Este lado del paraíso
I love her and that’s the beginning and the end of everything
F. Scott Fitzgerald
Era abril y el olor de la primavera, la luz amarilla de los días cálidos atravesando los vitrales de un templo; era la Catedral de San Patricio, su arquitectura neogótica de techos altos, dos altas torres con sus agujas hacia el cielo presagiando la eternidad a los recién llegados. Era el periodo de postguerra, una felicidad de sonrisas claras desfilando en caravana por las avenidas; era la iridiscencia de Nueva York en los años 20, lejos de Alabama, de los bailes en el club campestre, del hogar y las modas sureñas.
Era el encaje de un vestido con mangas cortas, las perlas alrededor de un cuello joven, el cabello ondulado y corto de una mujer moderna; eran las manos de Zelda Sayre sosteniendo un ramo de orquídeas blancas elegido por Scott Fitzgerald. Eran ella y él listos para casarse en aquel momento, para decir: sí, acepto, te acepto por siempre; para adueñarse de la ciudad prometida y encarnar en ella el espíritu de la década. Era el amor en un sábado antes de las doce del mediodía, un sacerdote, ocho invitados, un anillo brillando en el dedo anular; era comienzo y el fin del paraíso.
El 3 de abril de 1920, Zelda y Scott Fitzgerald contrajeron matrimonio. Se habían conocido dos años atrás, cuando ella apenas había terminado la preparatoria; Scott era miembro de la infantería estadounidense y esperaba en Montgomery el llamado para ir a la guerra. Tenían el cabello oscuro, sin canas ni edad. La juventud destilaba en el cortejo nocturno, los soldados buscaban el amor con ímpetu, antes de verse obligados a partir a lugares de los que quizá no regresarían nunca.
Zelda guardaba, en una cajita de guantes, insignias de oro y plata que le regalaban los hombres como muestra de su afecto con la esperanza de conquistarla; el deseo se acumulaba día con día en obsequios de antiguos dueños, nombres que fueron olvidados. Solo el de Scott permaneció, las cinco letras que lo conformaban salieron de la mano de Zelda una y otra vez en la correspondencia que intercambiaron antes de comprometerse.
Aquella primera noche, Scott olía a tela nueva y la belleza clásica de la joven se incrustó en la mente del escritor, quien meses después diría en una carta: “Un año de enorme importancia. Trabajo y Zelda”; un binomio que guiaría el resto de su vida y al que se entregó con devoción. Entrada la década de los 20 publicó su primera novela, A este lado del paraíso, un éxito rotundo que impulsó sus primeros pasos a la fama y al reconocimiento en el medio literario del momento.
Una semana después tuvo lugar su boda con Zelda Sayre, quien desde entonces adoptó el apellido de su esposo. Hasta el día de hoy sus nombres se imantan, uno remite al otro de manera inevitable. Laflapper girloriginal y el hombre en perpetuo proceso de demolición; identidades armadas (aunque acaso siempre sea así), romantizados, idealizados casi tanto como la época que los engendró. La ficción sustituyó poco a poco a los sujetos quienes, un siglo después, se convirtieron en seres sepias de fotografías bidimensionales.
Es ya bastante conocida, por ejemplo, la determinación de Fitzgerald por ser uno de los mejores escritores que jamás hubieran existido y tener a su lado a la mujer perfecta, acompañándolo en el camino hacia la grandeza. Pero no hablaremos de las obsesiones de Scott, ni de su alcoholismo o su muerte temprana; tampoco de la locura en la que se vio sumida Zelda, de sus sueños truncos ni su trágico fin; no hablaremos del término del amor.
Seguiremos, en cambio, la trayectoria del anillo que brillaba en el dedo anular de la mujer aquella mañana en la iglesia de San Patricio. La joya fue una herencia familiar; la madre de Scott, Mollie McQuillan, la había portado antes de entregarla a su único hijo varón. Los mimos dados por la madre desde la infancia encontraron su cumbre en aquel accesorio; en el diamante tallado que reflejaba la luz de la urbe pero que al mismo tiempo atrapaba en su circunferencia la educación católica de Mollie y de su hijo, su linaje irlandés, la esperanza del sueño americano.
En marzo de 1919, el anillo llegó a Nueva York, una parada breve antes de su destino verdadero. Un Scott Fitzgerald muy cerca de la mitad de su vida lo guardó al lado de una pequeña carta y lo envió por correo postal el día 24. El sobre viajó del norte al sur del país; desde Nueva York, lugar donde él intentaba consolidarse como escritor, hasta Montgomery, en el que ella hacía trabajos de modelaje. El anillo, según Zelda, le decía “pronto” todo el día con su brillo; se manifestaba como una declaración y un pacto que finalmente (y después de dudarlo en varias ocasiones) aceptó.
Fitzgerald vestía a Zelda de palabras a través de una correspondencia copiosa y la adornaba también con regalos. A la puerta de una casa familiar en Alabama llegaron otros presentes. El nuevo neoyorquino, a pesar de vivir bajo un presupuesto limitado, no escatimaba en los paquetes que cada tanto le enviaba a la mujer; además de la obligada carta diaria, Fitzgerald le hizo llegar un pijama que se sentía como una nube y se veía como un sueño, un abanico de suaves plumas rosas con el que ella jugaba a ahuyentar el aire y detrás del cual ocultaba su rostro. Hubo también un suéter y, cuando recibió un pago más grande por los derechos de un cuento, gastó buena parte en un reloj de platino y diamantes. En el reverso una inscripción decía “De Scott para Zelda”; ella la veía con más recurrencia que la hora, sus nombres grabados lado a lado merecían una importancia mayor que el tiempo dictado por las manecillas.
Finalmente, después de muchos altibajos y de los roces naturales en una relación casi estrictamente postal, el día de la boda llegó. La ceremonia tuvo lugar y fue tan rápida que dos de los invitados no consiguieron asistir. Sin fiesta ni brindis posterior, cada quien tomó su camino; los nuevos esposos se fueron a celebrar la unión al Hotel Biltmore.
Los bailes campestres, con Zelda como foco de las miradas de los soldados, quedarían desplazados por fiestas desbordantes de jazz y champagne. Fue vertiginoso el ascenso de Scott en la escena neoyorquina y con él, empezó un proceso de mitificación paulatina de la pareja. El recuerdo de la noche en la que se conocieron se conservaría solo en la añoranza; Alabama no volvería a ser la misma, ni siquiera cuando regresaron a vivir allí tiempo después. Zelda lo intuía, pues poco antes de la boda le escribió a su prometido: “Corazón mío, nuestro cuento de hadas está a punto de terminar”. Aunque probablemente no sabía con qué facilidad sucedería aquel derrumbe.
Del tiempo previo y la correspondencia intercambiada se conservan también (afortunadamente), las cartas escritas por Zelda. En ellas despliega una prosa altamente sensorial, directa y libre de pretensiones; una poesía orgánica surge en su forma de ver lo que está a su alrededor. El mundo crecía en los detalles; se detenía en el polvo que caía sobre las flores, en la suavidad de las telas rozando su piel, en todos los olores que se le cruzaban. El olfato, decía Zelda, era su sentido más desarrollado; la realidad le entraba por la nariz a través de una voluptuosidad inmaterial.
No es extraño, entonces, el gusto particular que tenía por las flores y la atención que ponía a las esencias de cada lugar y todas las personas. A cada inhalación extraía la fragancia de las cosas y en su memoria se construían paisajes invisibles; después de muchos años podía recordar el olor de las hormigas, del gin y el tabaco, del mes de julio a la orilla del mar, de los perales, el perfume de los uniformes militares, el aroma a lápices y a veces a tweed de Scott.
Es curioso, entonces, que haya sido la orquídea la flor elegida por el escritor para el ramo de Zelda el día de su boda. Su hermosura y elegancia la convertían en la flor ideal de la mujer moderna que él veía en su pareja. Pero las orquídeas, que generan un aroma placentero parecido al de las rosas o la canela, también producen, en pequeñas cantidades, el olor a cadáveres en descomposición.
Belleza y podredumbre se conjuntan con armonía; en una iglesia a las doce de la tarde; en Scott, Zelda y la premonición desprendida por un ramo de orquídeas blancas.