Tres visiones sobre el abismo: de Eduardo Antonio Parra a Rick y Morty
El otoño, representante del terror, es la estación perfecta para revisitar historias. Pesadillas que vimos en el cine, la televisión o la literatura, y que se han colado en nuestra mente por retratar los miedos más profundos. Monstruos, fantasmas, seres demoniacos, asesinos seriales, personajes que deambulan en prácticamente todas las producciones y que, en mayor o menor manera, han construido un imaginario sustancioso en donde todos podemos encontrar algo que refleje nuestra propia psique.
Debo confesar que he sido siempre muy miedoso y que prácticamente todos los monstruos habidos y por haber me han arrancado más de un grito o me han privado del sueño. Sin embargo, hay en el acto de sentir miedo un placer profundo, un acercamiento a experiencias de la vida que nos están vedadas y que encuentran en lo oscuro, lo tenebroso y lo siniestro, materia prima para nutrir la experiencia humana. Alfred Hitchcock, uno de los pilares indiscutibles de la historia del terror, se preguntaba en 1949 por qué había millones de personas dispuestas a gastar su dinero por la posibilidad de experimentar el miedo, ya fuera de forma directa —en un parque de atracciones, en un peligroso paseo— o indirecta —en el cine, en la literatura—: “En auditorios oscuros se identifican con los protagonistas ficticios que están experimentándolo, y ellos mismos tienen una experiencia de miedo similar (el pulso más rápido, la palma de la mano alternativamente húmeda y seca, etc.), aunque no pagan el precio real. Que no tengan que pagar el precio es el factor clave”, dice en su célebre artículo “El placer del miedo”. Y yo agregaría que la experiencia del terror también se ve enriquecida por los valores que enfrentan los protagonistas: desde la valentía que conlleva superar al monstruo, hasta la cobardía que los conduce a sucumbir ante él. Hay que decirlo: el terror nos vuelve más humanos.
Entre los muchos temas que nutren esas historias, para este ensayo he elegido hablar sobre un elemento del espacio narrativo común a los textos de terror: el pozo. Elijo hablar del espacio por encima de personajes, tramas y otros elementos, debido a que me parece importante recordarles a los lectores la importancia —no siempre evidente, pero siempre indispensable— de generar una atmósfera sensorial y emocional para lograr que el terror producido por un texto de cualquier naturaleza sea convincente. Una casa antigua, un castillo, una cueva, un lago o un pantano, son espacios no solo físicos, sino también simbólicos, y favorecen la inmersión del personaje y del lector en cualquier narración; en el caso de la literatura de terror, conocer el lugar donde ocurrirá la historia convoca nuestro primer encuentro con lo siniestro.
Onni Mustonen explica este fenómeno en su texto “Ludic space in horror fiction”: “En parte, la emoción del horror, en tanto que está relacionada con locaciones horripilantes, nace de la exposición a ciertas texturas desagradables. Descripciones de sitios pútridos, húmedos y fríos (…) En este tipo de ambientes, la vulnerabilidad del cuerpo se acentúa repetidamente a través de la descripción de su exposición a elementos desagradables” (p. 144). Tememos al espacio porque nos coloca en el mismo sitio que a los protagonistas, y por ende nos vuelve también vulnerables.
En su simpleza, el pozo ha logrado tornarse en un tropo de la literatura de terror, y aparece en muchas de las más populares historias contemporáneas, ya sea por su hermetismo, por su naturaleza oscura, húmeda y pútrida, o por su relación directa con la corrupción de los cuerpos. Pero también es algo más: un tópico de transformación y muerte, un lugar ventral que permite a los personajes enfrentarse con horrores psicológicos —la soledad, el abandono—, y con ciertos temores físicos —la muerte, la corrupción— que se traducen en emoción y cambio, y finalmente terminan por conmover a los lectores.
Para hablar sobre este espacio, he elegido tres textos: “El pozo”, cuento de Eduardo Antonio Parra, “El pozo y el péndulo”, de Edgar Allan Poe y “Fear no Mort”, el episodio final de la temporada 7 de Rick y Morty; aunque en apariencia son disímiles, los tres textos me sirven para ilustrar su carácter terrible y fascinante.
El pozo como redención
“¿A poco le tienes miedo a lo oscuro? Muy mal, muchacho, se ve que estás acostumbrado a la ciudad. Aquí las noches son largas, a veces hasta de doce horas, y con ellas te enseñas a que lo malo es la luz, el sol, el desierto de día”. Tales son las primeras líneas de “El pozo”, cuento de Eduardo Antonio Parra. En este, asistimos a una procesión de dos figuras peculiares: al frente tenemos a un personaje sin nombre, quien sirve de guía parlanchín a través de un camino agreste en la profundidad de la noche. Sabemos de él dos cosas: es rengo, debido a una fractura que sufrió en su juventud y no sanó adecuadamente; y dos, es maestro en la escuela de un pueblo perdido en el desierto. Una tercera cualidad se nos informa hacia el final del relato: lleva años madurando su venganza contra un viejo compañero de negocios, el mismo hombre que lo arrojó a un pozo de agua podrida para matarlo, destruyendo su futuro, su rostro y su pierna.
Detrás de él avanza una figura silenciosa, juvenil, que va atada de una cuerda hacia un destino incierto. Tampoco tiene nombre, pero sabemos que avanza temeroso, en contra de su voluntad, arrastrado por aquel Virgilio maléfico. Pronto comprendemos que se trata del hijo de aquel compañero de negocios y que su destino, aún incierto, solo puede ser funesto. Su aparición en el texto está marcada por la fatalidad: el muchacho había decidido ir al pueblo de su padre tras la muerte de este, y en ese sitio fue capturado por el maestro y conducido al mismo lugar donde inició aquella rencilla: un pozo de agua seco, o casi, pues en su interior se encuentra una mezcla de agua, sangre de animales muertos, ramas secas, entre otras visiones de un abismo mortal.
Parra lo cuenta así:
Poco a poco reconocí sobre lo que había caído: eran ramas de árbol, huesos y hasta pedazos de animal a medio descomponer. La peste, al principio insoportable, fue disminuyendo conforme me acostumbraba a ella. Al cabo de un rato pude beber esa agua densa, que por la desesperación ya no encontré tan nauseabunda. ¡Hasta comí parte de la carne de un animal que llevaba varios días muerto! (p. 85)
En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot expresa que el pozo es un símbolo cristiano que denota la salvación: “en el grupo de ideas asociadas al concepto de la vida como peregrinación. El pozo de agua refrescante y purificadora es símbolo de la aspiración sublime, de la ‘cuerda de plata’ que liga al palacio del centro. El hallazgo simbólico de pozos es, en consecuencia, signo anunciador de sublimación” (p. 371). El pozo es, en su esencia, un hallazgo benigno, pues se asocia con el agua, con la vida y con la purificación. Para los personajes de Parra, la idea inicial del pozo era también esto: la salvación, el final de una procesión a través del desierto y el encuentro con el agua; o al menos lo era hasta que llegan hasta él y se dan cuenta de que el pozo está podrido, que el agua del fondo es un veneno, y que la visión salvadora en realidad es una celda para quien no vea venir la traición del amigo.
¿Tienes sed? ¡Y eso que es de noche, muchacho! ¡Aquella vez sí supe lo que era la sed! Y todavía caminamos mucho, hasta que el otro me hizo una seña. ¡Era un pozo! No tenía noria, solo unos adobes sosteniendo un palo atravesado. No sé de dónde saqué energías, pero corrí hasta él. Me recibió una pestilencia insoportable, una mezcla de agua podrida y animales muertos. Comencé a llorar de desesperación a la orilla de ese pozo infecto, rogándole a Dios que ya me matara de una vez por todas. (84-85)
Acierta Parra en subvertir la naturaleza del pozo, y en crear a partir de su naturaleza purificadora un sitio que refleja distintas facetas de la muerte. Porque la cercanía con la fatalidad también purifica: ante la confrontación con el terror, los personajes sufren una catarsis que les permite transformarse, aprender de qué están hechos y enfrentar —cuando es posible— a su adversario, sea este un monstruo, un fantasma, un fenómeno natural o un producto de su propia psique.
Sigue Parra:
En el pozo aprendí muchas cosas, sobre todo la paciencia. ¿Sabes lo que es ser el único habitante del mundo durante más de diez días? Tienes todo el tiempo que quieras para conocerte, para odiarte, para controlarte y, finalmente, para aceptarte. Te tomas cariño, ternura, te das lástima. Después lo comprobé, fueron doce días los que estuve dentro; en esa oscuridad bendita que aprendí a apreciar, cubierto por esas paredes heladas y viscosas, erguidas cuatro metros sobre mí para protegerme del sol. No miento si aseguro que también tuve ratos felices, momentos interminables de paz. (p. 86)
Después de su estancia en el pozo, luego de que el personaje atraviesa las distintas etapas del duelo, ocurre en él otro tipo de sublimación, aquella que resulta de mirar el abismo directamente y saberse observado por él. De ese cambio le viene la claridad, o por lo menos la paciencia para esperar el tiempo que sea necesario hasta consumar su venganza.
La idea de un pozo que libera y sublima a sus personajes a través de la tortura se encuentra en uno de los textos esenciales del suspenso. En 1842, Edgar Allan Poe publicó The Pit and the Pendulum, uno de sus relatos más célebres. En él, asistimos a la ejecución de un sujeto de quien, por cierto, también desconocemos el nombre. A diferencia del cuento de Parra, el hombre de Poe se encuentra ya en el pozo desde el principio de la historia, agotado por lo que él mismo califica como una larga agonía. Sabe cuál será su destino, pues el último recuerdo fresco que conserva es la sentencia de muerte.
El cuento de Poe no es una historia de venganza, antes bien, es una historia de castigo y redención, eventos que vive un condenado en tiempos de guerra, enfrentado a un sistema penal impío. Poe abre su relato con una cita en latín:
El epígrafe anuncia la naturaleza absurda del relato: la tortura y la salvación, la vida y la muerte, son los extremos sobre los que oscila el péndulo mortal. Como el joven maniatado del cuento de Parra, el personaje de Poe está preso por una circunstancia que supera su imaginación, y conforme avanzan los distintos mecanismos de tortura, terminará por entender que su única opción es sucumbir ante el horror, pues todo intento de escape es futil.
En medio de sus reflexiones, del miedo, del repudio a sus torturadores y de la resignación de saberse condenado por la Inquisición, se encuentra también un pozo. En este caso, el pozo se ubica en el centro de la celda, y es tan profundo que caer en él sin duda conduciría a la muerte.
Los agentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituían una parte importante de las grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. (p. 85)
Para el condenado de Poe, los horrores de la celda son menores si se comparan con el tormento de caer en aquel sitio alejado de cualquier idea de purificación. Su miedo resulta difícil de dimensionar si se mira solo la descripción espacial: en realidad, el personaje no logra ver qué se encuentra en el fondo. Su miedo no reside en la muerte, sino en el carácter alegórico de aquel “símbolo típico del infierno”. Quizás por esto, cuando el cuento de Poe está acabando y el condenado es arrastrado poco a poco a la inefable caída, no tiene otra opción que gritar a sus captores: “‘¡La muerte!’ —clamé—. ‘¡Cualquier muerte, menos la del pozo!’ ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo?” (p. 90).
En esta construcción del terror se encuentra una simbología importante que trasciende el dolor físico. La muerte provocada por caer en el pozo no es peor que las demás opciones que nos ha presentado el cuento —ser partido por una navaja, ser devorado por las ratas, ser aplastado por muros incandescentes—; el miedo pertenece a otro orden de ideas: para el protagonista de Poe, el pozo es indeseable desde el punto de vista emocional, porque simboliza la perdición del cuerpo, pero también la del alma.
El pozo sirve también como un recipiente transformador, un sustituto de un vientre en el que los personajes se sumergen y son sometidos a una tensión constante y creciente que provocará su cambio interno. El pozo de Poe sublima a su personaje y, aunque el prisionero no termina por caer en él, su presencia ecuménica terminará por conducirlo, primero, a una desesperación profunda y enloquecida y, por último, cuando ya parece haber aceptado su destino, a la iluminación.
Al final de la historia, la mano del general Lasalle lo salva del abismo: “¡Escuché un áspero chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos” (p. 90). Con esto, el personaje ha superado la prueba de sus torturadores y su metamorfosis redentora queda completa.
El pozo de todos los miedos
Hay una última versión de un pozo que me parece notable y que representa un ejemplo mucho más esclarecedor —al menos desde el punto de vista académico— para explicar en qué consiste la transformación que hemos mencionado. En el último capítulo de la más reciente temporada de Rick & Morty, titulado “Fear no Mort”, vemos a los célebres protagonistas en un carnaval del terror que ocurre en algún planeta no determinado. Rick y Morty parecen aburridos, pues se enfrentan a monstruos poco convincentes: “Hemos visto demasiado”, exclama Rick, para explicarle a Morty por qué aquellos horrores convencionales ya no tienen efecto en ellos. En este punto, son abordados por un individuo peculiar, quien lleva la indumentaria de un ejecutivo comercial y les vende una atracción de “horrores a la antigua”, un sitio especial para gente como ellos quienes “tienen pocos horrores reales por conquistar”.
El hombre los conduce de regreso a la Tierra, hacia el estacionamiento de un restaurante de la célebre cadena “Denny’s”. Rick y Morty, por supuesto, no parecen convencidos, pero pronto son guiados a uno de los baños del local, en donde se encuentra la atracción principal: “el Pozo”. Como su nombre lo indica, el pozo no es más que un hueco oscuro en el piso que, por fortuna, viene con un video en VHS con instrucciones titulado “How to Hole”:
Hola. Bienvenidos al Pozo. Les explico cómo funciona: Saltas al interior. El Pozo manifiesta tu mayor terror. Superas ese terror y emerges, bueno, impertérrito. Y pones tu fotografía en la pared. ¿Qué obtiene el Pozo de esto? Vaya, ¿conoces a esos peces que se comen la piel muerta de tus pies? El Pozo es algo así. Se come el miedo. Tú ganas. Él gana. Diviértete y disfruta el Pozo.
Desde su explicación, el misterioso promotor del pozo se tiende sobre el mismo hilo conductor de las demás historias: se trata de un hueco donde enfrentarán sus peores miedos, cualesquiera que estos sean, y no saldrán de ahí sino hasta que logren transformarse. En este caso, nuestros personajes tienen dos reacciones distintas: mientras que Rick se mantiene incrédulo e inseguro, Morty está emocionado ante la posiblidad. Ocurre lo esperado: ante la impavidez de Rick, Morty corre y se arroja con desesperación al fondo del Pozo.
No es mi intención enumerar los horrores —variados, creativos— que se encuentran en el sitio. Sin embargo, creo importante destacar dos aspectos particulares: en primer lugar, el Pozo ofrece un recorrido bastante detallado de los distintos horrores que pueblan la literatura de terror: desde la sencillez de los monstruos, hasta el más elaborado terror emocional o psicológico. El acierto se encuentra en mostrar a los espectadores cómo el terror se ha ido complejizando a lo largo de su historia, y en advertir que incluso los aspectos más naturales y cotidianos, cuando se miran con atención, se vuelven temibles.
Rescato, para ejemplo de lo anterior, un diálogo que Morty sostiene con el promotor del Pozo hacia la mitad del capítulo:
PROMOTOR: (…) Dudo que tu abuelo sienta “más” miedo que el idiota promedio en un Denny’s. En todo caso, parece muy valiente. Ciertamente no tiene miedo de morir. Quizás eso vuelve su miedo extra… delicioso.
MORTY: ¿Y entonces qué? ¿Tiene miedo del amor?
PROMOTOR: Todos tienen miedo del amor, idiota. Aprenderás eso en tus veintes. Se necesita un ser muy raro, muy poderoso para sentirse aterrado ante la felicidad.
MORTY: Tonto.
PROMOTOR: Tú eres tonto. Por eso no tienes miedo de ser feliz. Mientras más listo eres, más cosas sabes. La felicidad es una trampa. No puede ser eterna. Digamos que conoces al amor de tu vida, bueno, también va a terminar. ¡Es inevitable! Ya sea por el lento jaloneo de una enfermedad, o el impacto de perder el equilibrio durante una excursión en la naturaleza. Ya sea la corrosión de dos personalidades que se reforman continuamente hasta volverse incompatibles o quizás el viejo desconocido en un bar que dice las cosas que se le tenían que decir a esa persona, en esa noche. El punto es: la felicidad siempre termina. El mejor escenario, piénsalo, el mejor escenario es que los dos mueran al mismo tiempo… Ouch.
Más allá de los monstruos, los fantasmas, las heridas físicas, las arañas, el terror que promete aquel pozo en el Denny’s es plenamente emocional, y quizás en eso radica su eficacia: habla directamente a un miedo profundo que los espectadores, o la mayoría de nosotros, es capaz de comprender. ¿O acaso alguien puede nombrar una felicidad que no sea perecedera?
Es notable también que, en el fondo de la experiencia del Pozo, está la idea de la transformación. El hoyo no solo promete a Rick y Morty la posibilidad de experimentar un terror más grande que cualquier otro que hayan sentido antes, sino que también ofrece la posibilidad de “conquistarlo” y, por ende, transformarse en una mejor versión de sí mismos. Por esto, no es de extrañar que quien decida vivir la experiencia sea Morty, debido a que Rick —omnisciente y omnipotente— no tiene ninguna necesidad de cambiar. (Al menos está convencido de esto).
Hacia el final de la historia, Morty logra resurgir del Pozo. En su mirada hay estupefacción, pero también un rescoldo del miedo recién conquistado. El mensaje es duro: incluso quien ha superado el terror debe aún sobrevivirlo el resto de la vida. Cuando le cuenta a Rick lo que ha visto en el interior, Morty llama la atención de su abuelo e, incluso, consigue tentarlo para vivir aquella experiencia. Vemos entonces que Rick, al igual que su nieto, corre desesperadamente tratando de arrojarse al Pozo. Pero Rick se detiene: respira profundamente, contempla el abismo y, en un acto de sensatez, saca la fotografía de Morty de su cartera y la coloca en el muro de quienes han superado la experiencia.
Quizás Rick ha comprendido la naturaleza del Pozo, o quizás sabe que su miedo más grande es insuperable. En todo caso, en el acto de colocar la fotografía de su nieto, Rick reconoce la metamorfosis que se ha operado en Morty, quien emergió del pozo siendo un poco más consciente de sí mismo, un poco más valiente y un poco más humano.
Con esta imagen cerramos el capítulo.
Más allá de su espectacularidad, de la creatividad de las torturas o de la eficacia con que los personajes viven sus propios miedos, las historias que analizamos en este ensayo son una muestra de cómo un adecuado empleo del espacio narrativo es esencial para generar un efecto emocional en las audiencias. Desde el terror psicológico de Poe hasta el terror sensorial de Parra o el terror emocional de Rick y Morty, los escenarios de la literatura favorecen la producción de tensión y, finalmente, comunican el miedo de los personajes a los lectores.
El Pozo es, quizás, uno de los lugares más simples, pero en su simpleza se encuentra también un recordatorio de que los miedos más profundos que se albergan en nuestra mente son así: pequeños vistazos a un abismo que, en su extrañeza, nos muestra un reflejo de nuestro interior que está en constante proceso de corrupción.
Referencias
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona, Editorial Labor, 1992.
“Fear no Mort”. Rick & Morty. Cartoon Network, Adult Swim, 17 de diciembre 2023.
Hitchcock, Alfred. “El placer del miedo”. Nueva Revista, 29 de noviembre de 1999. Recuperado el 11 de noviembre de 2024 del sitio: https://www.nuevarevista.net/el-placer-del-miedo/.
Mustonen, Onni. “Ludic Space in Horror Fiction.” Mediating Vulnerability: Comparative Approaches and Questions of Genre, editado por Anneleen Masschelein et al., UCL Press, 2021, pp. 135–48. JSTOR, https://doi.org/10.2307/j.ctv1nnwhjt.12.
Parra, Eduardo Antonio. “El pozo”. En Sombras detrás de la ventana. Cuentos reunidos. Ediciones Era, 2023, pp. 80-88.
Poe, Edgar Allan. “El pozo y el péndulo”. En Cuentos reunidos. Páginas de espuma, 2009, pp. 75-90.