Parásitos: simbiosis de la servidumbre moderna
Desde hace más de veinte años en Corea del Sur, la genialidad de cineastas como Chanwook Park (Sympathy for Mr. Vengeance, Oldboy, La doncella), Lee Chang-dong (Poetry, Burning) o Kim Ki-duk (Domicilio desconocido, Samaria, Hierro 3) ha deslumbrado a las audiencias. Ahora, ha llegado el turno de Bong Joon-Ho (1969), ganador de la Palma de Oro de Cannes y nominado al Óscar por Mejor Película y Mejor Película Extranjera con el film que pronto se ha convertido en un éxito mundial: Parásitos.
El parasitismo es un modo de vida y una estrecha relación en los cuales uno de los dos participantes, el parásito, vive a costa, adentro, o saca algún provecho de otro, su anfitrión. Además de este proceso de simbiosis —que cualquiera recordará por sus clases de biología en la secundaria—, el título de la película de Bong Joon-ho evoca, como es costumbre en su cinematografía, el tema de la lucha de clases en la sociedad capitalista. La trama central es bastante alegórica y puede resumirse fácilmente, aunque las diversas capas y el simbolismo que le subyacen complejizan su interpretación.
En Seúl hay dos familias diametralmente opuestas: los Ki son pobres y viven casi en la miseria, y los Park son millonarios a manos llenas. Los Ki residen en el sótano de un edificio, dejan la ventana abierta para que la fumigación pública alcance su departamento y aprovechan cualquier señal de wifi vecina para captar internet con sus teléfonos. Los Park viven en una sofisticada mansión de dos pisos, planta baja y jardín en donde casi nunca se encuentran, y delegan muchas tareas de su vida cotidiana a un cortejo de empleados. Un buen día, el primogénito de los Ki se hace pasar por un joven universitario y consigue trabajo como profesor particular de la hija mayor de los Park, que eventualmente se enamora de él. Entonces el joven Ki echa en marcha un plan: conseguir que la familia Park contrate a su madre, su padre y su hermana para diversos oficios que competen a la educación, las tareas domésticas y el transporte. Por supuesto, los Ki siempre ocultan su vínculo familiar delante de los Park y ejecutan todo tipo de artimañas para lograr que despidan a los antiguos empleados.
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En Parásitos, cada personaje, si bien forma parte de la célula social que es la familia, encarna también un drama personal e individual que en ocasiones pareciera rozar el libre albedrío (¡gran acierto del realizador y el elenco!, especialmente de Park So-dam, la hija Ki). Eso no impide que uno de los asuntos principales de la película sea la servidumbre moderna. Es inevitable revivir dilemas sociales y preguntas como: ¿qué implicaciones éticas tiene el hecho de poseer o de “rentar” los servicios de un grupo de personas?, ¿hasta qué punto se pierde la identidad y la dignidad en una dinámica desigual de explotación? Por estos derroteros navega Parásitos, pero siempre logra mantenerse ecuánime con respecto a sus protagonistas: no los juzga pero tampoco los absuelve. Cada uno carga un cielo y un infierno y se mueve en el limbo dramático de la trama.
Como reconoce su director en una entrevista, la disposición espacial de la película (se filma casi completamente en dos espacios cerrados) hace que tenga un “producción teatral” que supone ciertos límites, pero también tiene alcances dramáticos. Bong Joon-ho ha resaltado la influencia de realizadores como Hitchkock y Chabrol en su cinematografía. Así, inserta el suspense a la Hitchcock con sus juegos de tensión que mantienen en vilo al espectador sobre el momento definitivo del descubrimiento.
Además, hay un componente de absurdo en los códigos y las mentiras sociales que recuerdan el teatro de Ionesco o Henrik Ibsen, y disparan la ironía y el humor negro que enfrentan constantemente a los personajes con sus propias contradicciones. Así sucede, por ejemplo, cuando la hermana Ki le ordena a su madre, con enojo y desprecio, que deje la comida en la mesa y cierre la puerta de la habitación mientras ella dibuja con el niño Park. De esa forma no solo refuerza su mentira frente a la familia Park (la madre las está observando), sino que se dirige hacia su propia madre, que también es una empleada, como lo haría un jefe iracundo y reproduce el modelo injusto de jefe-servidumbre. Desde luego, sabemos que las Ki mantienen un secreto que las une pero, ¿hasta qué punto están realmente engañando a los Park? ¿No hay un drama interno, inconfesable, sucediendo detrás de sus sonrisas burlescas que ocultan su verdadero lazo familiar?
En contraparte, la secuencia en que los esposos Park están jugueteando en el sofá de la sala y mencionan el “olor a trapo sucio” del señor Ki quien, sin que lo sepan, se esconde justo debajo de ellos, sacude la diferencia de clase. Por supuesto, ese olor a subsuelo que tanto disgusta solo podría tenerlo alguien que pase varias horas al día en el metro o que viva en un departamento de limitadas condiciones y mal aislado contra la humedad. Así pues, tal reflexión clasista separa definitivamente a las dos familias y tendrá una consecuencia definitiva al final de la cinta, cuando se tapen la nariz para evitar el olor a sótano de otro “parásito” que sube desde el subsuelo de la casa y camina por el fastuoso jardín de los Park.
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El espacio y los símbolos, la poética del engaño
En cuanto al contenido simbólico de los espacios, la alegoría salta a la vista: por un lado, la familia Ki vive en un pequeño departamento ubicado en el sótano, la parte bajade un edificio. Por el otro, la familia Park vive en una casa que es prácticamente un personaje más de la trama y cuya estructura jerárquica podría perfilarse así: hay una planta baja donde solo entran los empleados para esconderse, sobrevivir indignamente, pelear a muerte entre ellos mismos (o enviar señales de auxilio y agradecimiento a sus “amos”); una planta media donde conviven los sirvientes y los amos casi no vienen (o apenas si pasan a comer, a pagarle a los sirvientes o a consentir los caprichos de sus hijos); y una planta alta donde residen los amos y solo suben los empleados que aspiran pertenecer a la alta esfera (los jóvenes Kim).
Asimismo, la profundidad del simbolismo es evidente en objetos como la enorme piedra que les regalan a los Ki y que el padre acepta como un augurio de bienestar material pero termina siendo un arma asesina; o los calzones de la hija Ki que motivan el despido del chofer pero también fungen como objeto del deseo entre los esposos Park. Estos objetos, así como los personajes y el universo donde se desenvuelven, son entes engañosos y ambiguos, espadas de doble filo que delatan la inestabilidad y la incertidumbre de la sociedad que critican.
Más allá de una lectura superficial que nos lleva a hablar de la sociedad como una pasarela de mentira y falsedad donde nadie se muestra como realmente es, en Parásitos la mentira tiene una arista ficcional, es decir, se concibe “el engaño” como una forma del ingenio pero también del arte mismo. “Ki-Jung hubiera podido ser una estafadora profesional”, dice con orgullo su padre. El mismo orgullo que esgrime toda la familia al ensayar el “guion / discurso” que han preparado para que la madre lo memorice, lo actúe delante de la familia Park y los engañe con su historia. De cierto modo, Parásitos hace lo propio con el espectador. Como toda obra de arte figurativo lo introduce en una ficción que sucede en Corea pero podría ser casi cualquier país, y trata de vehicular una reflexión sobre lo real. ¿Qué reflexión? Quizás la secuencia inicial, que coincide con la final, arroje una luz al respecto. Se trata de un travelling que se dirige hacia el sótano donde viven los Ki y se repite en la última escena señalando el escondite del padre. Símbolo de un universo miserable, desigual y despiadado, como el que representa la película. Acaso esta lamentable historia está condenada a repetirse como la reencarnación de un karma social.