Entre yōkai y alebrijes: Shigeru Mizuki en Oaxaca
La Feria de Zapotlán es una de las festividades más populares en el Sur de Jalisco y, quizás —permítaseme esta aseveración chauvinista—, es una de las pocas fiestas pueblerinas cuya celebridad ha trascendido al territorio internacional. Esto último encuentra su motivación, sobre todo, en el hecho de que Juan José Arreola plasmó su carácter festivo en su novela La feria (1963) —su algarabía jocosa y llena de leyendas, sus chascarrillos y rimas en doble sentido.
Como nativo tlayolense, desde hace décadas he presenciado los preparativos y el tradicional desfile de la fiesta religiosa a San José, el Santo Patrono. El espectáculo es notable: carros alegóricos representando las principales escenas de la vida del nazareno, miles de danzantes que se congregan para acompañar el recorrido al ritmo de la tambora y la chirimía; escuelas, charros y peregrinos que acuden a celebrar a la efigie sagrada que, desde el siglo xix, protege —o lo intenta— al sur de Jalisco de los temblores.
Como es de esperarse, un evento de esta magnitud invita no pocas veces al malestar de los pobladores: entre la contaminación visual, las inmensas cantidades de basura, las calles bloqueadas, el número de incomodidades es creciente desde el primer día de la fiesta pagana, que empieza mucho antes que la religiosa. Y es precisamente una de estas incomodidades la que me motiva a escribir este texto: los famosos “monstruos” del desfile alegórico.
Es imposible concebir el desfile del Santo Patrono sin hablar de los monstruos. Personajes por demás pintorescos que, disfrazados de las maneras más diversas —los he visto con máscaras de zombis, de vampiros, de vaqueros, disfrazados de Chucky, Fredy Krueger, Peso Pluma e incluso del presidente en turno—, blanden un ceremonioso chicote con el que castigan el asfalto en auténtico pandemónium. Los monstruos son, como los danzantes, fieles acompañantes del recorrido de San José a través de las calles de Tlayolan, y su presencia es constante recordatorio de que no se puede concebir la divinidad sin su contraparte demoniaca.
Para la crítica Cassandra Eason, la presencia de los monstruos en la sociedad no sólo sirve para evidenciar los caracteres abyectos que se esconden en las conductas humanas. Los monstruos son, también, un recordatorio o acaso advertencia de un mundo sobrenatural más allá del mundo que habitamos. En el fondo, las sociedades siguen inventando monstruos porque sirven para expresar la posibilidad de una existencia más allá de la nuestra. “El interés en los monstruos —dice Eason— puede deberse en parte a la decadencia de las religiones convencionales en las sociedades, conduciendo a que la gente busque desesperadamente si hay vida más allá del mundo material y que no estamos solos en el universo” (xiv).
Si bien la mayoría de las sociedades conocidas ha creado su propio circuito de monstruos, la cercanía del pueblo mexicano con estos seres abyectos —sobre todo durante sus celebraciones religiosas— es una cualidad del folclor nacional que ha llamado la atención de numerosos artistas y académicos alrededor del mundo. De todos ellos, siempre me ha parecido particularmente relevante el caso de Mizuki Shigeru quien, además de ser uno de los mangakas más populares del siglo pasado, fue también uno de los más importantes catalogadores de monstruos japoneses del que tenemos noticia.
Mizuki Shigeru nació en Sakaiminato, prefectura de Tottori, el 8 de marzo de 1922. Desde sus primeros años como estudiante de primaria, mostró una habilidad artística extraordinaria, lo que lo llevó a tener exposiciones de sus dibujos y a ser publicado en los periódicos de su ciudad natal. Experimentó la guerra en Papua Nueva Guinea durante su juventud, una experiencia que lo marcó emocionalmente y lo volvió un pacifista declarado —algo que dejó claro tanto en sus entrevistas como en sus memorias—. Finalmente, terminó por establecerse en Japón en donde comenzaría una carrera como mangaka en 1957 con el manga ロケットマン [Rocketman]. Sin embargo, no fue sino hasta la aparición de ゲゲゲの鬼太郎 [Gegege no Kitarō, originalmente conocido como 墓場鬼太郎, Hakaba no Kitarō, o “Kitarō del cementerio”] que su fama se difundió por todo el país. En este manga, además, Mizuki definiría su peculiar estilo artístico, pero sobre todo, su pasión por los monstruos japoneses, mejor conocidos como妖怪 [yōkai].
Etimológicamente, el término yōkai se compone de los caracteres 妖 [siniestro, sospechoso] y 怪 [extraño, aparición]. En la actualidad, se ha vuelto una palabra de uso relativamente común, pues se ha difundido en todo el mundo gracias al anime y otros productos culturales masivos. Quizás el más popular sea 妖怪ウォッチ [Yōkai Watch], anime que se encuentra en diversas plataformas de streaming y cuya fama alcanzó su punto más álgido en años recientes. No obstante, el término yōkai ha estado presente en el folclor japonés desde hace siglos. Su definición establece algunas claves interesantes: en primer lugar, el yōkai no es simplemente un monstruo en el sentido estricto, sino que deberíamos entenderlo más bien como un fenómeno. Para Michael Dylan Foster, el yōkai es un monstruo o ser fantástico, un espíritu o una aparición, pero también es una idea que surge de preguntas como “quién encendió la televisión en medio de la noche cuando no había nadie cerca” (25).
Komatsu Kazuhiko —probablemente el más importante estudioso del tema en Japón— nos dice que podríamos dividir la definición en tres partes. Primero, entendiendo a los yōkai como incidentes siniestros, experiencias extrañas capaces de estimular la imaginación e inspirar historias con mensajes nacidos del miedo (13). Segundo, como entidades sobrenaturales, seres tangibles, habitantes de diversas historias, chismes, leyendas o cuentos que tratan de explicar eventos extraños; en esta categoría, por cierto, podríamos incluir a la mayoría de los monstruos en todas las latitudes. Por último, como entes representados en pinturas y otras manifestaciones gráficas que, desde el arte, muestran el carácter ceremonial de estas criaturas, manifestándose a un nivel profundo de la cultura japonesa. Como mencionamos antes, los yōkai son mensajeros de lo místico.
Si bien en la actualidad los yōkai han encontrado un nicho en los estudios culturales —los libros y artículos sobre el folclor japonés se cuentan ahora en cientos—, lo cierto es que el interés por estos seres en el ámbito de la literatura precedió en muchos años al ámbito de la academia. Mizuki Shigeru podría contarse como uno de los primeros autores que dedicó una parte importante de su producción artística al estudio y taxonomía del yōkai. A tal grado llegó su interés por la clasificación de estas criaturas, que durante varios años elaboró una enciclopedia donde reunió varios cientos de entradas de yōkai, quizás el catálogo editado más completo en su tipo.
Además de la titánica labor de taxonomía, Mizuki ilustró cada una de las entradas de su enciclopedia.1 Su obra reúne cientos de entradas de todos los rincones de Japón, y fue publicada recientemente en español por Satori Ediciones, en un esfuerzo descomunal por traer a nuestra lengua uno de los compendios yōkai más completos y documentados que existen, pues cada una de las entradas viene acompañada de una breve narración que Mizuki obtuvo de una fuente literaria o histórica. Lo anterior resulta, a mi parecer, un acto de justicia literaria, pues la obra de Shigeru llegó a México de manera tardía, a pesar de que el autor compartió el éxito con mangakas como Osamu Tezuka (Astroboy, La princesa caballero).
Otro esfuerzo editorial notable lo trajo la editorial Astiberri, que publicó los seis tomos de su autobiografía, que se han distribuido en México y se consiguen con relativa facilidad. En estos libros, la experiencia de la guerra, los viajes para conocer distintas comunidades indígenas, las tribulaciones del artista, se presentan en un manga bastante digerible y entretenido. Y si bien cada uno de estos libros merece un estudio aparte, el tomo seis es particularmente relevante, pues Mizuki Shigeru comparte una experiencia inédita: su visita a Oaxaca para profundizar en la cultura mexicana.
Su viaje ocurrió en octubre de 1996. Como él mismo relata en su autobiografía, el interés por conocer nuestro país derivaría del Primer Congreso Mundial de Yōkai, realizado el 25 de agosto de ese año en Sakaiminato. La visión de las máscaras mexicanas —las mismas máscaras que todavía pueden observarse en los desfiles y en las danzas regionales—, fue un evento que impactó el espíritu aventurero del autor: “Los yōkai y espíritus normalmente no se pueden ver […] pero estas máscaras ayudan a visualizarlos” (189).
Además de su autobiografía, Mizuki Shigeru escribió un libro de viaje, titulado 幸福になるメキシコ 水木しげるの大冒険 妖怪楽園案内 [Kōfuku ni naru Mekishiko. Mizuki Shigeru no daibōken. Yōkai rakuen an’nai; Felicidad en México. La gran aventura de Mizuki Shigeru. Guía del paraíso de los monstruos]. En este particular volumen compiló sus notas sobre la experiencia del viaje en México, e incluyó una ingente cantidad de fotografías e ilustraciones, así como fragmentos de manga, donde expresa la experiencia mexicana al completo.
Algunas de estas fotografías remiten a la natural experiencia del turista —bebiendo mezcal oaxaqueño, conviviendo con campesinos y artesanos mexicanos—; otras, muestran ya el interés por catalogar las famosas figuras talladas —a veces también llamadas alebrijes oaxaqueños, aunque hay discusión sobre la terminología—. Finalmente, como un tierno homenaje del folclor nacional, el autor incluye cuatro entradas de monstruos mexicanos, que remiten con claridad a su propia enciclopedia.
Por considerarlo de interés para el lector mexicano, dejo a continuación la que corresponde al chaneque:
Esta es una historia muy conocida sobre un yōkai que, según se cuenta, vive en las granjas y pequeñas poblaciones cerca de la Cuenca de Papaloapan, en el estado sureño de Veracruz.
En los tiempos en los que no había electricidad, un día apareció un duende. Era un duende que tenía un aspecto muy similar al de un humano, aunque estaba desnudo. Los locales llamaron a esta criatura “chaneque”.
Se dice que cualquiera que se encuentre con este chaneque, será hipnotizado y raptado, el chaneque lo golpeará severamente, lo despojará de sus prendas y posteriormente lo desechará en algún lugar lejano.
Aunque es una criatura muy peligrosa, los adultos lo utilizan para asustar a los niños. “Si no te portas bien, te va a llevar el chaneque”, les dicen para mejorar su comportamiento. Esto parece resultar efectivo.
Se dice que, debido que las personas que se llevó el chaneque estaban en un estado hipnótico, les resulta muy difícil volver a casa. El regreso les puede llevar muchos días. Cuando la persona por fin recobra el sentido (no se sabe cuándo ni cómo va a volver en sí), recordará algunas cosas al principio, pero sentirá como si estuviera en un sueño. (9-10)
El autor concluiría el relato del viaje a México hablando con entusiasmo de la cultura mexicana de la muerte, de su visita a las pirámides prehispánicas y, cosa por demás interesante, de su experiencia con una chamana que lo proveyó de hongos sagrados. “Los hongos son hijos de los dioses”, declararía la misteriosa mujer al autor. De esta última experiencia —tan alucinante como divertida— sólo mencionaré que el autor ilustró con peculiar detalle cada una de las etapas del viaje espiritual: desde su ingreso al corazón de las pirámides, hasta su violenta expulsión de las alucinaciones saliendo por el trasero de una mujer gigante. Con este relato, el viaje al paraíso mexicano de los monstruos se da por concluido.
Como un modesto corolario, me parece importante destacar que el estudio de los yōkai no sólo ha encontrado un nicho entre la comunidad académica en Japón, sino que hay centros de investigaciones dedicados exclusivamente a estudiar estos fenómenos culturales. El más relevante de ellos es el centro que fundó el propio Dr. Komatsu en el国際日本文化研究センター [Centro de Investigación Internacional para los Estudios Japoneses], ubicado en la ciudad de Kioto. En éste se encuentra quizás la más grande colección de yōkai, en registros que datan de varios siglos atrás. De particular interés resulta su base de datos en donde el lector no sólo podrá consultar los grabados de estas criaturas extrañas, en muchas ocasiones también encontrará las historias que se contaban sobre sus características y apariciones. Sólo me queda decir que la tierra de los monstruos sigue atenta, esperando la llegada de más investigadores y artistas que pretendan nutrirse de ella.
Ya sea que hablemos del carácter folclórico del monstruo mexicano, o de las siniestras apariciones del yōkai japonés, lo cierto es que la presencia de los monstruos en la cultura nos revela mucho acerca del carácter de sus sociedades: permiten conocer sus miedos, sus expectativas sobrenaturales, los valores y antivalores a los que otorgan mayor relevancia. Los monstruos son mucho más que un divertimento, una figuración de lo abyecto o de lo perverso. Ante todo, son una interpretación del mundo, y llevan presente una carga cultural que no debería de ignorarse: son un espejo en donde depositamos las cosas ocultas en nosotros mismos.
Referencias
Eason, Cassandra (2008). Fabulous Creatures, Mythical Monsters, and Animal Power Symbols. Greenwood Press.
Foster, Michael Dylan (2015). The Book of Yokai. Mysterious Creatures of Japanese Folklore. University of California Press.
Komatsu, Kazuhiko (2017). An Introduction to Yōkai Culture. Japan Publishing Industry Foundation for Culture.
Mizuki, Shigeru (2013). Autobiografía. Libro seis. Astiberri. Mizuki, Shigeru (2013). 幸福になるメキシコ 水木しげるの大冒険 妖怪楽園案内. Shodensa.
- Su esfuerzo, por cierto, forma parte de una tradición de bestiarios japoneses, inaugurada en el periodo Edo por un artista del ukiyo-he llamado Toriyama Sekien, quien ilustrara la famosa 今昔画図続百鬼 [Konjaku gazu zoku hyakki, “Cien demonios ilustrados del presente y el pasado”] y que puede encontrarse en español editada por Quaterni.