Tierra Adentro
Fotografía de Simone de Beauvoir. Fuente: “El Periódico de España”.

A Cruz Estela por sus pérdidas,
a Maira Colín que conoce de duelos,
a Hugo y a todos los amigos de
Enrique Servín que lo extrañan.

La vida cambia en un instante, en un instante ordinario.

Joan Didion, El año del pensamiento mágico

A una mujer de cincuenta y tantos le avisan que su madre se cayó y se rompió la cadera. La mujer acude al hospital para acompañarla. Mientras la atienden los doctores, descubren que la octogenaria madre tiene cáncer. Las siguientes semanas, la mujer presencia el deterioro y la agonía de su madre. Esta serie de eventos se han repetido, en líneas generales, por cientos si no es que por miles en muchos lugares del mundo. Una de las mujeres que lo sufrió y acompañó a su madre en sus últimas semanas fue Simone de Beauvoir, quien consignó toda la experiencia de la pérdida de su madre en Una muerte muy dulce (Une mort très douce, 1964).

Una muerte muy dulce es el testimonio de una agonía. Beauvoir escribió apenas unos meses después de la muerte de Françoise Brasseur la obra en la que consignó el mes que fue desde la caída de la mujer hasta su muerte, cuya causa, el cáncer, la agonizante desconoció hasta el final.

Pocas obras indagan en la pérdida de un ser querido como lo hace Beauvoir en Una muerte muy dulce. Se puede pensar en obras posteriores: el Diario de duelo de Rolland Barthes, escrito entre 1977, al momento de la muerte de su madre, y 1979; El año del pensamiento mágico, publicado en 2005, y Noches azules del 2011 de Joan Didion, donde explora su duelo tras la repentina enfermedad de su hija y la muerte de su esposo; del 2006, El olvido que seremos del colombiano Héctor Abad Faciolince, en el que cuenta la vida de su padre luego de que murió víctima de la violencia en su país; de Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre, de 2013, en el que la poeta trata de explicarse el suicidio de su hijo. Hay muchas más, por supuesto, pero estas cinco obras, junto con Una muerte muy dulce, han sido las que me han marcado y en las que he sentido acompañar a quien escribe en medio de su dolor —entender que la escritura fue una forma en la que pudieron afrontar la pérdida de un ser querido, que la escritura es una forma en la que se puede evitar abismarse en el dolor—.

Decir que la muerte es lo único que tenemos seguro es una obviedad, que no por obvia deja de ser cierta. Tarde o temprano, nuestros corazones dejarán de bombear sangre y el cerebro, esa galaxia dentro de nuestros cráneos, apagará todas y cada una de sus neuronas. Y lo que un día reconocimos bajo el pronombre de yo, ya no responderá a ningún nombre. Del mismo modo, antes o después habremos de conocer el dolor de la pérdida: la madre, el padre, una hermana, un hermano, una amistad o la persona a la que amamos conocerán la quietud de la tumba. Tan común es, que Joseph Campbell lo considera uno de los tropos del camino del héroe: la muerte del mentor —y no es el único tropo narrativo en el que la muerte de un ser querido del protagonista mueve la historia; ahí está, por ejemplo, el infame de la mujer en la nevera—.

Nunca se está preparado para ese momento. Se pueden imaginar, idear formas de afrontar la muerte de alguien cercano, pero al momento en el que la muerte nos golpea, apenas si podemos reaccionar —o la reacción se enfoca en resolver asuntos prácticos, o en continuar con las rutinas como si no hubiese pasado, porque las reacciones varían de persona a persona y dependen de las condiciones en las que ocurrió la pérdida—.

En mi caso, el asesinato de Enrique Servín fue ese momento. Me enteré a la distancia, estaba en otro país. Los meses siguientes a su muerte, apenas podía salir de la espiral que es el duelo. Una de las pocas cosas que me ayudaron fue la literatura. Leí, o volví a leer, las obras en las que sabía se hablaba de la pérdida de un ser querido. Así volví a Una muerte muy dulce, una obra que había leído por primera vez en 2009 —entonces tenía veinticuatro años y la experiencia del duelo apenas si me era conocida o, mejor dicho, la conocía de forma abstracta—, pero, a inicios de 2020, estaba en medio del duelo, tratando de procesar que un amigo y mentor ya no estaba en el mundo.

Cuando desaparece un ser querido, pagamos el pecado de existir con mil añoranzas desgarradoras. Su muerte nos devela su singularidad única; se torna vasto como el mundo que su ausencia hace desaparecer para él, y que su presencia hacía existir en su totalidad; nos parece que hubiera debido ocupar un lugar más importante en nuestra vida: en última instancia ocuparla totalmente.

En mi caso, me enfrentaba a la pérdida de una amistad de más de una década y media; al vacío que dejó en mí esa amistad se sumaba la violencia con la que ocurrió su fin y el hecho de haberme encontrado a miles de kilómetros de Chihuahua. La última vez que vi a Enrique fue cuando me llevó al aeropuerto y me despidió, nos abrazamos rápido porque tenía que mover su carro del área de arribos; nunca pensé que aquel abrazo sería el último. En las semanas, en los meses después de recibir la noticia, rememoré ese abrazo, el recorrido en su Tsuru por la ciudad de Chihuahua hasta el aeropuerto; la tarde anterior cuando bebimos café como tantas veces habíamos hecho en ese restaurante que a él le gustaba frecuentar. Y trataba de encontrar sentido en las palabras dichas, en los gestos, pero no lo hubo. Quedaban, por una parte, aquellos hechos, la última vez que lo vi en persona y las conversaciones que seguí teniendo con él en línea; por la otra, su muerte.

Simone de Beauvoir me ayudó a entender que, a pesar del alienante dolor que padecía, no estaba solo; que la forma en la que padecía, a pesar de sus particularidades, había sido padecida por más personas. En Una muerte muy dulce empecé a ver materializadas, expresadas en palabras, muchas de las emociones que sufría. Por supuesto, las circunstancias eran diferentes, Enrique no murió en un hospital ni conoció la vejez —la posibilidad de llegar a padecerla lo aterrorizaba— y yo no lo acompañé en su agonía. Allí estaba volviendo a leer a Beauvoir, encontrándome con una mujer que descubre que perderá a su madre.

Paré un taxi. El mismo trayecto, el mismo otoño tibio y azul, la misma clínica. Pero entraba en otra historia: en lugar de una convalecencia, una agonía. Antes venía aquí a pasar unas horas neutras; atravesaba el hall con indiferencia. Los dramas acaecían detrás de las puertas cerradas: nada se traslucía. Desde ese momento, uno de esos dramas era el mío.

Ese drama, el drama de Simone que perderá a su madre, Françoise, es el que conforma la obra: el acompañamiento que una hija hace de su madre enferma, una mujer en sus ochenta años que ni siquiera sabe que va a morir a consecuencia de un cáncer, que cree que está en el hospital solo por una caída, una caída donde se rompió la cadera.

La noticia sorprendió a las dos hijas de la enferma. Una madre enferma y a las puertas de la muerte no deja de ser un golpe, por mucho que se haya pensado que iba a pasar en un momento u en otro. La muerte de la madre es observada por la hija que es también escritora y filósofa. Como filósofa, la disecciona; como escritora, la pone en palabras.

No se muere de haber nacido, ni de haber vivido, ni de vejez. Se muere de algo. Saber que mi madre por su edad estaba condenada a un fin próximo no atenuó la horrible sorpresa: tenía un sarcoma. Un cáncer, una embolia, una congestión pulmonar: es algo tan brutal e imprevisto como un motor que se detiene en el aire. Mi madre alentaba al optimismo cuando impedida y moribunda afirmaba el precio infinito de cada instante; asimismo, su vano encarnizamiento desgarraba el velo tranquilizador de la superficialidad cotidiana. No existe muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aun si la conoce y la acepta, es una violencia indebida.

Françoise Brasseur sufre esa violencia indebida y su hija Simone de Beauvoir lo atestigua. Sin embargo, no deja de ser paradójico que ella entra a la muerte sin saber el mal que la aqueja.

¿Qué hubiera ocurrido si el médico de mamá hubiera detectado el cáncer desde los primeros síntomas? Seguramente se lo hubiera combatido con rayos y mamá hubiera vivido dos o tres años más. Pero ella hubiera sabido o por lo menos sospechado la naturaleza de su mal y hubiera pasado el fin de su existencia en medio de la angustia.

Y es ahí donde radica la dulzura a la que apunta el título de la obra. Françoise murió, pero no murió angustiada por el mal que la aquejaba. Al dolor físico de la cadera rota y del cáncer que se extendía en su cuerpo no se añadió la angustia por saber que ese mal crecía dentro de ella. El padecimiento fue mucho, pero se circunscribió a su dimensión física. Esa es la muerte dulce de la que habla Beauvoir y a la que deberíamos aspirar, una en la que la angustia estuviera desterrada y el dolor del cuerpo se redujera al mínimo.

El ignorar su mal evitó a la madre padecer innecesariamente, pero, al mismo tiempo, les quitó la posibilidad a las hijas de ser conscientes del poco tiempo que les restaba con ella, de acompañarla y procurarle más atención y cuidados.

Lo que lamentamos, es que el error del médico no nos engañara también a nosotros; de otra manera nuestra preocupación primordial hubiera sido la felicidad de mamá. […] Yo la hubiera visto más seguido y le hubiera inventado placeres.

Queda el acompañamiento de la moribunda, una moribunda que no sabe que lo es, quien sufre tanto su enfermedad como la atención médica.

Se había iniciado una carrera entre la muerte y la tortura. Yo me preguntaba cómo se las arregla uno para vivir cuando un ser querido nos ha gritado en vano: ¡Piedad!

La piedad no llega, la muerte se posterga. “Dura tarea la de morir cuando se ama tanto la vida”, escribe Beauvoir sobre la agonía de su madre en un juicio comprensivo, revelando lo que se planteó al escribir esta obra. La escritora y filósofa se plantea entender la muerte, acompañar a su madre en ella, ser la voz que le habla y le grita al padre, como la voz poética del poema Do not go gentle into that good night de Dylan Thomas y cuyos versos iniciales son el epígrafe de Una muerte muy dulce.

“Comprendí, a cuenta de mí misma y hasta la médula de los huesos, que en los últimos momentos de un moribundo se pudiera encerrar el absoluto”. Françoise muere, Simone lo atestigua y lo consigna. La agonía desfigura a la madre, le imprime los sucesivos rostros de la muerte. Sin embargo: “Era ella, todavía, y sería para siempre su ausencia”.

La madre muere, no hay ya forma en la que pueda volverse a relacionar con ella. “El tiempo se desvanece tras los que dejan este mundo; y mientras mi edad aumenta, mi pasado se contrae”.

Simone de Beauvoir reconoce que a los ochenta años se es suficientemente viejo para morir y, sin embargo, la muerte de su madre no dejó de afectarla, de dolerle. Para tratar de entender ese dolor, de comprender sus emociones mientras su madre moría, es que escribió Una muerte muy dulce. Porque entendió, también, que ese dolor que ella sufrió era semejante al que otras personas han padecido, que el dolor que atestiguó también era semejante al que miles de personas atestiguaron.

Cada persona procesa de manera diferente el duelo —la atención terapéutica nunca está de más—, pero, en mi caso, la literatura me ayudó a sobreponerme, a darme cuenta de que otras personas ya han pasado por el estado en el que me encontraba. Por eso es tan importante el testimonio de Simone de Beauvoir, Una muerte muy dulce, un testimonio bellamente escrito.

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