Tierra Adentro
Ilustración de Mariana Martínez

“He ido de una choza a otra”, dice Sikade, sudafricano de color que sobrevive en condiciones infrahumanas. El testimonio aparece en “Lo que queda del ‘apartheid’ en Sudáfrica”, publicado en The new york times, firmado por Peter S. Goodman. Las chozas en las que Sikade vive, se hunden en el lodo y son construidas con plástico o láminas. Esta atmósfera es el vestigio del régimen más racista de la humanidad.

La segregación racial que mutiló a Sudáfrica fue legalizada en 317 leyes, articuladas con el propósito de discriminar a los negros. La doctrina adoptó un nombre en afrikáans: apartheid, cuyo significado es separación. Comenzó en 1948, con el ascenso al poder del el Partido Nacional afrikáner (NP). La minoría blanca, que en ese entonces era el 21% de la población, vetó a las comunidades originarias (68%) de los puestos políticos.

Uno de los primeros pilares del apartheid fue la ‘Population Registration Act’, medida que en 1950 forzaba a las personas a registrarse en algunos de los siguientes grupos raciales: blancos, mestizos, bantú (negros africanos) y otros.

El líder del (NP), Daniel François Malan, luego de conseguir la presidencia en 1949, creó uno de los pilares que sostenía el apartheid, el ‘Group Areas Act’ que otorgaba distritos exclusivos para blancos. Debido a esta imposición, los negros quedaron hacinados en diez lugares llamados bantustanes. Estas zonas en condiciones deplorables perduran en la vida de personas como Sikade, él ha vivido 69 años un eterno apartheid.

De acuerdo con el régimen, las personas no blancas perdían la nacionalidad sudafricana al vivir en estos sitios considerados autónomos; por lo que los ciudadanos de los bantustanes, más de 3 millones, debían trasladarse a sus empleos con un pase de transeúnte. Eran extranjeros en su propio país, representaban el 72% de la población y vivían en el 14% del territorio.

Uno de los episodios más indignantes de desalojo sucedió en 1955. Sophiatown era el hogar de 60 mil almas que tuvieron que huir ante las la brutalidad de dos mil policías armados; obligaron a los desplazados a instalarse en Meadowlands, que formaba parte de Soweto.

 

Cadena perpetua a la oposición y necklacing a los traidores

Algunos lugares parecen ser el escenario de los traumas sociales en distintos puntos del tiempo. Para los sudafricanos de color, Soweto ha sido ese valle sombrío en el que transcurrió la protesta estudiantil del 16 de junio de 1976.

La marcha convocó a 3 mil alumnos y maestros. “Al diablo con el afrikáans”, “hay que abolir el afrikáans”, se leía en las pancartas. El hecho que detonó la manifestación fue el decreto que obligaba a las escuelas para gente de color a estudiar afrikáner, la lengua de la minoría blanca en el poder.

Con el apoyo del Movimiento de Conciencia Negra (BCM por sus siglas en inglés), cerca de 10 mil personas recorrían las calles con canticos y bailes, hasta que la policía repelió los contingentes con perros de ataque. Los manifestantes arrojaron piedras para defenderse, pero fueron inútiles contra las balas de mil 700 policías con armas de largo alcance.

El baño de sangre comenzó con un adolescente de 13 años llamado Hector Pierterson. Los disparos duraron hasta el anochecer y arrancaron las vidas de quienes exigieron el fin del racismo. El saldo oficial de 23 estudiantes muertos fue el eufemismo para una masacre de 700 muertos y cientos de heridos.

Tras la matanza, se declaró el Estado de Emergencia que sumió a Sudáfrica en 13 años de genocidio, torturas y arrestos injustificados hacia dirigentes negros como Steve Biko, quien fue aprehendido por el gobierno de su país en repetidas ocasiones desde 1976 a agosto de 1977, cuando los policías torturaron al activista hasta asesinarlo.

Biko murió a los 30 años, su vida estuvo marcada por la lucha en la Convención del Pueblo Negro (BPC por sus siglas en inglés) y la brutalidad de un sistema legal basado en el racismo que combatió junto al Congreso Nacional Africano (CNA).

La masacre estudiantil de Soweto no sucedió como un hecho aislado. El 21 de marzo de 1960, hubo una manifestación contra la segregación racial. En Sharpeville, al menos 5 mil personas marcharon; al percibir a las comunidades unidas, la policía disparó a niños y adultos por igual. Las cifras oficiales rondaron los 70 muertos.

En la primavera de ese mismo año (1960), el gobierno sudafricano declaró ilegal al el CNA, partido político creado en 1912 con la misión de pelear por los derechos de los negros. El pánico de las fuerzas supremacistas desembocó en el arresto de mil 800 opositores.

Entre los prisioneros había un rostro conocido en innumerables detenciones y actos de desobediencia civil: Nelson Mandela. Luego de su absolución, el activista se convenció de que la lucha armada era el camino hacia la libertad; en 1961 creó con el CNA “La lanza de la nación”, el brazo bélico que saboteó puntos de importancia económica para la República Sudafricana, régimen culpable de asesinar negros.

Mandela, en la clandestinidad, emprendió un viaje a Inglaterra para recaudar fondos. A su regreso, el gobierno sudafricano arrestó al activista junto a otros compañeros e inició el juicio de Rivonia en 1962, famoso por acusar a los opositores de traición y aplicar las leyes aprobadas en 1960, que prohibían pertenecer al CNA y al Congreso Pan-Africano

“Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir, y si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Con esas palabras, Mandela selló su sentencia a cadena perpetua.

Era 1964 cuando el líder opositor inició la pena de prisión que duraría 27 años. Winnie Mandela ganó más relevancia desde entonces, al continuar con la lucha que empezó junto a su esposo; sin embargo, el clima violento de Sudáfrica afectó las filas de los grupos opositores.

El castigo llamado “collar” (necklacing), consistía en prender fuego a las llantas de caucho que los activistas colocaban en el pecho y brazos de los supuestos espías de la policía. Esta práctica manchó la figura de Winnie, “La madre de la patria”, tras sus declaraciones incendiarias: “Con nuestras cajas de fósforos y collares liberaremos a nuestro país“.

Incluso La Comisión de la Verdad y la Reconciliación, fundada en 1995 bajo la dirección del arzobispo Desmond Tutu, escucharía testimonios de asesinatos orquestados por Winnie y su guardia personal, “Mandela club de Fútbol”. En la década de 1980, el fantasma del impimpi, traidor informante de los policías, provocaba ejecuciones en los townships, áreas subdesarrolladas para los negros (Cejas, 2009: 142-144).

Estas conflagraciones hendieron al sistema que los supremacistas blancos imponían; aunque las masacres y la desolación perpetuaron el horror en un país que ya sangraba, durante décadas, por la lucha hacia la equidad.

 

¿Libres al fin? 

Las negociaciones entre los opositores y el régimen se detuvieron casi dos décadas hasta que Frederick Willem de Klerk ganó la presidencia en 1989. Como el mandatario planteaba, abrió el paso al fin de la opresión cuando en el 11 de febrero de 1990 liberó a Nelson Mandela.

Los años de violencia en el país continuaron hasta 1993, cuando el Parlamento otorgó la nacionalidad sudafricana a los ciudadanos en los bantustanes. Mandela y de Klerk ganaron el premio Nobel de la paz. Las piezas para las elecciones estaban listas luego de que el gobierno legalizara al CNA.

Al borde de una guerra civil, los enfrentamientos entre el CNA y grupos supremacistas como el Movimiento de Resistencia Afrikáner eran recurrentes. En medio del caos, arrancó la jornada electoral del 26 de abril de 1994 y Mandela ganó las elecciones con el 59.1 % de los votos.

“Me paro aquí, delante de ustedes, lleno con orgullo y alegría. Han mostrado calma, paciencia y determinación para enderezar este país como suyo. ¡Libres al fin!”, celebraba Mandela. El régimen del apartheid había caído, pero su orden social prevalecería.

Pese a que Sudáfrica logró convertirse en una economía importante en su continente, cerró el 2020 con una tasa de desempleo del 32.5%, según el instituto oficial de estadísticas Stats SA. Desde el 2019 la mitad de población vive en la pobreza y la mayoría es gente de color, de acuerdo con cifras oficiales.

En el artículo de la BBCLas categorías raciales del apartheid que todavía se usan oficialmente en Sudáfrica”, escrito por Mohammed Allie, aparece el testimonio de Kganki Matabane, dirigente del Concejo de Negocios Negro: “si nos fijamos en las 100 principales empresas que cotizan en la Bolsa de Valores de Johannesburgo, el 75% o más de los directores ejecutivos son hombres blancos “.

Por si no fuera suficiente la desigualdad, aún se respira la segregación racial en distintas zonas. Orania es una comunidad aislada del centro y desde el 2018 ofrece casas para las personas blancas cristianas que hablen afrikáans.

De acuerdo con el reportaje “Sudáfrica: Orania, entre la nostalgia del apartheid y el miedo al presente”, realizado por France 24, la ciudad tiene su propia moneda y bandera. Fue fundada en 1991 y sus habitantes homenajean a quienes crearon el régimen racista. Son blancos que encontraron un nuevo hogar después de la redistribución de tierras a favor de las personas de color, en algunos casos no hubo compensación.

En las escuelas de Orania hay dos libros de historia, el primero corresponde a la versión del Estado; el segundo, al de los afrikáners, donde Mandela no forma parte de su memoria social. Las tenciones raciales aumentan cada año con el incremento del 10% anual en la población de Orania.

 

La herencia del apartheid

Aunque el apartheid haya terminado, la segregación racial perdura. Desde el 2016 se anunciaba un país dividido en el que el 10% de los sudafricanos, blancos en su mayoría, poseía más del 90% de la riqueza nacional. El pasado de Sudáfrica supone un obstáculo para que sus habitantes se conciban como una nación.

La comunidad internacional se llevaría grandes lecciones de la caída del régimen supremacista en Sudáfrica, algunas de ellas no se usarían para bien. Este fenómeno racial operaba a través de complejas estructuras sociales y fue replicado en distintos países, incluso en México.

Las expresiones “naco” o “piel humilde”, aún clasifican a la gente por su color. Como en tiempos del apartheid, ese lenguaje sostiene la falacia de las razas. De acuerdo con el artículo de Nexos, “Élites y racismo: el privilegio de ser blanco (en México), o cómo un rico reconoce a otro rico”, firmado por Alice Krozer, no hay argumentos científicos que justifiquen las razas o grupos con distinciones genéticas.

Son estas construcciones sociales las que discriminan a la población. En México también se ligan a la posición económica. Conforme al libro México racista: Una denuncia (Grijalbo, 2016), escrito por Federico Navarrete, existe un “racismo cromático”:

 

Se basa en la simple distinción de colores de piel y de rasgos físicos para construir toda una jerarquía de belleza y estatus social, para distinguir lo que es deseable de lo que no lo es, para marcar el camino que todos debemos seguir si queremos alcanzar el “target aspiracional” definido por nuestra sociedad y por la inagotable banalidad de los publicistas. (Navarrete, 2016: 69).

Navarrete menciona el caso de la organización Un Kilo de Ayuda, en el que la población vulnerable es representada por personas morenas, mientras los protagonistas que reparten comida son blancos.

Lo anterior se debe a que la sociedad mexicana asocia a los sujetos de tez clara con riqueza, así lo expone el autor al retomar el experimento de la antropóloga Eugenia Iturriaga, quien pidió a estudiantes de preparatorias privadas, inventar historias de vida a las personas blancas y morenas que mostraba en fotos. Para la gente morena, las narraciones estaban repletas de pobreza y violencia.

Los prejuicios hacia la piel oscura son apenas la apertura de la desigualdad en nuestro país. Conforme a la Encuesta Nacional Sobre Discriminación (ENADIS) del 2017, apenas el 2.8% de las personas con tonos de piel más oscuros se desempeñaron como funcionarios o jefes, en contraste al 6.1% de las personas blancas que ocuparon esos rangos laborales.

 

El lenguaje de la segregación

En 2020, el Censo de Población y Vivienda registra 2 millones 576 mil 213 afromexicanos, pero fueron contemplados desde el 2015 por primera vez en la historia del país, lo cual supone un profundo rezago para México en material de inclusión.

Los afrodescendientes han sido una comunidad inexistente en México, así lo sugiere el incidente ocurrido en Oaxaca. En 2011 CNNMéxico publicó el testimonio de los bailarines a quienes los soldados detuvieron por pensar que eran migrantes ilegales. Pese a acreditar sus identidades, uno de ellos fue deportado a Honduras, donde trabajó dos meses para regresar a Oaxaca.

Otro sector racializado por su color de piel son los indígenas. En 2017 el ENADIS ya había entrevistado a los 10 millones de personas que conformaban este grupo, y advirtió que el 14.6% de ellos percibe que fueron discriminados por su apariencia o lengua.

Las cifras de esta comunidad han disminuido, el Censo de 2020 identificó a 7 millones 364 mil 645 indígenas, lo que conlleva la posibilidad de que se pierda parte de la esencia pluricultural en México; sin embargo esta idea no merma el racismo por parte de las instituciones. El presidente del INE, Lorenzo Córdova, aún es recordado por haberse burlado de los representantes indígenas solo porque no hablan como él.

Uno de los testimonios más indignantes sobre la negligencia hacia los indígenas inmigrantes, aparece en el informe del ENADIS del 2017. “Un señor de guerrero contó que al llegar a Cuernavaca le fue muy difícil encontrar trabajo, ya que no tenía sus papeles y le costaba mucho hacer los trámites debido a su apariencia y porque hablaba una lengua indígena”.

Si México se considera pluricultural desde 1992, su racismo también lo es. Afecta a cualquier persona que no hable español y se perpetúa en aquellos que usen el lenguaje de la segregación, expresiones como “indio” o “prieto”, cuyo fin es racializar a un ser humano por su color de piel.

Se dice que las naciones tienen su propio destino, y México parece compartir el mismo que Sudáfrica, con las construcciones sociales llamadas raza y mestizaje que impiden a su gente identificarse como un solo pueblo, pues el 60% de la población del país se identifica de piel morena, el 56% admite que ha recibido insultos por eso.