¿Las redes sociales afectan la labor creativa del escritor, como afirmó Jonathan Franzen? En esta ocasión, los narradores Antonio Ortuño ( La fila india ) y Daniel Saldaña Paris ( En medio de extrañas víctimas) dirimen si Twitter es enemigo o no de la inspiración.
#YoTambienOdioaTwitter
Antonio Ortuño
Mi deber al abordar este asunto es confesarme: la mía no sería vida si no asomara noventa y dos veces por día el Twitter. Y no, no sostengo que eso libre a ese servicio de internet de ser el mecanismo de estupidización masiva que es. Tampoco los adictos pasan una noche plácida si les falta su dosis, lo cual no quiere decir que el veneno que les rezuma de las narices sea un producto de alto valor nutricional. No: detesto Twitter porque me he convertido en un secuaz de la superficialidad que exhibe y pregona y la que obliga a desarrollar. Pero tampoco he encontrado la manera de huir. Por eso, justamente, se les llama «redes sociales»: porque se queda uno atrapado en ellas como un bagre.
Reconozcamos que los tuiteros tienen ventajas de las que carece casi cualquier otro ser en la galaxia de las letras. Un escritor de cualquier tipo, literato, periodista, guionista de cine o académico avezado, suele tener la limitante de la coherencia: por más «mestizo» de géneros que pretenda ser, existen patrones de estilo, ortografía, razonamiento lógico o meros campos de conocimiento. Pero esto, para un creador de las redes sociales nada aplica: en menos de un minuto, nosotros, nuevos renacentistas, somos capaces de repetir un chiste manido, aventurar un comentario político, solidarizarnos con ocho causas, manifestar gustos sobre once o treinta materias, mandarles saludos a los primos de Amarillo en Texas, y dedicarle una sentida canción a nuestro amorcito. En Twitter todos sabemos el trasfondo de lo que ocurre en EU, los intríngulis del resultado de un encuentro de futbol y la receta óptima para los tamales de mondongo dulce. En Twitter todos podemos manifestarle a Perengano, el reconocido pensador o artista, el desprecio cercano al vómito que nos provocan su obra, su narizota y su mera existencia.
Así, pues, Twitter nos proporciona la ilusión de que somos líderes de opinión, justo como los pelmazos que salen en la tele, pero inclinados a nuestros propios intereses y gustos; esto, además, permitiéndonos ser los mirones consuetudinarios de las carnes, verbenas y miserias de los demás y de sus pobres y tristes ideas. Llega a tal grado la ilusión, que los tuiteros nos tomamos con gran seriedad iniciativas inútiles, como la recolección de firmas virtuales en apoyo a todo tipo de causas, o la colocación de dibujitos alusivos a ellas en nuestros espacios.
Todas las ventajas del mirón y las del opinador profesional, el cómico y el cartonista, cuando no las del poeta, sin más responsabilidad que la de «re-gistrarse» gratuitamente en una página de internet y la de no pegar en nuestro dominio fotos abiertamente sexuales, porque entonces seremos bloqueados y/o expulsados de este paraíso en forma de red.
Y finalmente, lo confieso, odio a Twitter porque cuando este texto sea publicado, me apresuraré a subirlo a mis propias «redes» y disfrutaré como un loco ante las marcas de «me gusta» y los reenvíos a los que sea sometido.
Total: nadie vive sin su dosis cotidiana de ignominia.
El mundanal ruido
Daniel Saldaña Paris
Soy consciente de que esta invectiva puede sonar a sermón de converso: pasé cinco años escribiendo en Twitter cuanta sandez cruzaba por mi mente. Perpetré palíndromos, cometí calaveritas, comenté con dudoso ingenio las más inocuas noticias, troleé a algún «pensador» de insufrible prosa y celebré en silencio, con disimulada alegría (hay que mantener la pose), cada millar de seguidores que me fui ganando. No tengo el descaro de repartir consejos —de decirle a los jóvenes, agitando el índice, que se alejen de esa red maldita—. Creer que una red social puede ser nociva en sí misma es como creer que una escoba o un mondadientes pueden serlo; en esto, como en tantas otras cosas, mi opinión es un lugar común del tamaño de una casa: «depende, en cada caso, de cómo se use la herramienta». Siendo como soy una persona propensa al exceso, reconozco que quizás me propasé en mi uso de la mentada herramienta, por lo que el título de este texto debe leerse sólo como un esfuerzo chirle para jalar lectores: en realidad sólo estoy en contra de usar Twitter yo mismo.
Al principio, quise entender la restricción de caracteres como un reto de carácter oulipiano y me entregué de lleno al formato. Cuando uno pasa muchas horas escribiendo sonetos después es muy difícil regresar al habla no endecasilábica; algo parecido sucede con los tuits: la exigencia de la brevedad y la eficacia con jiribilla se contagia del avatar al individuo.
Hay en la tradición literaria mexicana autores que sorprenden por el ingenio y el retruécano de cada frase. Los lectores los reconocen en las calles y se toman fotos con ellos. Escriben sobre futbol con la misma chispa con que comentan a Montaigne. Está bien que existan. Después de varios años tuiteando, un día leí en voz alta un texto mío que sonaba un poco a eso: frases «eficaces», con pocas comas, legibles, apoyadas sobre el símil y la paronomasia, el calambur y la referencia noticiosa. Y por más que siempre me hayan dado envidia los escritores populares (iba a escribir «populacheros», con malicia), me puso triste esa lectura. Porque lo cierto es que no me hice escritor para eso, aunque en algún punto haya torcido el rumbo. Le quise echar la culpa a Twitter, desde luego. Habrá quien sea capaz de soltar diez rosarios de gracejadas y luego cambie de registro para teclear un sesudo tratado sobre la condición humana. No aspiro a ninguno de los dos extremos, pero creo que si siguiera en Twitter terminaría por publicar una reunión de ocurrencias con la palabra «sexenio» en el título, y honestamente paso.
Al principio de mi abstinencia tuitera creí que lo hacía para alejarme del mundanal ruido, para bajarle al menos dos rayitas al volumen del bullicio, pero no es cierto. Leo tres periódicos en internet al día y a veces me flagelo revisando la sección de comentarios. No me siento más aislado, más concentrado ni más capaz que cuando usaba Twitter, pero sí más fiel a mi respiración, a mi manera de torcer la prosa, a mi demorada y dubitativa forma de no terminar nunca de decir algo. Y eso me gusta.