Un día sin pan
Titulo: La ley del silencio
Autor: Budd Schulberg
Editorial: Acantilado
Lugar y Año: España, 2011
Un día de marzo de 2005, después de intentar independizarme —sin éxito— de la casa de mis padres, y habiendo regresado con el peso del fracaso a cuestas, mi padre nos sorprendió con la noticia de que una vez más no le habían pagado en su trabajo, y había tomado la resolución de irse de la casa. Así que, de la noche a la mañana, en mi hogar nos quedamos con una mano atrás y otra adelante. Tenía veinticinco años, sabía un poco de francés, pero no había acabado la prepa. Ese día me fui a la calle con algunas monedas y la esperanza de encontrar un trabajo urgentemente. Unos días después recibí la llamada de alguien que me ofrecía un empleo de editor, acepté de inmediato, no me importaba si el sueldo era mucho o poco; desde la miseria las cosas cambian de dimensión. Sin embargo, las horas de aquellos días, mientras rondaba sin lo suficiente para comer, fueron las más largas de toda mi vida. Los pensamientos que tuve durante esa pobreza tenían un sabor acre. También corría adrenalina por el cuerpo, hay quien no la soporta y se consume rápidamente.
La ley del silencio (2011) rezuma estos mismos efluvios angustiantes como muy pocas obras en el siglo XX: por lo demás, su historia es tan cotidiana que casi parecería vulgar: un líder sindical charro, Johnny Friendly (Juanito Cuatachón), se aprovecha de los estibadores agremiados para esquilmarlos al amparo de los demás funcionarios corruptos. Un medio que funciona con préstamos forzados, extorsión, venta de puestos para desembarcar los cargueros que llegan de Europa y poder así cobrar el salario, del cual ya se adeuda un porcentaje. Los estibadores que no entran en el juego, están obligados a merodear las calles durante todo un día, un día sin pan.
Con base en una investigación real, a la manera del periodismo gonzo (el escritor encubierto que investiga y recopila testimonios), esta obra representa el mundo de los estibadores que sobrevivían en los muelles del Hudson de los años 50. Este ámbito está retratado por un testigo que se metió a la boca del lobo fingiendo ser un entrenador de boxeo. Charlando con los matones en un bar frente a una cerveza o bajo las nubes de los cigarrillos, Budd pudo constatar la coerción que vivían aquellos trabajadores. Dejó de lado su corona de príncipe hollywoodense, que le venía por herencia, y se ensució la camisa para conocer las dinámicas de explotación y extorsión en boga por parte de los leguleyos al uso.
Hay que decir que, aunque fue concebido primero como un filme —a la manera de El tercer hombre (1949) de Greene, que primero fue un guión y después se le dio la forma de una novela—, Schulberg realizó otros tratamientos a esta investigación antes de darle la forma de una novela. Comenzó con un ensayo para una revista de izquierda cristiana, una pieza larga para Saturday Evening Post, unos ensayos para New York Times Magazine, a lo cual siguió el guión de la celebérrima película On the waterfront (1954), la cual fue dirigida por Elia Kazan, musicalizada por Leonard Bernstein, actuada por Marlo Brando y premiada por la Academia con varios Oscares. Posteriormente, Schulberg emprendió el encuentro con las cuatrocientas páginas debido a la inquietud que le causaba tomar a algunos personajes y profundizar dramáticamente rasgos que no había podido imprimir; como él mismo declara en el prólogo: “El cine funciona mejor cuando se concentra en un solo personaje. Cuenta soberbiamente El delator. En las ramificaciones de Guerra y paz tiende a perderse. No tiene tiempo para lo que yo llamo digresiones esenciales: la ‘digresión’ del personaje complejo y contradictorio; la del trasfondo social”. Para esto le sirvió la información que recopiló de los movimientos sociales del Brasil, los sacerdotes obreros franceses, pero sobre todo fue un hombre del muelle, el Padre John Corridan, quien abasteciera al personaje ficticio del padre Barry.
Día y noche yo escuchaba atentamente al padre John, cuyo lenguaje era una mezcla inigualable de argot de Hell’s Kitchen, jerga de béisbol, conocimiento enciclopédico de las economía de la zona portuaria y un ataque contra la inhumanidad del hombre con el hombre, basado en las enseñanzas de Cristo tal como las actualizaban las encíclicas papales sobre la reconstrucción del orden social.
Podemos encontrar varios cambios del filme a la novela al punto que podríamos hablar de que hay una independencia que sorprenderá a los que hayan gustado del filme. Incluso se efectúa un reposicionamiento de escenas, los personajes son distintos y, tal como lo planeaba Schulberg, el monólogo interior está mejor desarrollado y dimensiona a los personajes. Puedo pensar en el acierto que consiste en transmitir nítidamente la diferencia de dos soledades entre los personajes principales: Terry y el padre Barry, la del primero como la de un hombre pedestre, sin espíritu, y la del segundo que goza de una vida espiritual así como la suficiente cultura para no estar jamás desolado cuando las cosas se ponen en su contra. Para el lector que disfrute de discernir sutilezas en lo que lee, poder paladear este contraste será una recompensa.
Por lo demás, la obra trata —en el sentido de abordar teóricamente— uno de los asuntos más vigentes de nuestra sociedad, la cuestión de poder cambiar las cosas en una sociedad donde la corrupción está tan arraigada que ya ha copado desde el escalafón más bajo hasta el más alto de la escala social. Debido a que se lleva a cabo un asesinato, que intenta atajar el paso de un cambio en los muelles, podríamos decir que el héroe muere asesinado al inicio de la historia dejando así a todos los demás villanos en una encrucijada: ¿seguir siendo corruptos o reformarse? En esta disyuntiva Terry un exboxeador cercano a Johnny Friendly —pues su hermano trabaja para el mafioso— se sentirá impelido a dejar de actuar con base en su simple necesidad o empezar a hacer caso a una voz tenue que va creciendo en él: una conciencia moral de las cosas. Por su parte, el sacerdote de la comunidad, el antes mentado padre Barry, necesita que la hermana del joven asesinado le espete una de las frases más citables de la novela:
—Siempre que me necesites me encontrarás en la iglesia —repitió Katie en tal tono que el padre Barry se estremeció—. ¿Hubo algún santo que se escondiera en la iglesia?
De tal suerte que la novela lleva un movimiento pendular entre las conciencias y las dignidades que empiezan a nacer y la realidad de una comunidad donde las dinámicas de explotación que se llevaban a cabo en el siglo XIX se siguen practicando: El voto era tan ciento por ciento legal como falso, porque los delegados a las convenciones están elegidos a dedo, con la sola y esporádica oposición de algún escandaloso irrefrenable como Rusty Nolano o un joven parlamentario serio como Joey Doyle.
También hay que señalar que, a pesar de que La ley del silencio es una obra donde hay bastante rudeza y su tema inflige al lector la sensación de estar todo el tiempo con la bota en el cuello, (“—Katie, dobla en la esquina, sal a River Street y estarás en América. Eso es una jungla, una tierra de nadie. El archivo cuenta la historia.”) tiene diferencias marcadas con algunas obras con las que se le ha comparado como Germinal (1885) de Émile Zola. Me refiero particularmente a que el sentido del humor en los diálogos de los estibadores nos muestra el tono que ha resultado de la combinación de inmigrantes los irlandeses, los italianos y los negros. Aún resuena el humor de uno de los estibadores más divertidos, Runty, quien no dudaba en reírse en la cara del diablo mismo o confesarle al padre Runty que él tampoco era una perita en dulce.
Runty le dijo que había algo más profundo que el simple miedo. En la ribera todo el mundo estaba forrado de alguna culpa: desde el asesinato o el robo al por mayor hasta el pequeño y habitual hurto de whisky, perfume, café, bistecs o cazadoras de aviador. Él mismo, admitió Runty, tenía la habitación llena del producto de años de saqueo. Cuando se veían las carretadas de que se apropiaban los tíos de arriba, lo de uno no parecía robo. Estaba todo tirado por ahí pidiendo que alguien lo recogiese.
Asimismo, esta obra conmueve en algunas ocasiones al lector con la sutileza de las emociones imprescindibles que debe tener una obra valiosa. Ésta es una de las características que gana fuerza poética y verosimilitud en la novela y que en parte la película descuidó. Ahora recuerdo esa escena larguísima del filme donde Terry Malloy (Marlon Brando) se enfrenta con Johnny (Lee J. Cobb) en el muelle, y que a medida que pasa el tiempo es cada vez más ilógica y más tediosa, pero que en el libro fue suprimida por un muy buen desenlace. Schulberg era un autor que sabía finalizar sus novelas muy bien. Como pocos, va preparando hasta el más mínimo detalle para que las historias se intensifiquen en un vórtice. Del mismo modo que en El desencantado o Peor será la caída, en La ley del silencio el desenlace exhibe un cierre insuperable que viene totalmente coherente al ritmo interno y a la lógica de la obra, Budd cierra como el boxeador experto que ha llevado durante toda la pelea un ritmo parsimonioso, con pasos certeros, y que pulveriza a su oponente en el momento exacto con un upper-cut que le deja las piernas blandengues en el último round.