Taller de literatura
La literatura es una carrera de patadas en el culo, gana quien llega más lejos con las que ha recibido.
Adán Valparaíso
Ustedes y yo sabemos que ningún arte verdadero puede adormecernos, puede hacernos olvidar lo que somos y el mundo que vivimos. Si fuera así, la obra de arte suprema, la más sencilla —como dice un tipo listo cuyo nombre no recuerdo ahora— sería un martillazo en la cabeza.
Christopher Philip Marlowe
Abrí los ojos y frente a mí todavía estaba el cadáver. Aquel hermoso rostro amortiguó mi resaca. Desperté con el culo adolorido. Más tarde el hijo de la chingada de Arturo me diría que había dejado que las putas jugaran conmigo cuando me dormí. Mientras una me metía un par de dedos por el ano, la otra utilizaba mi mano para masturbarse. Arturo lo miraba todo y se moría de risa, el cabrón.
Me levanté y le rocé el pelo al cadáver antes de seguir mi camino hasta la cocina. Me serví un vaso de agua y lo bebí de un trago. En la habitación de Arturo estaban las dos putas y él. Tres asquerosos cuerpos enredados entre sí. Sentí asco. Tomé mi chamarra e intenté abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Volví a sentarme en el sofá donde pasé la noche. Miré el reloj de mi teléfono: eran las 12:46. Tenía tiempo para llegar al trabajo.
No entendía muy bien cómo me había metido en esto. Se supone que era un taller de literatura y terminamos robándonos un cadáver —qué hermoso era—. Volteé a verlo. Su mirada inmóvil me hipnotizaba. Lo habíamos acomodado en el sillón individual de la sala de Arturo —ese hijo de su reputa madre—. En vida fue una mujer, no sé si hermosa u horripilante. No importaba mucho. Ahora, tiesa, inmovilizada en aquel sofá, era la perfección. Y pensé: eso debe ser la perfección, la belleza es solo perceptible en su inmovilidad. Lo que se mueve no alcanza a ser bello, lo busca. Aquel estado de reposo natural en el que, al fin, la belleza se posaba sobre el objeto y lo fijaba. Pasaba de estar en el espacio dinámico para entrar al espacio estético, el arte, la belleza. Tal vez por eso las pinturas, los retratos, las fotografías, una vez fijas, deben llevar un marco. La función del marco es separar un espacio imaginario —el artístico— de otro real. Recortar aquel trozo de no-movimiento del mundo que no para, nunca, de moverse.
Este tipo de pensamientos me invadían mientras avanzaba con los ojos sobre el cuerpo semidesnudo de aquella mujer. O tal vez debería llamarla cadáver. O mejor: escultura. Aunque sus senos, que se asomaban discretos entre las rasgaduras de su blusa, me invitaban a no excluir su sexo. Estaba ahí, tras los girones de ropa que el asesino la había dejado conservar. O debería decirle violador. ¿Cuál era la intención del sujeto —o mejor dicho: el escultor—? ¿Quería meterle la verga, así nada más? ¿Eyacular dentro de su carne inútil? ¿Saciarse, vaciarse? O tal vez buscaba matarla, meterle algunos navajazos —como lo hizo—, y comenzó practicando con su pene. Se lo metía como si fuera navaja. Atravesaba una herida ya hecha antes por la naturaleza. La vagina sucia escurría el semen del asesino que, pobrecito, también era hombre y antes de cumplir su trabajo quiso exprimirse la tristeza de quién sabe cuántas noches de onanismo solitario. Perro triste. Perro que muerde. Perro que cabalga mujeres bellas. Así me lo imagino repitiendo: perro asustado, perro con rabia, perro que sangra por la verga, mientras escucha los alaridos de la perra que posee. Perra de raza, perra de familia, con su platito de comida al lado de la mesa de los patrones. Perra.
La noche detrás del hijo de perra, que miraba las lágrimas de la cachorra arrepentida. Le dio miedo, perro cobarde, y luego de asestarle varios puñetazos en el rostro le dio vuelta. La puso de perrito y, apretándole las muñecas con sus manos ensangrentadas, volvió a penetrarla hasta que sus gritos fueron aullidos a la luna. Y el cielo se desplomó sobre el movimiento ajetreado de los dos caninos amantes. Todo quedó en silencio, inmóvil.
La belleza entonces. El asesino se puso de pie y ni siquiera se subió el pantalón. Su pito escurría una baba blanca como el filo de la luna. Los jadeos de la perra no eran de placer, pero ya no importaba. Tomó la pistola y terminó su labor. Cansado, el escultor volvió a su cotidianidad, sin perras y sin mármol.
Le quité del rostro un hilo de cabello que me estorbaba. Acaricié sus mejillas con mi dedo índice. Luego fui a su boca, entreabierta, y en la comisura de los labios entretuve mi yema tibia que contrastaba con la frialdad de piedra de su condición divina. Bajé por su cuello y utilicé las manos para saborear el contorno de su anatomía. Con la derecha terminé de desprender el pedazo de blusa que le quedaba, con la izquierda tomé su seno, sin apretarlo mucho. Miré su pezón y lo rodeé con el índice, me acerqué y lo besé. Mis labios se acomodaron en aquel brote de piel oscura. Mientras respiraba el olor agrio de su piel putrefacta, terminé de sacarle lo que traía encima. Solo quedó un calzón sucio que se detenía en sus tobillos. Lo dejé ahí mientras recorría con la nariz la mitad del cuerpo que me faltaba. En el sexo había rastros del semen del artista. Seco, como una costra que ensuciaba el monumento final. Me dieron ganas de lamerlo, comerme los últimos rastros de aquello que había sido hecho por un hombre nacido no divino desde el principio.
Eres un puto enfermo, dijo Arturo, y soltó una carcajada. Te pasas de verga, pinche Rodrigo. Le dije que debía irme, tenía trabajo. Antes tenemos que ver qué haremos con el cuerpecito este que te quieres ligar, güey. Obviamente no se podía quedar en su casa, me dijo. Ni en la mía, respondí. Pero realmente tenía ganas de llevármelo. Vamos a esperar a que se despierten es tas viejas, tal vez ellas tengan una idea. Ya sabes, las putas siempre le salvan la vida a los poetas, es un lugar común. Se la pasaba haciendo chistes sobre escritores que yo no entendía.
Bueno, ¿pido algo de comer o comemos afuera?, preguntó como si no le importara un carajo que yo debía trabajar y que tenía un cadáver sentado en el sofá de su sala. No mames, le dije. Quiero ir a mi casa, darme un baño. Me duele el culo.
Fue entonces que me contó que las putas se habían divertido con mi cuerpo. No te encabrones, güey, se adelantó. A ti te gusta sabrosearte a los muertos, así que estás peor. Inútil explicarle algo. Arturo pertenecía a otro mundo, o mejor: a otro lado del mundo. Volví a pedirle las llaves y me dijo que estaba bien, pero que antes lo ayudara a despertar a las viejas.
Me paré en el umbral de la habitación y grité: ¡despierten! No seas pendejo, me dijo mi compañero, a estas putas no se les despierta así. Luego se acercó a la cama, se bajó el pantalón deportivo que traía puesto y empezó a masturbarse en la cara de una de ellas. Divertido, volteó a verme y me invitó a hacer lo mismo con la otra. Moví la cabeza con asco y fui a la cocina por agua y a fumarme un cigarro. Antes de irme alcancé a mirar que el pene de Arturo conseguía una erección y que —hijo de su puta madre— golpeaba los cachetes de la prostituta con su miembro.
Las carcajadas y los jadeos de mi anfitrión eran el único fondo musical del que disponía para mirar la calle desde la ventana de aquella cocina que olía a limpio, a pesar de que a unos metros se encontraba un cuerpo en descomposición. El barrio en el que nos encontrábamos era tranquilo y de clase media alta. Ahí vivía Arturo desde que obtuvo, con apenas veintinueve años, una beca de creación y un par de premios que, además de brindarle la estabilidad económica que nunca había tenido, lo catapultaron a la fama entre un sector medianamente pudiente de escritores del norte del país. El departamento tenía todas las comodidades para un hombre soltero de su edad, además de que podía darse el lujo de pagar un servicio de limpieza para no tener otra cosa en qué ocupar su tiempo que en escribir, lo que para él se traducía en drogarse, contratar prostitutas y ver Netflix.
En la ciudad, Arturo prefería quedarse encerrado. La gente de Morelia lo asqueaba. Miserables, decía, mediocres que no queren salir de la mierda en la que se regocijan cual moscas. Aclaraba que no se refería a mí cuando decía eso. No te lo tomes personal, men, me refiero a los escritorzuelos, artistuchos que dicen que hacen arte y literatura para el porvenir. Puras mamadas. Nosotros miramos a las moscas con asco, ¿y sabes cómo nos miran ellas a nosotros? De igual forma. Ellos me observan con recelo y repugnancia, desde su retrete disfrazado de centro cultural o museo, me vomitan a mí y a todos los que hemos logrado despegarnos del fango de lo contracultural e independiente.
Pero la verdad era que no estaba mucho por acá. La mayor parte del tiempo se encontraba viajando. Iba a encuentros literarios, daba charlas en alguna universidad o hacía residencias creativas en equis o ye lugar. Siempre uno donde hubiera contacto con la naturaleza y un spa con barra libre.
Fui de regreso a la sala porque la campana del camión de la basura me sacó de mis cavilaciones. Al pasar por la habitación de Arturo pude ver que una de las putas —la que supuestamente dormiría conmigo—, ayudaba al escritor a “despertar” a la bella durmiente. Mientras él le embarraba el líquido lubricante de su pito en la boca, la otra restregaba su lengua vacuna en la panocha de su colega.
Me senté con cuidado —seguía doliéndome el culo— enfrente de Atenea, así me gustaba llamarla. Encendí otro cigarro y, mientras veía sus ojos aletargados, me quedé dormido.