Un instante sin historia: conversación con Camilo Vicente Ovalle sobre Tiempo suspendido
El 10 de junio de 1971, estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Politécnico Nacional, principalmente, salieron a las calles en solidaridad con la huelga de la Universidad Autónoma de Nuevo León. La concentración se dio en los alrededores del metro Normal, de la Ciudad de México, para marchar hacia el Zócalo. La lucha de la UANL era, principalmente, porque a principios de ese año se pretendía suprimir su autonomía, por ello, sus estudiantes salieron a protestar, y las universidades capitalinas organizaron la marcha como muestra de apoyo. La respuesta del gobierno del infame Luis Echeverría Álvarez, así como de los funcionarios Alfonso Martínez Domínguez, regente de la Ciudad, y Rogelio Flores Curiel, jefe de la policía capitalina, fue brutal. Sin embargo, no sólo éstos últimos serían recompensados, puesto que un par de años después del Jueves de Corpus llegarían a ser gobernadores de Nuevo León y Nayarit, respectivamente, sino que el Estado —Echeverría— no admitiría su participación.
Los Halcones fueron un grupo paramilitar creado en la década de los sesenta para sostener, mediante la represión, el endeble sistema político mexicano. Los implicados en este grupo, pese a ser varios, han permanecido sin castigo, aunque señalados. Alfonso Corona del Rosal, Manuel Díaz Escobar, Carlos Humberto Bermúdez, Wilfrido Castro Contreras o Eliud Casiano Bello —quien fuera director de Limpia y Transporte del Departamento del Distrito Federal, instancia que abastecía de reclutas al grupo paramilitar— son algunos de los nombres que junto a los ataques a manifestaciones sociales combatieron también la insurgencia de la década de los setenta.
No obstante, la importancia histórica del 10 de junio, así como del 2 de octubre, se tienen que considerar los distintos procesos históricos que se sucedieron después de la institucionalización de la Revolución, en las primeras décadas del siglo veinte, y hasta las convulsas décadas de los gobiernos de Díaz Ordaz y del ya mencionado Echeverría, en los cuales se suscitaría uno de los fenómenos más vergonzantes de la historia reciente mexicana: la desaparición forzada. Ésta, junto a la “guerra sucia” que combatiría a la insurgencia que se dio en el interior de la república, son las líneas de investigación de Camilo Vicente Ovalle, doctor en Historia por la UNAM y autor de Tiempo suspendido. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980, quien conversa para Tierra Adentro a propósito de las violencias de estado y el devenir político de los distintos fenómenos que se han suscitado desde la emergencia y la militancia.
¿Cómo se inicia el proceso de escritura de Tiempo suspendido? ¿Cómo es que esta investigación encontró su curso?
La investigación social, y particularmente de historia, usualmente parten de un impulso personal y también un impulso vital intelectual. Yo crecí muy familiarizado con el tema de la desaparición forzada, porque del pueblo donde soy, Juchitán, Oaxaca, en la época en la que yo crecí, que era niño, hubo varios casos de desaparición forzada de, incluso, padres de amistades muy cercanas. Y mi propia madre y mi propio padre. Ellos también fueron desaparecidos de manera transitoria. Ellos fueron detenidos en 1983, fueron desaparecidos de manera transitoria y volvieron a liberarlos. Entonces, desde muy chico estoy cercano al tema, pero lo interesante es que nunca se me presentó como un problema que tuviera que resolver; era más bien casi un dato de la existencia. Es decir, tenía amigos que fueron desaparecidos y familiares que vivieron ello; había que lidiar y seguir lidiando con la vida, con los conflictos sociales, con el fenómeno de la desaparición forzada. En mi experiencia personal, se vivió como un costo que nuestros padres y madres decidieron asumir en términos de la lucha que estaban llevando a cabo, porque eran militantes de organizaciones campesinas en Oaxaca. El problema no era la desaparición, sino el pueblo, las injusticias sociales, etcétera. Entonces no me enfrento al tema de la desaparición como un problema académico, ni siquiera como un problema social, porque se asumió ese costo que se pagó o que hubo que pagar.
En mi caso, tuve la fortuna de que mi madre y mi padre aparecieron o fueron liberados, pero siempre estuve muy cerca de lo que significa la desaparición para quien la padece. Cuando comenzó mi formación universitaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, trabajé algunos temas de historia América Latina, y en el servicio social, en el Instituto Mora, la investigadora uruguaya, exiliada en México, Silvia Dutrénit, me empezó a acercar a la experiencia de las represiones políticas en el Cono Sur. De hecho, mi primera investigación fue sobre el caso de familiares de desaparecidos en Uruguay, que fue mi tesis de licenciatura. Es entonces donde caigo en la cuenta de que es una deuda que tenemos pendiente en México, y no solamente es una deuda social, sino incluso personal, porque nunca reconocí ni en mis padres, ni en mis amistades que son hijos de desaparecidos el nivel de violencia que padecieron porque el problema se volvió cotidiano, se normalizó. Mi acercamiento con la experiencia a los familiares de desaparecidos en Uruguay me llevó a cuestionarme sobre esta deuda que existe en México. Hay un impulso personal porque efectivamente hay una deuda que había que cubrir, pero también comienza el recorrido intelectual, ¿cómo cubrimos esa deuda?
En este punto fue un poco más complicado, porque hasta ese momento, en 2008 que comienzo a trabajar en el tema no había mucho trabajo realizado en materia de desapariciones forzadas. Incluso no había tampoco mucho trabajo realizado en materia de las desapariciones actuales. Pareciera que en México llevamos mucho tiempo hablando de violencia, pero no es cierto. En realidad, la reflexión sobre la violencia en México es muy reciente, no más de quince o veinte años, no como una reflexión generalizada; claro, tenemos personajes como Carlos Montemayor, como Pablo González Casanova o como algunas activistas en el caso, por ejemplo, de Ciudad Juárez, que desde los noventa vienen trabajando éste y los temas de violencia de género, pero no era una reflexión general entonces. Con esta reflexión es que se inicia el proceso.
En Tiempo suspendido mencionas un concepto que me llamó poderosamente la atención, que es el de “desaparición forzada transitoria”, en donde la visión a propósito de este fenómeno se trastoca, puesto que uno puede ver que los procesos de violencia del estado no son una sola y tienen distintos caminos.
No soy yo el primero que lo usa, sino la Comisión de la Verdad de Guerrero, entre 2012 y 2014, que por primera vez hablan de aquellos casos que sobreviven a la desaparición. Hay una idea generalizada de que, en México, la desaparición forzada de personas fue mucho menor respecto a lo que sucedió en Argentina o en Guatemala. Y es muy seguro que así lo sea, que haya sido un menor número, pero en realidad tampoco fue tan pequeña. El problema está en que solamente nos habíamos abocado a observar uno de los resultados de la desaparición forzada, que es el desaparecido permanente, el que ya no volvió, el que se quedó ahí, atrapado en ese circuito de la desaparición, pero nunca nos habíamos preguntado por la gente que sufrió la desaparición forzada, pero que la logró sobrevivir, o que cuyo cuerpo fue encontrado en la noche, que murió en la tortura dentro del proceso de desaparición, pero que apareció el cuerpo.
A veces hablo de manera muy fría, por ejemplo, cuando se hablan de quinientos desaparecidos, que era el número que el Comité Eureka había manejado, pero en realidad hubo alrededor de tres mil o cuatro mil personas que fueron víctimas de desaparición forzada transitoria. Entonces es cuando te das cuenta de la magnitud del aparato que operó esa desaparición forzada transitoria, el tamaño de la maquinaria que tuvo que operar para que se pudiera mantener en calidad de desaparecidos en un tiempo prolongado a más de cuatro mil personas. Eso es sólo entre las décadas de los sesenta y de los ochenta, habría que sumarle las de los noventa y las de los años cincuenta. Esto introduce una nueva experiencia, que es la de los sobrevivientes de la desaparición. Yo nunca les había preguntado ni a mi madre ni a mi padre qué fue lo que pasó, cuál fue su experiencia. Lo primero que hace este concepto es introducir una nueva experiencia en nuestro horizonte histórico; lo segundo, es que esa categoría que nos devela la magnitud de la práctica de la desaparición forzada.
¿Cuál es, por decirlo de algún modo, la andadura de este trabajo, más allá de la línea temporal que marca —cuatro décadas— y qué es lo que te llevó a encontrar?
Concebí la investigación no desde el lado de las víctimas, sino desde el Estado. Ahí hay un problema porque, efectivamente, no tenemos muchas fuentes que nos aclaren cómo es que el Estado logró implementar esta práctica de desaparición de manera sistemática y prolongada durante veinte años, de manera constante, entre la década de los sesenta y mediados de los ochenta. Lo que me permitió comprender cómo funcionaba por dentro fue el acercarme con sobrevivientes. ¿A dónde se lo llevaron? ¿Quiénes? ¿Cómo? ¿Qué pasaba una vez que estaban dentro? ¿Qué sucedía? Cuando comencé esta investigación se habían abierto por primera vez los archivos de la Dirección General de Seguridad, lo que me permitió acercarme a cierto tipo de documentación que estaba ahí. El problema principal es cómo le preguntamos al corpus, tanto al testimonio del sobreviviente como a los documentos; porque en el caso de la desaparición, la naturaleza de esta práctica de violencia de Estado es que está destinada o pensada para negarse a sí misma. Es una práctica que está diseñada para no dejar huellas sobre sí misma, para no existir, pero que, sin embargo, las deja, ahí están los sobrevivientes y algunos documentos.
Mi preocupación era saber cómo es que el Estado había implementado esto; no era demostrar que el Estado había sido el malo de esta historia; era explicar cómo es que llegó a hacer eso. Lo que trataba de buscar en los documentos eran esas huellas, no de la maldad, sino de los engranajes burocráticos, esos engranajes administrativos que me fueron mostrando cómo es que se fue articulando esta esta práctica. Con esa mirada, por ejemplo, pude advertir que, al propio Estado, particularmente a las dependencias coercitivas, como al Ejército, a la Secretaría de Gobernación, les costó trabajo poner en orden a todos sus equipos, coordinarse bien. Cuando hablo de esto, algunos dicen que estoy tratando justificar al Estado, pero es que no se trata de buscar al malo de la película, sino entender la trama.
A partir de tu investigación, ¿cómo considerarías los dos grandes paradigmas de la segunda mitad del siglo veinte, es decir, el 2 de octubre del 68 y el 10 de junio de 71?
Las violencias de Estado no se despliegan en seco, por decirlo alguna manera, van acompañadas de un discurso también muy potente. Lo que hace ese discurso es convertir al acto violento en un instante sin historia. Es decir, que el 68 ahora sea la noche del 2 de octubre en la plaza de Tlatelolco, y que el Halconazo sea ese instante del 10 de junio de 1971 es como si toda la historia quedara suspendida o petrificada en esa noche del 2 de octubre o en la tarde noche del 10 de junio, como si esos momentos de violencia hubieran sido momentos únicos de violencia, que a la vez se repiten uno a otro, pero de manera inconexa, sin ningún tipo de circunstancia o de contexto.
Este es uno de los primeros resultados de la propia violencia, de constituir a sus expresiones como instantes sin historia. El 68 no es sólo la masacre, y no sólo porque haya habido acciones, procesos detrás, sino porque la violencia de Estado se desplegó antes y después del 68, y con el 71 es igual. Los 43 ahora son los cuerpos, pero todo lo que sucede alrededor, antes, abajo, arriba, parece que es tragado y se convierte en un instante. ¿Cuál es la historia de ese instante?, que, en esa región de Iguala, antes de los 43 ya habían desaparecido a más de doscientas personas. ¿Qué es lo que nos quiere decir eso?, que, en esa región de Guerrero, en particular, la desaparición forzada ya se había instalado mucho antes que los 43. Ya se había instalado como una forma en las que las violencias se estaban desplegando, era ya una práctica instaurada; esa es la historia, y no la que comienza cuando tomaron los autobuses y salieron rumbo a Iguala. Ese es el instante sin historia.
Hay un despliegue muy complejo de las violencias de Estado durante todo el siglo XX que se van transformando y que no se presentan de la misma manera, y que hay mecanismos que sobreviven, pero que incluso esos mecanismos se van transformando. Hay que comprender que la forma en que se practicó la desaparición forzada ya como un ejercicio de violencia ha estado desde los años treinta. Aunque las técnicas se van refinando, y evidentemente también va cambiando las lógicas de violencia en donde esas técnicas tienen sentido; pero suponemos que todo es igual y que todo se ha hecho de la misma manera siempre, y que solamente estamos viviendo la repetición infinita de estos instantes en donde uno se vuelve la cita del otro. Tenemos que romper con eso para poder explicar las profundidades.
En todo tu trabajo como investigador y activista, y en particular en este libro, ¿cuál serían las preguntas o respuestas que te has encontrado en el proceso?
¿Hemos cambiado como sociedad? No somos la misma sociedad de los años treinta que la de los años sesenta Se ha impuesto una lógica del victimismo en donde aparecemos como una sociedad inerme y pasiva, y creo que estamos muy lejos de ser ese tipo de sociedad. Si no, no tendríamos estas movilizaciones casi de forma de ritual cada año. Las comunidades se organizan para responder a estas violencias para tratar de construir otras formas de existencia. Yo creo que primero hay que reconocernos como una sociedad que se ha transformado y una sociedad que constantemente busca formas de vivir mejor la vida.
Tenemos una violencia muy compleja, una violencia que abruma no sólo por los números, sino por las formas en las que se expresa. Pero también es importante saber que no es la misma violencia que hace cuarenta años; tiene características distintas y tenemos que observar cuáles son esas características, porque si solamente pensamos que hemos vivido durante los últimos cincuenta años en un ejercicio de violencia continua, prácticamente nos estamos condenando a ser incapaces de actuar en contra de ella. Hay que entender qué tipo de violencia es la que estamos padeciendo. El número que se tienen de personas desaparecidas es de casi ochenta y tres mil, pero en ese registro hay distintas lógicas, no todas esas personas que están registradas como desaparecidas obedecen a las mismas lógicas de violencia. Tenemos que identificar esas características para poder atacarlas, porque no es lo mismo aquella mujer que fue desaparecida por la violencia feminicida, que la persona que está registrada desaparecida porque huyó de su casa de esa violencia, o porque fue levantada para convertirse en sicario, o porque fue llevada al trabajo forzado. Es decir, son formas distintas de violencia y tenemos que saber identificarlas y explicarlas para poder combatirlas.
¿Cuál sería el devenir de estos paradigmas de movilizaciones sociales y de represión, de estos momentos que la propia autoridad o el mismo estado intenta estatificar?
La propia lógica la violencia hace y genera discursos que hacen aparecer a estos momentos de violencia como un instante sin historia, es decir, ¿qué pasa entre 1968 y 1971? ¿Qué sucede entre esos años? Pues fue el comienzo de una insurgencia muy potente en México. La mayoría de los estudiantes regresó a las escuelas y hubo un sector importante que se decidió, u optó, por irse al trabajo con obreros, campesinos o al movimiento armado; pero la gran mayoría regresó a organizarse; se crearon los comités coordinadores de lucha, se crearon grupos culturales muy importantes, se trató de resistir a esa avanzada autoritaria que significó la noche del 2 de octubre y se manifestó nuevamente en 1971. Son años e increíblemente subversivos, por decirlo de alguna manera. Existe una diferencia central entre el 10 de junio y el 2 de octubre. El mismo 10 de junio, cuando se enteran de la masacre, ya se estaban organizando las protestas, se estaban ya organizando las tomas escuelas, de Ciudad Universitaria; se estaban organizando en otras entidades del interior de la República para responder a la masacre. El 11 de junio hubo movilizaciones estudiantiles y sociales en respuesta a la masacre, es decir, las experiencias de luchas que se habían cocinado en los años previos al 71 impidió que esa nueva masacre bloqueara totalmente estas expresiones de subversión o de insurgencia social que se comenzaron a gestar. Sin embargo, los discursos sobre la violencia que se han construido las han ocultado. Todo mundo se acuerda del halcón que va corriendo con el bastón de kendo, pero nadie se acuerda de los chavos y chavas que organizaron la marcha, y que no solamente se organizaron, sino resistieron el ataque, los apagones. El centro se vuelve el halcón, pero nadie voltea a ver la organización de la marcha, ¿cómo se resistió el ataque los halcones? Hubo un momento en que lograron repeler a los halcones, y muy poca gente se acuerda de cómo las colonias de los alrededores prestaron auxilio a los estudiantes. Parte de nuestro trabajo ahora es desandar eso, desarmar el porqué de esa memoria autoritaria, aquélla que se recuerda a sí misma, es decir, al halcón o al militar en la plaza del 2 de octubre. Nuestra obligación es no olvidar la masacre cometida, pero traer a la memoria otra vez a los insurgentes; que la imagen del halcón no nos oculte la imagen del chavo, de la chava que salió a organizarse y a protestar ese día, para romper un poco con la memoria autoritaria que se nos ha impuesto y volver a la figura de la insurgencia armadas.