera; la chamarra roja del cabrón colgada siempre; las várices de mamá a punto de reventar; las borracheras, la caída del cabrón sobre la olla de frijoles, su espalda ardida, pequeñas manos y bocas de todos recogiendo los frijoles del suelo para comerlos […]; mamá toda golpeada, el agua hervida con su chorrito de alcohol, Malena curándola del aborto provocado por la golpiza, los trapos sanguinolentos; un niño nuevo siempre en casa; las bocas gritando, hoyos de hambre […]; el cabrón revolcándose con mi madre a la fuerza […]; mi madre con las piernas vendadas.
La anáfora se torna lista de motivos para el crimen. El cabrón merece la muerte, decide el narrador, e inmediatamente después del inventario de abusos se dispone a consumar su plan: “Agarré las tijeras, me deslicé hasta el cabrón y se las encajé con furia […]. Se acabó, mamacita, ya acabé con el cabrón de mi padre”.
Quizá, al igual que Rulfo en “Diles que no maten”, Adela Fernández efectúa un recuento propio en “El montón”. Hermana la ficción con la realidad, no a fin de ventilar alguna verdad escandalosa sobre su niñez —Adela siempre estuvo en buenos términos con su [famoso] padre—, sino para traer a la luz una belleza infantil que de otro modo quedaría relegada al olvido. La escritura de ficción es una lente que amplifica nuestro interior: si Fernández conoció horrores que luego infló en el cuento, sin duda conoció también buenos momentos a los que dio sobrerrelieve en su narrativa.
Pasajes como los siguientes destellan con mayor luz entre la suciedad del relato:
En la refresquería junté muchas corcholatas, me las eché en los bolsillos y me puse a correr para oír su ruido, de esa manera ya no escuchaba las voces que traigo siempre en la cabeza.
[…]
Lupita estaba acostada en la cama […]. Ahí estaba, balbuceante, se enflaquecía. Yo podía oír ese ruidito de las carnes cuando se enjutan, tan parecido al de las cosas inútiles arrumbadas en el basurero, vulnerables al perder su color, crujiente. A eso sonaba Lupita.
[…]
Mamá y yo nos pusimos a platicar de cosas que nos parecían bonitas, que si el rosal de doña Amada se había logrado, que si a Josefina la tuerta le habían traído un niño Dios a vestirlo y las telas eran muy finas, que la niña de Remedios siempre no se llegó a morir y ahora hasta sonreía, que la abuelita de la Petra pintó su silla de blanco, que esto, que aquello, todo lo decíamos con un entusiasmo sacado de los huesos, mientras ella alisaba la ropa con plancha de carbón.
[…]
Las arañas lloran en forma horripilante, tan quedito que los hombres no las oyen, solo algunos como yo y Bernardo el pajarero. Es insoportable y lastimoso, sobre todo cuando lloran de amor y desesperadas se comen su propia tela […] dejando boquetes para asomarse por ellos en soledad.
Llama la atención el énfasis que hace el narrador de Adela en el sonido. Sus preocupaciones parecen ser poéticas antes que narrativas: el oído es el sentido que comanda la estética del relato.
“El montón” nos recuerda que se pierden la inocencia y la fe; a cambio, como único y brutal consuelo, se encontrará algo de poesía.
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En otra entrevista, Adela rememora cierta temporada en que su padre hospedó a Juan Rulfo: “[Lo] traté mucho aquí en la casa. Yo lo cuidaba porque mi papá lo regañaba y a mí [Rulfo] me parecía muy frágil, muy susceptible, muy sensible”.
No abunda sobre la dinámica de su relación. Pero se intuye que hubo cercanía y que esta fue significativa para Adela, habida cuenta de otro episodio: cuando ella se integró al Instituto Nacional Indigenista, le tocó en suerte desempañarse bajo las órdenes de Rulfo, quien ni por error tuvo para ella un gesto de afecto. “Me daba la espalda —dice Adela— y no me dejaba hablar de mis recuerdos sobre él. ¿Por qué razón? No sé”.
“Un día fui a Bellas Artes y estaban velando a alguien —cuenta en otro momento—. Entro y me encuentro en la orilla a Juan [Rulfo] y le digo: ‘Maestro, ¿quién se murió?’. ‘No sé —le responde Rulfo¾, eso te iba a preguntar, Adelita’”.
Ella entonces se cuela entre la gente a fin de averiguar quién es el difunto y se topa de pronto con la secretaria de Rulfo, quien entre lágrimas le dice: “Se nos murió el Maestro”. “¿Cuál Maestro?”, le pregunta Adela. “Pues Juan Rulfo”.
El inventor de fantasmas no pudo evitar convertirse en uno. Se cierra el círculo, aparentemente.
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Quien no se muere es el cabrón del cuento: poco después del atentado, el narrador se lo encuentra peor que vivo, “mirando con rabia de demonio”. Al borde del llanto, el niño le confiesa el móvil del malogrado crimen. “Lo quería muerto para que ya no tocara a mi mamá”. El cabrón refuerza su reputación:
¿Crees que te voy a pasar esta carajada? Conque no te gusta que yo me coja a tu mamá. […] ¡Antonia, desnúdate y acuéstate! […] Para que lo veas todo muy bien y entiendas que lo seguiré haciendo cuando me dé la gana, por encima de ti y de este montón. […] Cerré los ojos. Sentí un bofetón. Ábralos bien y vea. El Papi, el Rey hacía lo de siempre.
Cronos ha derrotado a Zeus. El tiempo se torna instrumento de tortura. El ciclo va a repetirse una y otra vez, parece decirnos Adela, con un último párrafo que alude al primero:
Rueda la canica por tierra, cruza el círculo trazado con una vara, pasa de largo sin caer en el hoyo. “¡Perdiste!”. Oye, ¿y por qué quieres matar a tu padre? […] Se me quitaron las ganas de seguir jugando. Por eso me vine aquí, a ver pasar el ferrocarril, a pensar en los bultos, a imaginarme que el cabrón ya está empaquetado.
Igual que la canica, el relato de Adela Fernández se nos revela esférico, en el mismo sentido que daba Cortázar a aquellos cuentos “más memorables o perdurables” que se cierran sobre sí mismos “de una manera fatal”:
El cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él.
Bibliografía
Adela Fernández, Cuentos Reunidos. México: FCE, 2022.
Juan Villoro, Lección de Arena, Pedro Páramo: Efectos Personales. México: Era, 2000.
Julio Cortázar, Clases de Literatura, Berkeley, 1980. México: Alfaguara, 2013.
Otras fuentes
David Marcial Pérez, “El Jalisco agonizante de Juan Rulfo” para El País, 2017: elpais.com/cultura/2017/05/15/actualidad/1494861424_060911.html.