Oda a Lou Reed
Al final de Heart of a Dog, el documental de Laurie Anderson sobre el deterioro cerebral y muerte de su perrita Lolabelle, mientras aparece los créditos suena la canción “Turning Time Around” del disco Ecstasy. Y aparece esta leyenda: “Dedicated to the magnificent spirit of my husband Lou Reed (1942-2013)”. Es un momento desgarrador. Cuando la artista y cantante despide al músico con este gesto es imposible no estremecerse. En ningún momento del documental habla sobre Lou, sin embargo, al terminar éste se advierte que es su manera de rendirle tributo a su marido.
Sobre la figura de Lou y sus últimos momentos, Laurie ha dicho lo que ya es de sobra conocido: que murió tranquilo, mientras realizaba una postura de tai chi. La serenidad que exhibió al final fue posible gracias a que si alguien conocía la tumba era precisamente él. Un día Lou dejó las drogas, el alcohol, empezó la práctica del arte marcial china y escapó de la muerte en vida que había sido su carrera durante la década de los ochenta. Al parecer haber contribuido a la historia del rock con canciones como “Heroin” o “Waiting for My Man”, con la Velvet Underground, o “Satellite of Love” o “Perfect Day” como solista era una gloria en la que ya no se podía sostener. Entonces creo la que para muchos es su obra maestra: New York. Y volvió a la vida. Una que se extendió muchos fructíferos años.
Y hoy, a un año que se cumpla una década de su partida, Laurie Anderson va a traer una vez más a la vida a su marido con el lanzamiento de la fantasía que tenían ambos para su retiro: el L&L Art Ranch. “Lou siempre quiso tener un club donde tocar cada noche, e invitar músicos. Después de su muerte yo tuve un momento de iluminación y dije Ok, voy a construirlo. Julian Schnabel está ayudando con el diseño”. Además de L&L Art Ranch está en marcha el Archive Project, que consta de más de 600 horas de audio y video de ambos. Todo el material ha sido catalogado y digitalizado y estará disponible a todo el público en la Librería Pública de Nueva York en el Lincoln Center.
El primero en sacar de la tumba a Lou fue David Bowie. Tras la disolución de la Velvet Underground, Lou trabajó en la empresa de su padre. Debe haber resultado un shock descomunal volverte un godínez después de ser el principal responsable de una obra como The Velvet Underground & Nico. Pero si alguien sabía reponerse de las adversidades, ese fue Lou. A lo largo de toda su vida enfrentó problemas tras problema, debido a su personalidad, era fiel a sí mismo y a su visión del arte por encima de cualquier interés externo, y derrotó obstáculo tras obstáculo.
Tras el éxito que significó Transformer, la disquera RCA esperaba un siguiente álbum que lo situara en la primera línea de lo comercial. Entonces fue Lou quien en esta ocasión ingresó a la tumba por su propio pie. Lo que entregó fue nada menos que Berlin, un disco tan sórdido que no había manera que sonara en la radio. Sin embargo, Lou ganó la apuesta a largo plazo. Hoy Berlin es considerado una cumbre indiscutible de la historia del rock. Producido por Bob Ezrin, quién después estaría detrás del genio de Water en The Wall, Berlin fue grabado en vivo en 2006 en St. Ann’s Warehouse, una institución de artes escénicas en Brooklyn, de principio a fin.
Acompañado por sus músicos de cabecera de las últimas décadas, el bajista Fernando Saunders y el baterista Tony Smith, más Antony de Antony and the Johnston en los coros, una pequeña orquesta consistente de vientos y cuerdas, más The Brooklyn Youth Corus, Lou, que 33 años antes había sufrido un fracaso de ventas con Berlin, por fin podía llevar a cabo su deseo de montarlo como lo había concebido. Acompañaron la puesta en escena proyecciones del director Julian Schabel, en cuyo biopic sobre la vida de Reinaldo Arenas se incluye una canción de Lou. No sería su primera colaboración con otras disciplinas, también haría el score de la obra de teatro Time Rocker de Robert Wilson.
Lou consiguió reponerse a sus adicciones: el consumo de heroína, y sobre todo al speed. Y aunque abrazó la sobriedad a principios de los ochentas, hacia el final de su vida se volvió un habitual consumidor de vino tinto. Práctica que contrastaba con su afición temprana al Etiqueta Roja. En Lou Reed. A Life de Anthony DeCurtis, su biógrafo contaba que siempre que alguien le regalaba a Lou whiskys carísimos, de una sola malta o alguna excentricidad por el estilo, el las regalaba más delante. Y se mantenía fiel a su bebida de a pie. Y tantos años de Etiqueta Roja más speed y su pasado por heroinómano le acarrearon problemas hepáticos. Que fueron los que lo condujeron al panteón en 2013. Pero antes protagonizó un exitosísimo trasplante de hígado, algo que podría haberse calificado como un milagro, algo que le habría asegurado una vida extra como quien va y se pone una dentadura nueva.
También logró varios de los mejores regresos del rock, antes de que la era de los regresos se impusiera. Tras Nueva York, en los noventa vivió un florecimiento que dejó testamento de su enorme talento en una serie de álbumes de perfecta factura: Songs for Drella, junto a John Cale, Magic and Loss, Set The Twilight Reeling y Ecstasy.
Lou Reed fue la prueba viviente y vital de que un artista no debe someterse a fórmulas. Que lo único que necesita es un “busload of faith to get by”.