Postales de la pandemia
I. País Vasco, 6 de marzo 2020
Hombre y mujer que no paran de toser. Yo en la fila cuatro del autobús. Ellos en la uno. Habían subido al bus en Miranda del Ebro, y el sonido de sus pulmones era preocupante: un carraspeo áspero, de perro viejo. Él –unos setenta años, cara roja, envuelto en una gran chamarra– se sacudía con cada ataque de tos, que le daban como por intervalos: pasaba tres o cuatro minutos en silencio y, de pronto, una explosión: caghhhcajjjjcajjj caghhhcajjjjcajjj. Sus erupciones duraban treinta o cuarenta segundos, tiempo suficiente para diseminar material viral por todo el autobús.
(Yo imaginaba cada tosido como una suerte de pirotecnia viral: un estallido que subía al cielo y se reventaba en millones de partículas salivares que luego caían lentamente, como las luces de una bengala, sobre el resto de los pasajeros.)
¿Exageraba? Probablemente. España, país de 49 millones de habitantes, tenía poco más dos mil casos confirmados de Covid-19. O sea, un caso por cada 20 mil personas. ¿Cuáles eran las posibilidades de que estos señores fueran vectores de infección? Casi las mismas de pegarle a un premio de la lotería de Navidad. Decidí ser razonable: no me cambié de asiento.
2. Burgos, febrero 2020
Burgos, la más fría de las ciudades de España, está perchada en un altiplano que en invierno es casi una tundra. Me gustan sus portales, su río glacial, sus sauces, su cielo de nubes grises y sol, sus quesos maduros de oveja. Es un sitio poblado en su mayoría por viejos que toman el cafecito de mañana en locales que no han sido remozados desde el franquismo. Esos viejos –sobre todo las viejas– visten abrigos de pieles de visón y zorro, testamentos de tiempos en los que el invierno era más frío que ahora.
A inicios de marzo, esta debe ser una de las ciudades más pálidas de Europa: en pocos sitios he visto personas más blanquecinas, pieles más necesitadas de sol que en el Burgos de finales de invierno. Aún así, siempre he notado que los burgaleses prefieren caminar por la sombra que por el sol, prefieren el lado oscuro del café que el luminoso. Entre las catedrales góticas y la nieve, Burgos me parece el sitio perfecto para una novela de vampiros. Como una suerte de tributo al vampiro que llevan dentro, el platillo predilecto de los burgaleses es la morcilla: un embutido que se fabrica con sangre cocinada, especias y arroz, perfecto para calmar el apetito de un Drácula con frío
En los días previos al Estado de Emergencia, todo era normalidad: podías tomarte un vermú en la Vermutería Victoria, comerte unos huevos rotos con pimentón en El Morito, algunos optimistas incluso preparaban ya la primaveral sangría.
Conforme las cifras de infectados crecían en España, llegué a tocar el tema con algunos locales. Acostumbrados a vivir en los márgenes, en una provincia a la que todo llega tarde, me respondían con alguna variante del: “Nada, aquí no está pasando nada. Está todo normal. Despreocúpate.”
II. BIO-STR, 7 de marzo, 2020
El 7 de marzo volé de Bilbao a Stuttgart, Alemania. En la fila frente a la mía viajaban mamá, papá y dos hijos –creo que eran del sur de Asia— todos con cubrebocas. Los miré con un poco de condescendencia: me pareció que su psicosis importada era digna de cierta ternura.
Tres horas más tarde, antes de bajar del avión, los volví a analizar: el paterfamilia llevaba lentes que no eran de leer sino de protección, la madre cargaba un paquete de toallitas de cloro, los niños calzaban guantes.
“Pinches locos, ni que estuviéramos en el mercado de mariscos de Hubei,” pensé.
Unas horas más tarde llegaría a casa de mi novia, G., en Tübingen, al sur de Stuttgart. Por la noche, echados en la cama, leyendo noticias, una nota en el diario El País llamaría mi atención. La nota relataba que la guardia civil española había puesto en cuarentena un pequeño pueblo. Todo parecía indicar que muchos de los habitantes habían acudido a un funeral y, ahí, más de sesenta personas se habían infectado de Covid-19. Era, hasta el momento, el núcleo de contagio más grande del España.
La localidad en cuarentena se llamaba, se llama, Haro. Revisé un mapa y descubrí: Haro es un suburbio de Miranda del Duero, provincia de Burgos. El hombre y la mujer que tosían se subieron al autobús en esa ciudad. La tierra de los vampiros había sido tocada por el beso del murciélago.
Me acordé de la familia del avión, los asiáticos.
Yo creía saber algo que ellos no.
En realidad, ellos sabían algo que yo no.
Dejaron de ser turistas hipocondriacos y se convirtieron en algo más ominoso: ángeles providenciales que, con cubrebocas y guantes, cruzaban el cielo europeo con noticias de una desgracia inminente.
IV. 1 de marzo, 2019
El 1 de marzo de 2019, mi novia y yo decidimos pasar un fin de semana en el norte de Italia. Fue una vacación improvisada y, en retrospectiva, creo que solo fuimos porque conseguimos los vuelos a un precio de ganga. Nuestra misión en Milán era banal: tomar un poco de sol, visitar la plaza donde colgaron a Mussolini, comer helado de pistache. Pero en nuestra segunda jornada, mientras paseábamos por el Lago Como, alguien se trepó al balcón del AirBnb en el que nos hospedábamos, reventó las cerraduras de las puertas, y entró al apartamento. Fue así como me robaron mi computadora, el pasaporte de G., e incluso mi chamarra favorita. La computadora no tenía respaldo y perdí meses de avance en un proyecto de trabajo. Fue una experiencia de trauma y horror.
Desde entonces, el norte de Italia ha sido para mí un sitio maldito. Bérgamo, Milán y el Lago Como son nombres que me producen repudio y flashbacks traumáticos.
El 22 de febrero de 2020, a un año del fatídico viaje, la Lombarda volvía a sonar en mi vida: era el epicentro del brote de Covid-19 en Europa.
Cuando la noticia irrumpió, llamé a G. desde España. Lo único que separaba la Lombarda de los valles alemanes era la cordillera de los Alpes. En otras palabras: era cuestión de días para que el Covid llegara a Tübingen. Le sugerí que fuera al supermercado en busca de gel desinfectante y toallitas.
“No creo que haga falta comprar mucho, finalmente estás en Alemania y los alemanes deben ser más razonables y ordenados que en otros países”.
*
Tres días después, cuando el virus llegó a Tübingen –en el torrente de un médico universitario, nada menos– los alemanes se lanzaron en blitzkrieg contra los supermercados: arrasaron con el papel de baño, con los antisépticos, con los paquetes de espagueti, con el Bircher Müsli, con los tomates enlatados.
A pesar de que Tübingen se halla a menos de 100 kilómetros del Lago de Constanza, uno de los cuerpos de agua dulce más grandes y limpios de Europa, arrasaron también con el agua embotellada. Como langostas egipcias ante espigas de trigo y sorgo, los consumidores alemanes dejaban a su paso anaqueles vacíos, caos y confusión.
4. #ItsCoronaTime
El 9 de marzo, el gobierno alemán intentaba convencer al mundo de que las cosas estaban “bajo control”. Angela Merkel aseguraba que las fronteras de Alemania permanecerían abiertas y que la pandemia no era más que un catarro que todos debían enfrentar –de preferencia infectándose y generando anticuerpos.
En España e Italia, la cifra de muertos crecía. Los hospitales estaban llenos, los sistemas sanitarios se acercaban al colapso. Pero en Alemania se contaban, apenas, un par de muertos por el COVID-19. Nada de qué preocuparse, insistía Merkel.
Durante estos días de normalidad incierta, pasaba los ratos de aburrimiento ojeando videos de la red social TikTok. Ahí, gracias al hashtag #ItsCoronaTime descubrí que el papel de baño, el espagueti y la harina de una nación yacía en los sótanos de las casas de clase media de suburbios con nombres como Sindelfingen y Derendingen: ahí, adolescentes –y uno que otro adulto de dudoso criterio– se filmaban bailando frente a torres de papel de baño y paquetes de pasta suficientes para abastecer una trattoria.
5. Austria
Vale la pena relatarlo para recordar que hace poco vivíamos otros tiempos.
Habíamos planeado un fin de semana en Salzburgo, Austria: queríamos subir a las montañas, ver un lago, pasar la tarde en un museo. Para ello, habíamos reservado dos noches de hotel. Pero la fecha del viaje se acercaba, y quedaba cada vez más claro que era mala idea viajar. El viernes 13 de marzo, un día antes del viaje previsto, Austria anunció que a partir del lunes 16 de marzo cerraría todos los hoteles del país, así como los restaurantes y los teleféricos. Los museos los cerraban desde ya.
Intenté cancelar el viaje y que me devolvieran el dinero pagado, pero la mujer que contestó el teléfono del hotelito donde teníamos la reserva me informó que el hotel seguiría operando hasta el lunes –el día de mi check out—y que no habría devoluciones de dinero. Pero también insistió que no me preocupara, que Salzburgo me esperaba “con brazos abiertos”.
El sábado 14 de marzo tomamos, contra toda recomendación, un tren a Salzburgo. Para entonces, Austria tenía ya 422 casos confirmados de COVID (la gran mayoría de ellos en la región de Tirol, relativamente lejos de Salzburgo). Viajé porque no quería perder el dinero, pero también porque sospechaba que sería mi último viaje en mucho tiempo.
Ese día nos encontramos con una ciudad fantasma. Una ciudad sin tiendas, museos, turistas ni galerías. Me acerqué a la oficina de turismo y pregunté qué estaba abierto.
“Las iglesias,” me respondieron.
Así que visitamos la catedral, donde no había nadie, ni siquiera feligreses. En la pileta de agua bendita, un letrero: a fin de evitar la propagación de un coronavirus sin respeto por lo sagrado, se retiraba el agua bendita de la iglesia.
*
Al día siguiente, domingo, G. y yo tomamos un autobús al monte Untersberg. Ahí descubrimos que el cierre de teleféricos se había adelantado un día, por lo que tampoco podríamos subir a los Alpes, el propósito original del viaje. En lugar de esto, caminamos junto a un río glacial y llegamos, accidentalmente, a territorio alemán: de esas cosas mágicas que pasan en la Europa de fronteras abiertas.
Unas horas más tarde, a bordo de un bus local, escuchamos la noticia: Alemania cerraría fronteras con Austria, Luxemburgo, Francia, Suiza y Dinamarca. En otras palabras: teníamos 14 horas para salir de Austria, o no podríamos volver a Tübingen.
A la mañana siguiente, 6:35 en punto, tomamos el tren de Salzburgo a Freilassing, Alemania. Una hora más tarde, Alemania cerraba su frontera con Austria, impidiendo el paso de autos, trenes y peatones. Esa misma frontera que horas antes crucé a pie, por error, sin pedir permiso a nadie, en un bosque.
Quién sabe cuándo la vuelvan a abrir.
6. Primavera
El 21 de marzo Alemania superó los 20 mil infectados y en Tübingen, pob. 90 mil, había más de 115 casos positivos. Aún así, dejar de ir al supermercado es imposible: las diminutas cocinas alemanas, sus refrigeradores tamaño Mi Alegría y la ausencia de tiendas de conveniencia significa que, en los pueblitos de Alemania, el supermercado es la única opción para quien quiere una botella de agua o la despensa semanal.
[Salgo del encierro: sobrevuelan helicópteros, hay policías en cada esquina, patrullas.]
El supermercado es un sitio de paranoia: de clientes con guantes y cubrebocas. Se respira nerviosismo, y todos parecen temerosos de las monedas, las canastas, las manijas. Entre los productos que han desaparecido de los anaqueles, el que más me sorprende es la harina.
Veo en ese gesto un resquicio del pensamiento de la posguerra: de tiempos en los que las conservas, granos y harina eran una forma de ahorro. Hace cien años, cuando había hornos de leña en todas partes, acumular harina tenía sentido. Hoy, según entiendo, este acto es una forma extraña de optimismo: implica creer que, aún durante el fin del mundo, habrá energía para encender los hornos eléctricos de las casas y preparar una hogaza de Dinkelbrot.
Algunas sociedades, para bien o para mal, son incapaces de imaginar un apocalipsis. Bienaventuradas ellas.
8. 2020: año de Hölderlin
Desde hace algunos meses, como parte de las conmemoraciones por los 250 años de su nacimiento, el gobierno local de Tübingen anunció que el 2020 sería el año del poeta Friedrich Hölderlin. Este autor, famoso por sus febriles versos de juventud, por su poesía iluminada por lo divino, pasó la mitad de su vida viviendo en una torre a la orilla del río Neckar, al pie de las murallas de Tübingen.
Durante los 36 años que vivió recluido en la torrecita, Hölderlin padeció esquizofrenia. Sufrió la soledad, los estragos de la locura, el paulatino deterioro de su inteligencia. Al final de sus días, desdentado, apagado y jorobado, Hölderlin era una sombra de sí, una mente destruida por la lucidez.
*
A finales de marzo, Alemania anunció un paquete económico de 156 mil millones de euros para el rescate económico del país. Mis paseos por el centro de Tübingen me dejan claro, sin embargo, que el dinero se mueve muy lento: aún hay desamparados recolectando botellas –babeadas, chupadas, focos de infección– de los botes de basura para canjearlas por los ocho centavos de importe.
En tiempos de virus, las únicas ansiosas de contacto humano son las palomas, que cada día están más flacas y no se explican la ausencia de migajas en las aceras. La primavera es una época de abundancia: de conos de helado en la basura, butterbrezels abandonados en las bancas de los parques, döner kebabs que resbalan de las manos y terminan convertidos en festín de los pájaros y los ratones.
Pero ya no: todos quienes dependemos de la economía humana –incluyendo la fauna nociva—intuimos que se avecinan tiempos inciertos. Tiempos de encierro y locura iluminada por el sol de primavera y el distante canto de los pájaros.
[Escribo esto y, según datos del Sozial Ministerium de la provincia de Baden Württemberg, uno de cada 270 habitantes de Tübingen tiene actualmente Covid-19. Y mañana serán más.]
Hace unas horas pasé afuera de un taller de cerámica. Poco antes de cerrar sus puertas indefinidamente, los dueños colocaron en el aparador un plato con un fragmento del Hiperión de Hölderlin.
Zu wild, zu bang ist’s ringsum, und es / Trümmert und wankt ja, wohin Ich blicke
Alrededor todo es demasiado salvaje, demasiado temeroso / Sin importar a donde miro, todo se vence y se desploma